Coda: el eterno retorno de Nietzsche y algo más

  

 


A través de la plataforma de Netflix, vi hace unos días Coda, la ópera prima del guionista y director canadiense Claude Lalonde. Tiene un ritmo lento, algo que suele predisponerme bien, sobre todo si se trata del cine. Entre otras cosas, la lentitud convoca un tipo de percepción más aguda e invita a un disfrute intenso. Adhiero al elogio y cultivo de la lentitud en materia de creación y recepción de cualquier objeto artístico. Y, claro, como estilo de vida.

En Coda, Henry Cole, un reconocido pianista inglés, representado con tanta elegancia y exacta gestualidad por Patrick Stewart (el capitán de la serie Viaje a las estrellas y también el Scrooge de una de las muchas adaptaciones cinematográficas de Un cuento de Navidad de Charles Dickens) vive lo que parece ser el último tramo de su carrera profesional y, posiblemente, de su existencia. El regreso a los escenarios está acompañado por temblores y olvidos, por la sensación casi constante de no estar a la altura de lo que fue una trayectoria artística exitosa. Frente a las expectativas propias y las del público, que espera ese regreso con ansias, sus emociones y su cuerpo empiezan a jugarle una mala pasada.

La historia es conmovedora. Desde el punto de vista de las imágenes, la película es bellísima. Excelentes las actuaciones. Lalonde y Guy Dufaux, a cargo de la fotografía, dan cátedra de buen gusto y de lo que es tomar excelentes decisiones, sobre todo con un criterio estético que potencia la trama narrativa. A estas virtudes, se suman las sutilezas, los detalles refinados y la efectividad de los diálogos, algunos con toques de sabiduría.

Un plus son los intertextos con los que dialoga esta película, que comienza con la voz en off de Katie Holmes, en el papel de Helen Morrison: «Nietzsche decía que sin música la vida sería un error. Los filósofos alemanes tienden a exagerar. Pero él tenía un punto. Sé que sin música mi vida habría sido incompleta de una manera fundamental. Como si no hubiera tenido recuerdos o amigos. En algún momento aun intenté ser pianista, hasta que me di cuenta de la fragilidad que implica ser pianista. Especialmente frente a 2000 personas».

En esa instancia, no es posible saber quién habla, tampoco en qué momento surgen esas palabras. Luego nos enteraremos de que es la voz de Helen, una joven plena, con tanta vitalidad que puede sostener a Henry y darle empuje. Reflexiona sobre «la fragilidad que implica ser pianista», pero parece ignorar que ella también está en una posición frágil por el solo hecho de ser humana. Lo más probable es que tampoco el espectador lo tenga en cuenta. Cada escena de la película aporta lo suyo para que no lo haga.

La voz en off de la periodista no cumple, en realidad, la función de narrar la historia como lo hace, por ejemplo, el personaje de Nick Carraway (Sam Waterston), el primo de Daisy Buchanan (Mia Farrow), en El gran Gatsby de Jack Clayton. Pero genera esa ilusión al coincidir con el sentimiento de final que tiene aprisionado a Henry Cole y el contraste entre su madurez y la juventud de Helen. Estos ingredientes colaboran para que pueda interpretarse el título original —Coda—, y la traducción con la que Netflix presenta la película —La última nota—, desde un posible desenlace que saque de escena al consagrado pianista y que ratifique que es Helen quien recuerda todo. Negativo. Es casi al revés. Habría resultado muy obvio que el pianista muriera de un infarto en pleno concierto, sobre todo porque Henry y Helen relatan dos casos fatales sorpresivos: la muerte de una artista entrevistada por ella al día siguiente del encuentro y la soprano que, en medio de una interpretación, sufre un shock anafiláctico por la picadura de una abeja.

Finalmente, sucede lo que temí a partir de ver a Helen conduciendo el auto por la carretera: el accidente. ¿De dónde surgió la idea de que podía ocurrirle eso? Por una inmediata asociación intertextual. Tras la primera referencia a Nietzsche y a la música, recordé la novela La broma de Milan Kundera, en la que la música juega un papel fundamental. Y cuando Helen habla de la teoría del eterno retorno, pensé directamente en La insoportable levedad del ser y en la versión cinematográfica de Philip Kaufman.

En Coda, el accidente y la muerte no son explícitos como en La insoportable levedad del ser. En esta película, nos enteramos hacia el final, por la carta que recibe Sabina, de lo que les ha ocurrido a Tomas (Daniel Day-Lewis) y Teresa (Juliette Binoche). Luego viene el flashback de cierre: la escena del baile en el hotel, la entrada en la habitación número 6, el viaje de regreso a casa y la muerte de la pareja.

El espectador de Coda debe completar la elipsis del accidente —cuando queda por delante un tercio de película—, solo sugerido a través de la luz enceguecedora y por el plano oblicuo en el que aparece un árbol, tomado por la cámara desde el punto en el que debe haber quedado el automóvil. Luego siguen las escenas, sin Helen, que muestran el dolor de Henry tras la inesperada pérdida: se lo ve lavándose la cara en un arroyo, con la barba crecida, recluido en un hotel de los Alpes suizos, caminando cerca de un lago —tal vez se trata del valle de Engadina y del lago Silvaplana de los que Helen le habló en el primer encuentro, cuando él la invita a entrar en su camarín—, visitando la casa en la que Nietzsche pasó los veranos entre 1881 y 1888, y en el concierto del amigo de la periodista, al que ella le había propuesto que fueran juntos.

Recordé el final de La insoportable levedad del ser de Philip Kaufman y necesité verlo nuevamente para reafirmar o corregir la asociación. Fue como superponer transparencias y comprobar que, en efecto, coincidían bastante. En ambas películas, antes de que se produzca el accidente, se muestran respectivamente la ruta y el camino por el que avanzan los tres personajes y la vegetación a los lados. En cada caso, la cámara toma primero, de costado, el auto de Helen y el camioncito en el que viajan Tomás y Teresa. Luego, en las dos películas, la cámara se sitúa junto a ellos y se ve cómo la luz del sol les pega de frente y los enceguece, hasta borrar por completo el camino. En el instante siguiente, tanto en Coda como en La insoportable levedad del ser, la luz invade la pantalla por completo. Solo luz. Una luz que convoca, posiblemente, una imagen reiterada en los testimonios de algunas personas a las que el corazón les dejó de latir durante unos minutos: la entrada en otro ciclo, la idea de que con la muerte no acaba todo. ¿Acaso una validación del eterno retorno?

Me pregunto si Louis Godbout, el guionista de Coda, y Claude Lalonde tuvieron en cuenta la novela de Kundera y la película homónima de Kaufman al escribir el guion y filmar las escenas. Si la intertextualidad corre por cuenta de alguno de ellos, o de ambos, no se revela como en el caso de las menciones al eterno retorno de Nietzsche, al poema «Canción nocturna del caminante» de Goethe —el preferido de Félix, el empleado del hotel que admira a Henry Cole— y a la novela de Ian McEwan de la que Helen saca una receta. Dejo de lado el libro de poemas Appoggiaturas de Henry Cole que Helen lee en una escena, por tratarse de una referencia ficcional.

«La teoría del eterno retorno. La idea de que todo evento y toda vida se repetirán infinitamente. Pero si no recuerdo haber estado aquí antes, ¿qué diferencia hay? A menos que se refiera a otra cosa, como el destino», dice Helen en la segunda intervención. La expresión radiante de su rostro mientras maneja y la felicidad que se advierte en Teresa y Tomás antes del accidente fatal prueban que la muerte los toma por sorpresa. No la recuerdan ni la presienten. No son conscientes de que están a merced del destino, de que el camino se acaba y entonces Helen no podrá cumplir con la promesa que precede el beso y la declaración de amor: «Estaré escuchando». «Yo estaré tocando para ti», le responde Henry.

Las imágenes de Helen conduciendo por la carretera se alternan con las del concierto, y vuelve por cuarta vez su voz en off: «Tal vez lo que el eterno retorno significa no es que nuestra vida vaya, de hecho, a repetirse para siempre, sino que no debemos estar satisfechos antes de alcanzar un punto en que la amemos tanto tal como es, que desearíamos que así fuera y yo digo: una vez más».

«Nunca sabremos qué vendrá», le dice Henry a Félix mientras juegan una partida de ajedrez en el hotel de los Alpes suizos. Ya se ha producido el accidente. Helen es pura ausencia, pero ha cumplido su misión: ha estado junto al pianista en el lugar y en el momento precisos, lo ha convencido de que hacer música es estar vivo y de que cuando toca hace felices a quienes lo escuchan. Aunque no parezca, será a futuro el aventón suficiente.

Henry Cole da el concierto solo, sin la asistencia de Helen Morrison, y es transmitido en vivo en las redes para que, en especial, puedan verlo los jóvenes. Lo ve Daniel, el niño que lo admira y quiere ser pianista como él. También Jessie, la maquilladora a la que no le tiemblan las manos porque nada la perturba mientras trabaja. Dice Helen al final de su última nota: «Gratitud hacia todos los que celebran la música de la vida». 

 

Imagen de apertura de esta entrada: fotograma de la película Coda (2019). Director: Claude Lalonde. Guion: Luis Godbout. Fotografía: Guy Dufaux. Protagonizada por Patrick Stewart, Katie Holmes y Giancarlo Esposito.

Entradas más populares de este blog

Sobre mí

Roberto Rossellini (2): «las guerras domésticas»

El amor: ¿arde o perdura?

El compromiso del testimoniante: relato y verdad

La hormiguita viajera

Natalia Ginzburg: «Mi oficio es escribir historias»

Hay Festival Cartagena: ¿conversaciones o entrevistas?

Tlatelolco: entre la borradura y la inscripción