Natalia Ginzburg: «Mi oficio es escribir historias»
Si bien Le piccole virtú (1962), Mai devi domandarmi (1970) y Non possiamo saperlo (1991) reúnen textos no ficcionales de Natalia Ginzburg, e incluso ella se refiere a estos con el término «ensayos», la base de su escritura es preferentemente narrativa. Como expresa la autora italiana en «Mi oficio» (Las pequeñas virtudes), lo suyo es contar historias. Por cierto, estos escritos despliegan ideas y ofrecen una mirada propia sobre la realidad, a la vez que se acercan al relato testimonial y autobiográfico. Algo semejante ocurre con Léxico familiar (1963). En muchas reseñas, prólogos, comentarios y notas, esta obra se presenta como novela, cuando en realidad no se trata de una ficción ni de personajes inventados, sino de personas que han existido y han formado parte de su vida: sus padres y hermanos; sus amigos; Leone Ginzburg, su primer esposo; Cesare Pavese, entre muchos otros que menciona. Pero tampoco responde a las características de la «autoficción», una especificidad genérica más actual.
Más allá de libros como, por ejemplo, El camino que va a la ciudad y otros cuentos (1942, publicado con el seudónimo Alessandra Tornimparte), Esto fue lo que pasó (1947) y Todos nuestros ayeres (1952), que sí responden al género ficcional, la mayor parte de sus textos son un producto singular, genuino, que surge del cruce de experiencia y memoria. Todos ellos, incluso, están narrados con el mismo tono, con idénticos recursos. Su escritura no se ajusta a reglas ni disposiciones externas, no se parece a ninguna otra propuesta. Por esa libertad que asume al escribir, no sorprende que Mai devi domandarmi y Non possiamo saperlo se abran con un poema. En el primer caso, se trata de un epígrafe: una estrofa de Sandro Penna, en la que las palabras «carretera» y «vida» son centrales. En cuanto a Non possiamo saperlo, el título del libro repite el del poema homónimo.
Los temas que cruzan estos «ensayos» son diversos: vejez, psicoanálisis, literatura infantil, viajeros, circunstancias históricas, interlocuctores, amistades. En algunos, Ginzburg se detiene en aspectos y actitudes humanas como la compasión, la búsqueda de la verdad y la justicia, y analiza el peso que tienen ciertos actos privados y públicos. Hay temas que se reiteran con sutiles diferencias; por ejemplo, las vivencias relacionadas con algunos espacios.
En los momentos de estabilidad, para Natalia Ginzburg la casa que habita es su refugio. Pero con la presencia de los alemanes en Roma, y luego los americanos, inicia un período de itinerancia por varios lugares: «Hacía tiempo que no teníamos casa. Habíamos vivido, durante aquellos meses de guerra, en casa de parientes y amigos, en conventos o en albergues», recuerda en «La pereza» (Nunca me preguntes). Luego de la muerte de Leone Ginzburg, una posibilidad es vivir en la casa de sus padres, quienes cuidan un tiempo de sus hijas mientras trabaja en Roma, pero ella quiere tener su propia casa, un espacio para compartir con las niñas.
Cuando narra en «La casa» (Nunca me preguntes) las vueltas que dan años después con Gabrielle Baldini, su segundo esposo, hasta encontrar una casa a la que mudarse, hace referencia a la importancia que le adjudica al jardín, a estar rodeada de árboles y plantas. Pero arrastrada por los gustos de Gabrielle, compran una bastante diferente de la que ella deseaba. A pesar de todo, termina sintiéndola también como un lugar en el que puede refugiarse: «Ahora vivimos en la casa ya sin saber si es bonita o fea. Vivimos como en una guarida».
La mayor parte de los textos de Nunca me preguntes fueron publicados entre diciembre de 1968 y octubre de 1970 en La Stampa, solo unos pocos son inéditos. Ginzburg señala la presencia reiterada del recuerdo en muchos de ellos, y aclara: «Nunca he conseguido llevar un diario; estos textos son quizá algo parecido a un diario, en el sentido de que he consignado lo que recordaba o pensaba; por eso el orden cronológico es en el fondo más justo». No podemos saberlo —dedicado a Gabrielle Baldini— incluye textos producidos durante treinta y cinco años. El poema homónimo que abre el libro —editado por primera vez en junio de 1965— aparece incluido en varias publicaciones posteriores; entre ellas, en la biografía Arditamente timida de Maja Pflug (Milán, La Tartaruga, 1997; traducida al español por Gabriela Adamo, Siglo Veintiuno Editores, 2020). Los demás textos fueron publicados entre 1973 y 1990 en Corriere della Sera, Il Mondo, Scritti sparsi, La Stampa, L’Unita, Paragone y Cuore, e incluidos en algunos libros.
Giulio Einaudi
La desgracia la convierte en editora: tras el asesinato de Leone Ginzburg, en febrero de 1944, Natalia se acerca a la sede de la editorial Einaudi en Turín y le ofrecen trabajo. Humilde al extremo de no reconocer ningún valor en ella, confiesa todo lo que no sabe hacer, pero igual se entrega a la tarea. Al poco tiempo, ya está traduciendo y editando libros, proponiendo títulos y autores. Cuando en 1983 es elegida diputada por el Partido Comunista, del que fue miembro entre 1946 y 1952, renuncia a su trabajo en la editorial.
Asegura que la editorial Einaudi «fue ideada y creada por Leone Ginzburg y Cesare Pavese». Por eso lo corrige: «Leyendo su libro, da la impresión de que él entonces tenía a su alrededor un ejército de colaboradores. No es así. Al principio solo estaba Leone. Y poco tiempo después, Leone y Pavese. Entonces no había nadie más». Detalla las colecciones que se crean en los primeros tres años de la editorial: Ensayos, Colección de Historia y Narradores Extranjeros, que nació por la disconformidad que a Leone Ginzburg y Pavese les provocaban las traducciones a las que se podía acceder en Italia en ese momento. «Leone era un experto en narrativa alemana, francesa y rusa, y Pavese en narrativa inglesa y americana», dice. Subraya la importancia que tuvo entonces la aparición de los primeros volúmes de estas colecciones, ya que «en pocos meses aquella pequeña editorial sin blanca se hizo famosa, y la gente vio en ella un signo de que Italia estaba volviendo a despertar».
Sobre el suicidio de Pavese, «aquella amada figura», lo vive como «una desgracia y una pérdida irreparable para los que lo amaban; pero también fue una pérdida irreparable para la editorial. Pavese lo llevaba todo. Su muerte hizo temblar los cimientos de toda la editorial».
Dos amigos
En relación con esta experiencia, rememora en el mismo texto cómo era el clima de la época: «La gente había conocido tanta violencia en los años de la guerra que ahora estaba cansada de ella. Fermentaban mil ideas diferentes, pero no creaban violentas laceraciones. El lenguaje político era claro y sencillo. Las posiciones políticas eran claras y sencillas, a pesar de las mil ideas diferentes, porque en todos había un intenso deseo de rechazar ramificaciones y separaciones. Y además, el cinismo se hallaba completamente ausente del aire que respirábamos, como también estaba ausente de las calles la policía. Los mítines del frente estaban llenos de gente. Y también estaban llenos de gente, es cierto, los mítines de los democristianos, pero una amplia parte de Italia pensaba que los adversarios del Frente, aunque numerosos, no tenían ninguna energía vital. En las iglesias, los curas tronaban contra el Frente. Pero en una gran parte de Italia a los curas se les consideraba grotescos y en realidad inocuos. Una gran parte de Italia sabía muy bien que otra gran parte tenía un miedo cerval al comunismo, pero pensaba que ese miedo no podía ser determinante. La gente estaba todavía asombrada y feliz de que hubiera acabado el fascismo, la guerra y la monarquía. El mundo idolatrado durante tanto tiempo en los años del fascismo, en la guerra, parecía estar a punto de ver la luz. Este pensamiento generaba una sensación de gran alegría. En la primavera del 48, una gran parte de Italia se hizo la ilusión de que de tanta alegría nacería un futuro estable, incorrupto y feliz». Pero el Frente Democrático Popular pierde las elecciones. Para Natalia Ginzburg esa derrota es un hecho de suma importancia, que da paso al «cinismo, la violencia, la policía».
Aunque reconoce que esas notas son verídicas, sostiene que no representan el pensamiento y las actitudes usuales de Pavese. Primero lo defiende, porque han sido amigos y compañeros de trabajo; luego argumenta y, a la vez, concluye: «Pero la vida de un hombre es vasta, y se compone de instantes de los que no sabemos nada, de actos nobles y menos nobles, de pensamientos escritos en algunas cartas o en algunos cuadernos, luego contradichos por nuevos pensamientos o por su comportamiento a lo largo de los años. Se compone de culpas, de remordimientos, de sacrificios y acciones generosas que permanecerán siempre ignorados por todos». Así deja bien clara cuál es su posición al hablar de los escritores ausentes: «Lo más honesto que se puede hacer en relación con un muerto, si era escritor, es leer sus obras, escrutar su significado y preferir las mejores; las que nos parecen las mejores. De un escritor que está muerto es importante lo mejor; lo peor hay que dejarlo aparte. Y sin embargo, también lo peor debe conocerse, indagarse y estudiarse, pero aparte».
Les recuerda a quienes lo condenan que se suicida unos años después de escribir esas notas. «A sus amigos, Pavese les dio mucho y les enseñó mucho. Les enseñó o trató de enseñar la seriedad en el trabajo, el desinterés, la indiferencia por la gloria. Les enseñó la piedad». «Fue un narrador y un poeta, es justo y honesto que se le recuerde así. Y también fue uno de los hombres más apasionados, más humildes y menos cínicos que hayan pasado nunca por esta tierra».
En varias oportunidades, Natalia Ginzburg recuerda las lecturas que hizo en su infancia. Cuenta que de niña odiaba encontrar en los libros descripciones, pero se entusiasma en especial con uno que lee y relee muchas veces, entre los siete y los catorce años: Un matrimonio de provincias, de la marquesa Colombi. Pero al tiempo la novela desaparece de su casa. Con el paso de los años, la busca incansablemente en las librerías. Hasta que por fin encuentra un ejemplar en la Biblioteca Vieusseux. «Al releerlo —dice—, encontraba mi infancia en cada palabra. Descubrí además que, cuando había pensado en escribir novelas, las había situado con frecuencia en una luz invernal y había esperado dar a los lugares y las personas los mismos rasgos amargos y alegres en este libro» («Un matrimonio de provincias», No podemos saberlo).
En su labor como editora en Einaudi, no siempre acierta al evaluar un manuscrito. Pero si le falla el olfato cuando rechaza el testimonio Si esto es un hombre de Primo Levi, por otro lado, acierta al proponerle a Italo Calvino la reedición de Un matrimonio de provincias. En 1973, se publica en la colección Centopagine de Einaudi, prologada por Natalia Ginzburg. Será el puntapié inicial para que los libros de la marquesa comiencen a reeditarse; en 1980, incluso, la RAI emite dos capítulos de una adaptación de esta novela.
Se involucra mucho en las historias que lee, se hace preguntas, conjetura, opina sobre los personajes y los vaivenes de la historia. Dice en «Nunca me preguntes» sobre Guerra y paz de Tolstoi: «No hay consuelo para el hecho de que Natasha abandone al príncipe Andréi para huir con aquel idiota de Anatol». Algunos libros no superan la feroz prueba del tiempo y los encuentra deslucidos. Es el caso de la novela Corazón, de Edmundo de Amicis, que menciona también en «Nunca me preguntes»: «Hoy en día, no creo que podamos ya leer un libro como Corazón; y lo cierto es que tampoco podríamos escribirlo. Pertenece a una época en que se escribían cosas falsas sobre la honestidad, el sacrificio, el honor y el coraje».
Hay lecturas que la atrapan por completo, como le pasa al sumergirse en el libro emblemático de Gabriel García Márquez: «Leer Cien años de soledad ha sido para mí como oír un toque de trompeta que me despertara del sueño. La empecé sin ganas y esperando que me expulsara. Algo atrapó mi atención y me hizo avanzar con la sensación de hacerlo por un bosque denso y verde, lleno de pájaros, serpientes e insectos. Después de leerla me dio la sensacióm de haber seguido el vuelo rapidísimo e inacabable de un pájaro, en un cielo de inacabables distancias donde no había consuelo, donde no había sino la amarga y la vivificante conciencia de lo verdadero» («Cien años de soledad», Nunca me preguntes).
Tras su comentario sobre Cien años de soledad, concluye con el siguiente pensamiento: «Las auténticas novelas operan el prodigio de devolvernos el amor por la vida y la sensación concreta de lo que queremos de la vida. Las auténticas novelas tienen el poder de alejar de nosotros la cobardía, la torpeza y el sometimiento a las ideas colectivas, a los contagios y a las pesadillas que se respiran en el ambiente. Las auténticas novelas tienen el poder de llevarnos de golpe al corazón de la verdad». Y agrega: «Las novelas están entre esas cosas del mundo que son a la vez inútiles y necesarias, totalmente inútiles porque carecen de una razón de ser visible y de cualquier clase de finalidad, y no obstante necesarias en la vida como el pan y el agua, y entre esas cosas del mundo que a menudo se ven amenazadas de muerte y que, sin embargo, son inmortales».
Natalia Ginzburg también escribe columnas sobre cine, un arte al que se acerca como espectadora, por puro ocio. Al tiempo, después de la escritura, el cine despierta su curiosidad; es lo que más le atrae. Es amiga de Pier Paolo Pasolini, con quien tiene momentos de proximidad y también del que se distancia; no siempre coinciden en sus opiniones. Pero junto con su esposo Gabrielle, participan en la película El Evangelio según Mateo, en la que representa el papel de María Betania en una escena de unos pocos minutos.
Encara el cine y el teatro de la misma manera que lo hace con la literatura: se involucra en los argumentos, se pone en el lugar de algunos personajes, se detiene en detalles. Es espontánea en sus observaciones, no parece obedecer a ideas ni expectativas previas. Empatiza o no con lo que lee u observa, sin pretender ser rigurosa en sus lecturas e interpretaciones. No responde a teorías ni modas. Dice, por ejemplo, en «El teatro es palabra» (Nunca me preguntes): «Lo que me gusta del teatro no es demasiado distinto de lo que me gusta y busco en las novelas o en los poemas que leo o que recuerdo en soledad. En el teatro me gusta estar sentada, inmóvil, mirar y escuchar. Creo que la poesía y el teatro requieren las mismas cosas. Creo que requieren una absoluta inmovilidad, un pleno abandono, una total atención, un profundo silencio». Tiene una actitud diferente cuando escucha óperas: «No sigo las historias de las óperas. Nunca leo los libretos en casa, y, una vez allí, de las tramas que se desenredan y se enmarañan entre cantos y músicas, no entiendo nada, no me importan en absoluto y, es más, las detesto» («Nunca me preguntes»).
El principal interrogante
Aunque en muchos textos plantea sus dudas sobre la existencia de Dios, levanta la figura de Cristo, porque «nadie había dicho que los hombres son todos iguales y hermanos, todos, ricos y pobres, creyentes y no creyentes, judíos y no judíos, blancos y negros, y antes de él nadie había dicho que en el centro de nuestra existencia debemos situar la solidaridad entre los hombres. Y ser vendidos, traicionados, martirizados y matados por la propia fe, puede sucederle a todos en la vida. A mí me parece positivo que los chicos, los niños, lo sepan, desde los bancos de la escuela». Por eso rescata la importancia de la cruz como símbolo: «Todos, católicos y laicos, llevamos o llevaremos el peso de una desgracia, derramando sangre y lágrimas, y tratando de no derrumbarnos. Esto es lo que dice el crucifijo. Se lo dice a todos, no solo a los católicos».
En su poema «No podemos saberlo», dice: «No podemos saber cómo es Dios. Y de todo lo/ que quisiéramos saber es lo único realmente esencial». Ginzburg cierra su «Autobiografía en tercera persona» (1990), el último texto de No podemos saberlo y del volumen doble Ensayos, con esta referencia personal: «Todavía confía en la providencia, en el cariño de sus demás hijos, en los ángeles de la guarda. Cree en Dios, aunque de manera caótica, atormentada y discontinua».