Natalia Ginzburg: «Mi oficio es escribir historias»




No me importa nada lo que hagan los otros escritores. Entendámonos: yo sólo puedo escribir historias. Si intento escribir un ensayo de crítica o un artículo de encargo para un periódico, lo hago bastante mal. Lo que escribo entonces tengo que buscarlo fatigosamente fuera de mí. Puedo hacerlo algo mejor que estudiar un idioma extranjero o hablar en público, pero sólo algo mejor. Y tengo siempre la impresión de engañar al prójimo con palabras que tomo prestadas o que robo aquí y allá. Y sufro y me siento exiliada. Por el contrario, cuando escribo historias soy como alguien que está en su tierra, en calles que conoce desde la infancia, y entre muros y árboles que son suyos. Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Este es mi oficio, y lo haré hasta mi muerte.

Natalia Ginzburg, «Mi oficio»


Si bien Le piccole virtú (1962), Mai devi domandarmi (1970) y Non possiamo saperlo (1991) reúnen textos no ficcionales de Natalia Ginzburg, e incluso ella se refiere a estos con el término «ensayos», la base de su escritura es preferentemente narrativa. Como expresa la autora italiana en «Mi oficio» (Las pequeñas virtudes), lo suyo es contar historias. Por cierto, estos escritos despliegan ideas y ofrecen una mirada propia sobre la realidad, a la vez que se acercan al relato testimonial y autobiográfico.
Algo semejante ocurre con Léxico familiar (1963). En muchas reseñas, prólogos, comentarios y notas, esta obra se presenta como novela, cuando en realidad no se trata de una ficción ni de personajes inventados, sino de personas que han existido y han formado parte de su vida: sus padres y hermanos; sus amigos; Leone Ginzburg, su primer esposo; Cesare Pavese, entre muchos otros que menciona. Pero tampoco responde a las características de la «autoficción», una especificidad genérica más actual.

Más allá de libros como, por ejemplo, El camino que va a la ciudad y otros cuentos (1942, publicado con el seudónimo Alessandra Tornimparte), Esto fue lo que pasó (1947) y Todos nuestros ayeres (1952), que sí responden al género ficcional, la mayor parte de sus textos son un producto singular, genuino, que surge del cruce de experiencia y memoria. Todos ellos, incluso, están narrados con el mismo tono, con idénticos recursos. Su escritura no se ajusta a reglas ni disposiciones externas, no se parece a ninguna otra propuesta. Por esa libertad que asume al escribir, no sorprende que Mai devi domandarmi y Non possiamo saperlo se abran con un poema. En el primer caso, se trata de un epígrafe: una estrofa de Sandro Penna, en la que las palabras «carretera» y «vida» son centrales. En cuanto a Non possiamo saperlo, el título del libro repite el del poema homónimo.

La editorial Lumen editó en un mismo volumen ambos libros, traducidos al español por Flavia Company Navau (Nunca me preguntes) y Mercedes Corral (No podemos saberlo). Aunque esta compilación fue publicada primero en 2009 con el título Ensayos y luego en 2016, con el de Las tareas de la casa y otros ensayos, ambos reúnen los mismos libros de Natalia Ginzburg. Lo único que los diferencia es el prólogo: en el primer caso, está a cargo de Flavia Company Navau; en el segundo, de Elena Medel.

Los temas que cruzan estos «ensayos» son diversos: vejez, psicoanálisis, literatura infantil, viajeros, circunstancias históricas, interlocuctores, amistades. En algunos, Ginzburg se detiene en aspectos y actitudes humanas como la compasión, la búsqueda de la verdad y la justicia, y analiza el peso que tienen ciertos actos privados y públicos. Hay temas que se reiteran con sutiles diferencias; por ejemplo, las vivencias relacionadas con algunos espacios. 

En los momentos de estabilidad, para Natalia Ginzburg la casa que habita es su refugio. Pero con la presencia de los alemanes en Roma, y luego los americanos, inicia un período de itinerancia por varios lugares: «Hacía tiempo que no teníamos casa. Habíamos vivido, durante aquellos meses de guerra, en casa de parientes y amigos, en conventos o en albergues», recuerda en «La pereza» (Nunca me preguntes). Luego de la muerte de Leone Ginzburg, una posibilidad es vivir en la casa de sus padres, quienes cuidan un tiempo de sus hijas mientras trabaja en Roma, pero ella quiere tener su propia casa, un espacio para compartir con las niñas.

Cuando narra en «La casa» (Nunca me preguntes) las vueltas que dan años después con Gabrielle Baldini, su segundo esposo, hasta encontrar una casa a la que mudarse, hace referencia a la importancia que le adjudica al jardín, a estar rodeada de árboles y plantas. Pero arrastrada por los gustos de Gabrielle, compran una bastante diferente de la que ella deseaba. A pesar de todo, termina sintiéndola también como un lugar en el que puede refugiarse: «Ahora vivimos en la casa ya sin saber si es bonita o fea. Vivimos como en una guarida».

En «El pueblo de Dickinson» (Nunca me preguntes), cuenta que visitó la casa en la que vivió Emily Dickinson, en Amherst. Ginzburg percibe a la escritora norteamericana como «sumergida en la oscuridad de una casa». En «El niño que vio osos», del mismo libro, relata cuando viajó a Boston para conocer a su nieto Simone. Le preocupa que su hijo y su nuera planeen un viaje que los obligará a vivir con el pequeño en hoteles y hasta en una tienda: «Lo que sobre todo no me dejaba tranquila es que aquel niño tierno e ignorante pasaría tres meses sin tener una casa».

La mayor parte de los textos de Nunca me preguntes fueron publicados entre diciembre de 1968 y octubre de 1970 en La Stampa, solo unos pocos son inéditos. Ginzburg señala la presencia reiterada del recuerdo en muchos de ellos, y aclara: «Nunca he conseguido llevar un diario; estos textos son quizá algo parecido a un diario, en el sentido de que he consignado lo que recordaba o pensaba; por eso el orden cronológico es en el fondo más justo». No podemos saberlo —dedicado a Gabrielle Baldini— incluye textos producidos durante treinta y cinco años. El poema homónimo que abre el libro —editado por primera vez en junio de 1965— aparece incluido en varias publicaciones posteriores; entre ellas, en la biografía Arditamente timida de Maja Pflug (Milán, La Tartaruga, 1997; traducida al español por Gabriela Adamo, Siglo Veintiuno Editores, 2020). Los demás textos fueron publicados entre 1973 y 1990 en Corriere della Sera, Il Mondo, Scritti sparsi, La Stampa, L’Unita, Paragone y Cuore, e incluidos en algunos libros. 

 

 

Giulio Einaudi

La desgracia la convierte en editora: tras el asesinato de Leone Ginzburg, en febrero de 1944, Natalia se acerca a la sede de la editorial Einaudi en Turín y le ofrecen trabajo. Humilde al extremo de no reconocer ningún valor en ella, confiesa todo lo que no sabe hacer, pero igual se entrega a la tarea. Al poco tiempo, ya está traduciendo y editando libros, proponiendo títulos y autores. Cuando en 1983 es elegida diputada por el Partido Comunista, del que fue miembro entre 1946 y 1952, renuncia a su trabajo en la editorial.

En «Memoria contra memoria» (No podemos saberlo), comenta el libro de Giulio Einaudi Fragmentos de memoria. Aclara que su comentario no es objetivo, ya que los recuerdos de Einaudi convocan momentos y personas que también compartió. Ha realizado una lectura confrontativa, que partió del convencimiento de que no encontraría en ese libro al verdadero Einaudi: «Quisiera decir a los lectores del libro que él es mejor, y que su presencia y su papel en la vida cultural italiana han sido mucho más sutiles, misteriosos y extraños de todo lo que ha conseguido decir». Dice que Giulio Einaudi no llegó a contar todas las vicisitudes que pasó como editor, y señala tres omisiones en sus recuerdos: los comienzos de la editorial, cuando su esposo Leone Ginzburg salió de la cárcel de Civitavecchia y regresó a Turín; las repercusiones del suicidio de Pavese, y la crisis de la editorial en 1982.

Asegura que la editorial Einaudi «fue ideada y creada por Leone Ginzburg y Cesare Pavese». Por eso lo corrige: «Leyendo su libro, da la impresión de que él entonces tenía a su alrededor un ejército de colaboradores. No es así. Al principio solo estaba Leone. Y poco tiempo después, Leone y Pavese. Entonces no había nadie más». Detalla las colecciones que se crean en los primeros tres años de la editorial: Ensayos, Colección de Historia y Narradores Extranjeros, que nació por la disconformidad que a Leone Ginzburg y Pavese les provocaban las traducciones a las que se podía acceder en Italia en ese momento. «Leone era un experto en narrativa alemana, francesa y rusa, y Pavese en narrativa inglesa y americana», dice. Subraya la importancia que tuvo entonces la aparición de los primeros volúmes de estas colecciones, ya que «en pocos meses aquella pequeña editorial sin blanca se hizo famosa, y la gente vio en ella un signo de que Italia estaba volviendo a despertar».

No se priva de describir a Einaudi como «un jefe tiránico y tolerante», que les permitía llevar adelante sus proyectos personales, incluso en las horas de trabajo, siempre que se cumplieran los objetivos propuestos. Por momentos, Ginzburg puede ser dura en sus observaciones: «Creo que le resulta difícil hablar consigo mismo, y en lugar de eso conversa con su imagen pública; y su imagen pública a menudo se enamora de objetos o seres que brillan con una luz pública, efímera y artificial. Y puede confundir una luz de neón con la luz de la luna».

Sobre el suicidio de Pavese, «aquella amada figura», lo vive como «una desgracia y una pérdida irreparable para los que lo amaban; pero también fue una pérdida irreparable para la editorial. Pavese lo llevaba todo. Su muerte hizo temblar los cimientos de toda la editorial».

Einaudi no deja testimonio sobre la crisis de la editorial en 1982, guarda silencio. Natalia Ginzburg vivía por entonces en Roma y siguió de cerca el declive que llevó a muchos a quedarse sin trabajo. Hace referencia a las declaraciones de entonces de Giulio Einaudi, en las que se mostró indiferente y hasta despreciativo ante el destino de sus empleados. Tras la dura crítica, asoma una vez más el gesto tolerante, y lo perdona porque luego cambia su actitud: «Le admiré entonces por como había abandonado la apariencia del príncipe, por como había aprendido a coger el autobús, a lavarse su propia verdura para la cena y a contar la calderilla que llevaba en el bolsillo. Aunque parezca extraño, nunca había hecho ninguna de estas cosas. Y tampoco había leído ni escrito demasiado; los libros los hojeaba como un rabdomante, los olfateaba durante breves segundos. No escribía, porque los editores no necesitan escribir. En aquel período en cambio leyó novelas desde el principio hasta el final; y escribió puntualmente informes sobre sus relaciones con los autores, que debía mandar al comisario que ahora gestionaba la editorial en quiebra. Apenas le fue posible, recuperó la apariencia de príncipe, pero con un fondo de humildad y de atención al prójimo de los que antes a menudo carecía». Lo describe también como «enormemente narcisista, enormemente egocéntrico». Señala lo poco que Giulio Einaudi se conoce a sí mismo.


Dos amigos

En el invierno de 1946, conoce a Italo Calvino, que se agrega al equipo de Einaudi por intermedio de Cesare Pavese, uno de los pilares en definir el perfil y la dirección de la editorial. Además de compartir el amor por los libros, los une la posición política que los tres asumen. Cuarenta años más tarde, cuenta en «Flor gentil» (No podemos saberlo) que, hacia 1948, colabora junto con Pavese y Calvino en el «diario hablado» del Frente Democrático Popular. Escriben «sermones irónicos, breves diálogos, retahílas y coplas» y Pulcetta, que fue quien los invitó a colaborar, los lee en la plaza por la tarde.

En relación con esta experiencia, rememora en el mismo texto cómo era el clima de la época: «La gente había conocido tanta violencia en los años de la guerra que ahora estaba cansada de ella. Fermentaban mil ideas diferentes, pero no creaban violentas laceraciones. El lenguaje político era claro y sencillo. Las posiciones políticas eran claras y sencillas, a pesar de las mil ideas diferentes, porque en todos había un intenso deseo de rechazar ramificaciones y separaciones. Y además, el cinismo se hallaba completamente ausente del aire que respirábamos, como también estaba ausente de las calles la policía. Los mítines del frente estaban llenos de gente. Y también estaban llenos de gente, es cierto, los mítines de los democristianos, pero una amplia parte de Italia pensaba que los adversarios del Frente, aunque numerosos, no tenían ninguna energía vital. En las iglesias, los curas tronaban contra el Frente. Pero en una gran parte de Italia a los curas se les consideraba grotescos y en realidad inocuos. Una gran parte de Italia sabía muy bien que otra gran parte tenía un miedo cerval al comunismo, pero pensaba que ese miedo no podía ser determinante. La gente estaba todavía asombrada y feliz de que hubiera acabado el fascismo, la guerra y la monarquía. El mundo idolatrado durante tanto tiempo en los años del fascismo, en la guerra, parecía estar a punto de ver la luz. Este pensamiento generaba una sensación de gran alegría. En la primavera del 48, una gran parte de Italia se hizo la ilusión de que de tanta alegría nacería un futuro estable, incorrupto y feliz». Pero el Frente Democrático Popular pierde las elecciones. Para Natalia Ginzburg esa derrota es un hecho de suma importancia, que da paso al «cinismo, la violencia, la policía».

Siete años después del suicidio de Pavese, lo recuerda en «Retrato de un amigo» (Las pequeñas virtudes), aunque no lo nombra ni una sola vez. Pero en «Respetar a los muertos» (No podemos saberlo), Ginzburg no solo lo nombra para que quede claro que es de él de quien habla, sino que además lo defiende. ¿El motivo? Las notas inéditas de Cesare Pavese, que Lorenzo Mondo da a conocer cuatro décadas después de escritas. En «Respetar a los muertos», se observa un recurso bastante frecuente en la escritura de Ginzburg: primero parte de una situación particular, para luego pegar un salto y arribar a una apreciación o conclusión de tipo general.

Aunque reconoce que esas notas son verídicas, sostiene que no representan el pensamiento y las actitudes usuales de Pavese. Primero lo defiende, porque han sido amigos y compañeros de trabajo; luego argumenta y, a la vez, concluye: «Pero la vida de un hombre es vasta, y se compone de instantes de los que no sabemos nada, de actos nobles y menos nobles, de pensamientos escritos en algunas cartas o en algunos cuadernos, luego contradichos por nuevos pensamientos o por su comportamiento a lo largo de los años. Se compone de culpas, de remordimientos, de sacrificios y acciones generosas que permanecerán siempre ignorados por todos». Así deja bien clara cuál es su posición al hablar de los escritores ausentes: «Lo más honesto que se puede hacer en relación con un muerto, si era escritor, es leer sus obras, escrutar su significado y preferir las mejores; las que nos parecen las mejores. De un escritor que está muerto es importante lo mejor; lo peor hay que dejarlo aparte. Y sin embargo, también lo peor debe conocerse, indagarse y estudiarse, pero aparte».

De todas maneras, testimonia que la lectura de esas notas que Pavese dejó afuera de sus diarios le provoca turbación. «Sobre el fascismo, sobre Mussolini, sobre la guerra, Pavese dice frases grotescas. Producen una inmensa rabia, pero quien le conoció recuerda que siempre le gustaba llevar la contraria. Italia estaba perdiendo la guerra en 1942, y él habla de victoria. Ya no había nadie en Italia que no asegurase el final del fascismo, y él se pregunta si no sería algo bueno», dice Ginzburg. Aún perturbada, testimonia su afecto por su amigo y trata de entenderlo a partir de una observación de Luisa Sturani, que señaló que Pavese se comportaba como un niño. Entonces Ginzburg contextualiza las notas, teniendo en cuenta el perfil psicológico de Pavese: «Se condujo en la vida de una forma absurda, con una carga de obsesiones y de fijaciones que nunca consiguió quitarse de encima; y, como hacen los adolescentes, obedecía a disciplinas y privaciones insensatas y severas que él mismo se había impuesto». Piensa que es «una insensatez» llamarlo fascista: «Quien lo conoció en vida, quien es capaz de evocar su figura, sus gestos, su comportamiento, el sentido mismo de su existencia, sabe muy bien que era exactamente lo contrario de lo que fue el fascismo».

Les recuerda a quienes lo condenan que se suicida unos años después de escribir esas notas. «A sus amigos, Pavese les dio mucho y les enseñó mucho. Les enseñó o trató de enseñar la seriedad en el trabajo, el desinterés, la indiferencia por la gloria. Les enseñó la piedad». «Fue un narrador y un poeta, es justo y honesto que se le recuerde así. Y también fue uno de los hombres más apasionados, más humildes y menos cínicos que hayan pasado nunca por esta tierra».

 

 

Lecturas

En varias oportunidades, Natalia Ginzburg recuerda las lecturas que hizo en su infancia. Cuenta que de niña odiaba encontrar en los libros descripciones, pero se entusiasma en especial con uno que lee y relee muchas veces, entre los siete y los catorce años: Un matrimonio de provincias, de la marquesa Colombi. Pero al tiempo la novela desaparece de su casa. Con el paso de los años, la busca incansablemente en las librerías. Hasta que por fin encuentra un ejemplar en la Biblioteca Vieusseux. «Al releerlo —dice—, encontraba mi infancia en cada palabra. Descubrí además que, cuando había pensado en escribir novelas, las había situado con frecuencia en una luz invernal y había esperado dar a los lugares y las personas los mismos rasgos amargos y alegres en este libro» («Un matrimonio de provincias», No podemos saberlo).

Y una vez más, cierra la anécdota particular con una reflexión, en la que vincula el libro con la casa y la cara: «Pienso que en la vida de cada uno de nosotros existe un libro similar, que de pequeños no nos limitamos simplemente a leer, sino que inspeccionamos y rebuscamos en cada uno de sus rincones como si de una habitación se tratara. Un libro así, rebuscado como una habitación, escrutado e interrogado como una cara en cada rasgo y arruga, nunca podremos juzgarlo como se juzga un libro, porque para nosotros ha abandonado la zona de los libros y ha pasado a vivir la zona de la memoria y de los afectos».

En su labor como editora en Einaudi, no siempre acierta al evaluar un manuscrito. Pero si le falla el olfato cuando rechaza el testimonio Si esto es un hombre de Primo Levi, por otro lado, acierta al proponerle a Italo Calvino la reedición de Un matrimonio de provincias. En 1973, se publica en la colección Centopagine de Einaudi, prologada por Natalia Ginzburg. Será el puntapié inicial para que los libros de la marquesa comiencen a reeditarse; en 1980, incluso, la RAI emite dos capítulos de una adaptación de esta novela.

Se involucra mucho en las historias que lee, se hace preguntas, conjetura, opina sobre los personajes y los vaivenes de la historia. Dice en «Nunca me preguntes» sobre Guerra y paz de Tolstoi: «No hay consuelo para el hecho de que Natasha abandone al príncipe Andréi para huir con aquel idiota de Anatol». Algunos libros no superan la feroz prueba del tiempo y los encuentra deslucidos. Es el caso de la novela Corazón, de Edmundo de Amicis, que menciona también en «Nunca me preguntes»: «Hoy en día, no creo que podamos ya leer un libro como Corazón; y lo cierto es que tampoco podríamos escribirlo. Pertenece a una época en que se escribían cosas falsas sobre la honestidad, el sacrificio, el honor y el coraje».

Hay lecturas que la atrapan por completo, como le pasa al sumergirse en el libro emblemático de Gabriel García Márquez: «Leer Cien años de soledad ha sido para mí como oír un toque de trompeta que me despertara del sueño. La empecé sin ganas y esperando que me expulsara. Algo atrapó mi atención y me hizo avanzar con la sensación de hacerlo por un bosque denso y verde, lleno de pájaros, serpientes e insectos. Después de leerla me dio la sensacióm de haber seguido el vuelo rapidísimo e inacabable de un pájaro, en un cielo de inacabables distancias donde no había consuelo, donde no había sino la amarga y la vivificante conciencia de lo verdadero» («Cien años de soledad», Nunca me preguntes).

La impacta su «estructura intrincadísima, vertiginosa y detallada». Con la franqueza que la caracteriza, confiesa: «Me gusta demasiado como para comentarla en apenas unas líneas. Solo quería rogar a los que no la hayan leído que la lean sin demora. Yo he pasado dos días sin apartar realmente mi pensamiento de sus páginas, metiendo de vez en cuando la cabeza para ver los lugares y las caras de los que vivían allí, como contemplamos en silencio las huellas y escuchamos en nuestro corazón las voces de las personas a las que queremos».

Tras su comentario sobre Cien años de soledad, concluye con el siguiente pensamiento: «Las auténticas novelas operan el prodigio de devolvernos el amor por la vida y la sensación concreta de lo que queremos de la vida. Las auténticas novelas tienen el poder de alejar de nosotros la cobardía, la torpeza y el sometimiento a las ideas colectivas, a los contagios y a las pesadillas que se respiran en el ambiente. Las auténticas novelas tienen el poder de llevarnos de golpe al corazón de la verdad». Y agrega: «Las novelas están entre esas cosas del mundo que son a la vez inútiles y necesarias, totalmente inútiles porque carecen de una razón de ser visible y de cualquier clase de finalidad, y no obstante necesarias en la vida como el pan y el agua, y entre esas cosas del mundo que a menudo se ven amenazadas de muerte y que, sin embargo, son inmortales».

Hay recuerdos, anécdotas y detalles que, como en «Infancia» (Nunca me preguntes), ya aparecen en Léxico familiar. Cuenta, por ejemplo, que por decisión de su padre no concurre al colegio como los otros chicos y recibe instrucción en su casa, donde espera a la maestra «leyendo novelas y comiendo pan».


Cine y literatura

Natalia Ginzburg también escribe columnas sobre cine, un arte al que se acerca como espectadora, por puro ocio. Al tiempo, después de la escritura, el cine despierta su curiosidad; es lo que más le atrae. Es amiga de Pier Paolo Pasolini, con quien tiene momentos de proximidad y también del que se distancia; no siempre coinciden en sus opiniones. Pero junto con su esposo Gabrielle, participan en la película El Evangelio según Mateo, en la que representa el papel de María Betania en una escena de unos pocos minutos.

En «El rostro obsceno del celuloide» (No podemos saberlo), Ginzburg compara la actividad del escritor y la del cineasta: «A menudo pienso cuál es la diferencia entre escribir y hacer una película, ya que me parece que hacer una película es también una forma de contar. Pero es una sensación falsa; el cine no cuenta, en el sentido de que en el cine no existe la dimensión temporal; la narrativa, o más exactamente y más genéricamente la poesía, utiliza como instrumento esencial los tiempos de los verbos, el imperfecto y el pretérito indefinido; y quien hace una película carece de tales instrumentos. Quien hace una película presenta a la vez casos humanos, exactamente como un novelista, pero los presenta sin la dimensión temporal». A diferencia del director de cine, que trabaja en equipo, el escritor «está atrozmente solo. No tiene nada, salvo papel y pluma».

Encara el cine y el teatro de la misma manera que lo hace con la literatura: se involucra en los argumentos, se pone en el lugar de algunos personajes, se detiene en detalles. Es espontánea en sus observaciones, no parece obedecer a ideas ni expectativas previas. Empatiza o no con lo que lee u observa, sin pretender ser rigurosa en sus lecturas e interpretaciones. No responde a teorías ni modas. Dice, por ejemplo, en «El teatro es palabra» (Nunca me preguntes): «Lo que me gusta del teatro no es demasiado distinto de lo que me gusta y busco en las novelas o en los poemas que leo o que recuerdo en soledad. En el teatro me gusta estar sentada, inmóvil, mirar y escuchar. Creo que la poesía y el teatro requieren las mismas cosas. Creo que requieren una absoluta inmovilidad, un pleno abandono, una total atención, un profundo silencio». Tiene una actitud diferente cuando escucha óperas: «No sigo las historias de las óperas. Nunca leo los libretos en casa, y, una vez allí, de las tramas que se desenredan y se enmarañan entre cantos y músicas, no entiendo nada, no me importan en absoluto y, es más, las detesto» («Nunca me preguntes»).

 


Natalia Ginzburg como María Betania, 
en El Evangelio según Mateo de Pier Paolo Pasolini

 

El principal interrogante

En «El crucifijo en las escuelas» (No podemos saberlo), si bien plantea que inculcar religión en los colegios es un acto de «prepontencia política» y no hay razón que justifique la enseñanza del catolicismo en las aulas, afirma que si ella fuera profesora no querría que lo retiraran de su clase. «El crucifijo es el signo del dolor humano. La corona de espinas, los clavos, evocan sus sufrimientos. La cruz, que pensamos colocada en la cima del monte, es el signo de la soledad en la muerte. No conozco otros signos que transmitan con tanta fuerza el sentido de nuestro destino humano. El crucifijo forma parte de la historia del mundo».

Aunque en muchos textos plantea sus dudas sobre la existencia de Dios, levanta la figura de Cristo, porque «nadie había dicho que los hombres son todos iguales y hermanos, todos, ricos y pobres, creyentes y no creyentes, judíos y no judíos, blancos y negros, y antes de él nadie había dicho que en el centro de nuestra existencia debemos situar la solidaridad entre los hombres. Y ser vendidos, traicionados, martirizados y matados por la propia fe, puede sucederle a todos en la vida. A mí me parece positivo que los chicos, los niños, lo sepan, desde los bancos de la escuela». Por eso rescata la importancia de la cruz como símbolo: «Todos, católicos y laicos, llevamos o llevaremos el peso de una desgracia, derramando sangre y lágrimas, y tratando de no derrumbarnos. Esto es lo que dice el crucifijo. Se lo dice a todos, no solo a los católicos».

También recuerda el mandamiento «Ama a tu prójimo como a ti mismo», un pensamiento opuesto a las guerras: «Lo opuesto a los aviones que lanzan bombas sobre la gente indefensa. Lo opuesto a los estupros, y también a la indiferencia que rodea tan a menudo a las mujeres violadas en las calles». En definitiva, concluye su ensayo recordando: «El crucifijo forma parte de la historia del mundo». Su actitud es tolerante hacia los otros, ante la diversidad de ideas y posiciones frente a ciertos temas.

En su poema «No podemos saberlo», dice: «No podemos saber cómo es Dios. Y de todo lo/ que quisiéramos saber es lo único realmente esencial». Ginzburg cierra su «Autobiografía en tercera persona» (1990), el último texto de No podemos saberlo y del volumen doble Ensayos, con esta referencia personal: «Todavía confía en la providencia, en el cariño de sus demás hijos, en los ángeles de la guarda. Cree en Dios, aunque de manera caótica, atormentada y discontinua».

 

 














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