El compromiso del testimoniante: relato y verdad

 


Es evidente, y ya ha sido trabajado por la crítica, la cercanía que existe entre lo que podríamos llamar «testimonio literario», «testimonio jurídico» y «testimonio religioso». En los tres casos, aun si consideramos las principales diferencias tipológicas, la situación de enunciación y la función de cada uno, es evidente que los tres se fundan —o simulan hacerlo— en el compromiso de decir la verdad, de ser fiel a los hechos. Mientras que un autor puede proponer una poética de la narración ficcional como mentira —es el caso, por ejemplo, de Vargas Llosa—, un testimoniante o un escritor de testimonios echaría su labor por la borda y la eficacia de su texto si declarase su condición de falsedad o infundio. En este sentido, ya se ha planteado la imposibilidad de que existan testimonios apócrifos. Entonces, en líneas generales, la marca genérica instala ya una cualidad intrínseca: un testimonio puede no ser tenido en cuenta y pasar desapercibido o, por el contrario, generar consenso, pero también puede ser acusado de falso y provocar su desmentida. Los testimonios a los que voy a referirme, de disímiles maneras y con diversos grados de intensidad, plantean esta cuestión. En algunos, aparece firmemente resuelta, como ocurre en Pasajes de la guerra revolucionaria de Ernesto Che Guevara o en Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez.[1] 

En el caso del texto de Guevara, el término que aparece es veraz, atribuido directamente al testimoniante, por ser quien escribe sus propias vivencias. La veracidad, entonces, sería por un lado un atributo pensado en términos de selección: «qué» y «cómo» se relata una experiencia para que responda a lo que será el modelo de testimonio. En el caso de Pasajes de la guerra revolucionaria, Guevara promete su texto como iniciador de una serie y plantea una ética del testimonio depositada en una virtud del testimoniante que cumpliría el oficio de ir armando, en una labor de conjunto, una historia de la Revolución cubana. La concepción de verdad aparece regulada casi exclusivamente por el recuerdo personal y limitada dentro de las fronteras de la carga del relato. Guevara pide no simular y evitar el error en beneficio propio. La certeza proviene de la experiencia personal y también de la historia fáctica; el bien a obtener es colectivo, no individual. Aunque esto puede parecer una amplitud vaga, la idea es que los diferentes «yo» que se convocan construirían un «nosotros» revolucionario. Guevara presupone un tipo de testimoniante que sumará relatos y versiones que no pondrán en entredicho su versión, sino que la ampliarán. La discrepancia alude, más bien, a la disimetría entre saberes, destrezas y experiencias que, sin embargo, no comprometerían la construcción discursiva de una verdad histórica sobre la Revolución cubana. 

Esta misma fuerza direccional descansa en Contra el agua y el viento de Juan Almeida Bosque, premio Testimonio Casa de las Américas 1985.[2] Este libro sigue fielmente en la letra el pedido del Che, amplificándolo como era su deseo. Aunque el episodio a construir es el huracán Flora, constantemente el texto se desvía hacia las experiencias del 59. La memoria se sitúa en dos instancias temporales, a partir de la doble configuración de las figuras de Almeida y Fidel Castro en la revolución y en la catástrofe de setiembre/octubre de 1963. La condición de veracidad se deposita sobre lo ya dado: Almeida arma su testimonio sobre su recuerdo pero, de modo llamativo, convoca además otros discursos por considerarlos ciertos, indudables. En lo que respecta al huracán, este testimonio recoge sucesivos informes, partes meteorológicos y un mapa de la trayectoria del fenómeno emitidos por la Academia de Ciencias de Cuba. Afianza su calidad de cierto por las notas al pie que dan datos técnicos innecesarios para el desarrollo en sí del testimonio, como las referencias al helicóptero MI-14, el winche, los salvavidas personales, y también por los fragmentos de textos claves de la historiografía sobre la Revolución cubana, como el discurso que pronunciara Fidel Castro en La Habana el 8 de enero de 1959, la Primera Declaración de La Habana del 2 de setiembre de 1960 y otros. 

Hay una alternancia en el relato de dos fuentes que permiten organizar el testimonio: los acontecimientos que se imponen a través de la memoria y la selección de textos de peso científico e histórico que autorizan a creer. Uno de ellos, el discurso de 1959, funciona como una puesta en abismo, semejante a la función que cumple el prólogo del Che en Pasajes de la guerra revolucionaria. En él, Fidel Castro expone que el combate se ha ganado diciendo la verdad. Decir la verdad se propone como el primer deber del revolucionario. Almeida está remitiendo simultáneamente a Fidel y al Che, y retoma una herencia en la que a la ecuación relato/verdad se suma el atributo «revolucionario». Esto ratifica, además, que la verdad que se construye se organiza por suma de versiones; por lo tanto, es comunal, está regida por el pensamiento y el espíritu de sus líderes, y circunscripta a la mirada revolucionaria. Cada testimonio será, a la vez, representativo de toda la gesta y único por el aporte personal que arroja. 

El recuerdo, por otra parte, se centraliza en el protagonismo heroico y en la percepción directa de los hechos. Almeida reitera en su escritura el «tac-tac» del helicóptero con el que sobrevuelan las provincias de Oriente y Camaguey y el «yo vi» que le permite resaltar, como parte de la información «verdadera» que conforma el relato, todo aquello que proviene de la experiencia directa. Pero esto no lo lleva a abandonar una marcada inclinación por las metáforas para describir el propio huracán o la revolución y la constante inclusión de sus impresiones afectivas. ¿Cómo interrogar el sentimiento que le provoca la catástrofe o la lucha? Obviamente, no entra en controversia con el modelo de testimonio propuesto sino que, justamente, esas zonas de confesión afectiva ayudarían a edificar la diferencia entre lo grupal y lo individual de la experiencia con la historia. 

Aunque no se refieran a la Revolución cubana, otros testimonios se enrolan en esta línea. En este sentido, Un día de octubre en Santiago de Carmen Castillo presenta algunas semejanzas.[3] Su explícita condición de «testimonio verdadero» remite directamente a la pretensión de fidelidad en la reconstrucción de los acontecimientos, asociada a la seriedad en el trabajo y a la labor «ética» de quien testimonia.

Cada testimonio personal, en los tres casos, no se presenta como polémico de otras versiones de la historia, sino como provocador de un nosotros inclusivo que define desde el vamos un bando de la lucha: el que construirá la verdadera relación de los hechos. Estos testimonios, en definitiva, fundan o ratifican un pacto de verdad asociado al acto de testimoniar en cadena. 

En los tres testimonios mencionados, el testimoniante y el escritor coinciden, lo cual facilita la tarea de focalizar al depositario de la verdad, ya sea como dada o a construir, como proveniente de otros discursos autorizados o de la experiencia propia. Pero en el caso de los testimonios en los que el testimoniante y el escritor son dos identidades distintas, la cuestión se complica y las posibilidades parecen multiplicarse. No solo el testimoniante se hace cargo de entregar un relato verdadero, sino que quien firma ese relato y le da forma puede arrojar ciertos sentidos sobre esta problemática. Veamos algunos casos específicos y llamativos por ser disímiles. 

Más allá de las particularidades propias que presentan Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet y Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez, hay por lo menos en estos dos testimonios una importante coincidencia en relación con lo que estoy intentando precisar.[4] Ambos autores, mediadores entre el discurso oral del testimoniante y la forma escrita desde prácticas, saberes y destrezas no coincidentes, expresan en sus respectivos prólogos desconfianza sobre la veracidad del relato que cada testimoniante les entrega. En el caso de Barnet, ante la falta de documentos históricos, surge la posibilidad de sorprenderse, aunque en términos generales se resguarda aclarando que verifica datos, fechas y variadas informaciones en la bibliografía y los archivos sobre el tema, y que confronta la versión de Montejo con otros testimonios orales. La verdad aparece depositada en una escritura cultural, histórica, antropológica que sirve como elemento de control del relato de Esteban Montejo. Por otra parte, como ocurre en La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, la calidad de verdadero descansa, entre otras cosas, en el grado de coincidencia de las versiones y en la reiteración de datos y puntos de vista comunes.[5] La verdad del relato se impondría por corroboración con el entramado histórico, social y cultural en el que se producen una multitud de testimonios homólogos. 

En Relato de un náufrago, Gabriel García Márquez asegura que somete con un sistema de repreguntas y pruebas de control, cercanas a un test de veracidad, a Luis Alejandro Velasco, para asegurar la veracidad del relato y detectar posibles contradicciones. El resultado se ofrece como un «relato compacto y verídico» porque se hace cargo de una verdad que desmiente la versión oficial de Gustavo Rojas Pinilla. El mapa donde se dibuja la trayectoria del destructor y de la balsa, la referencia a los partes meteorológicos, el comunicado de la dictadura reafirman la certeza final del testimonio de Velasco, aunque el relato esté construido con la impronta del imaginario y la poética de García Márquez, elementos que más bien lo acercan a su maquinaria de producción ficcional. En este sentido, muchos de los paratextos que acompañan los diversos testimonios cumplen la función de reforzar el compromiso de construcción de una verdad histórica, algo observable, por ejemplo, también en Perdido en el Amazonas de Germán Castro Caycedo.[6] 

Bastante diferente es lo que ocurre con Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia.[7] En este testimonio, el concepto de verdad realmente se bifurca hacia la doble zona del testimoniante y de la escritora. A lo largo de su testimonio, Rigoberta subraya su calidad de relato verdadero, que, si bien no sintetiza a toda su comunidad, sí la representa. La responsabilidad de asumir la palabra por los otros se compensa, si así pudiera decirse, por esta condición de veracidad. En cuanto a la relación relato/verdad, considero que el punto fuerte lo aporta Elizabeth Burgos al fusionar los términos «verdad» y «fidelidad». A diferencia de Barnet y de García Márquez, no pone en entredicho el relato de su testimoniante, no lo somete a verificaciones. No hay marcas expresas ni indicios aparentes de desconfianza. Los otros textos que sirven como epígrafes —Hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias, El libro de los libros de Chilam Balam y Popol Vuh— no son
ratificadores, ni siquiera son ilustrativos, sino que permiten situar contextualmente el testimonio de Menchú. La autoridad de la verdad se presenta depositada en su propio relato y en su persona. Burgos no señala autorizaciones que estén fuera del propio material que Menchú aporta. 

Si a García Márquez el conflicto se le presenta primero en términos de verdad —¿me estará contando las cosas tal como ocurrieron?— y luego en términos de verosimilitud —«mi único problema literario sería conseguir que el lector lo creyera»—, tal como plantea al desplegar la fundamentación de su poética en «Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe», depositada toda la carga en el relato y en el lector, para Burgos el conflicto radica en la fidelidad a su testimoniante. No traicionar, no corregir, no cambiar, no desechar, no retocar el estilo asegurarían, según su criterio, una verdad que ya no tiene que ver con la dupla realidad/discurso o historia/relato, sino que se sitúa en la relación relato oral/relato escrito, testimoniante/escritor. El testimonio de Menchú potenciaría, entonces, de la mano de Burgos, el concepto relato y el atributo verdadero: la verdad descansa en aquello que Menchú nos dice y en la originalidad del material que la escritora promete y compromete.

Estos últimos casos examinados muestran que tanto los testimoniantes como los escritores que funcionan como mediadores argumentan acerca de la relación deseada o situación ideal para la constitución de un relato verdadero y que la construcción de una versión legítima alcanza simultáneamente a ambos. Los conflictos en torno a la verdad del relato testimonial no se presentan a nivel de una problematización general del lenguaje, sino en vinculación con cuestiones de representación relacionadas con el relato y con la ética del compromiso que implican la propia palabra y la ajena. La problemática sobre la verdad en el testimonio parece situarse de manera concentrada en el orden de lo genérico, a partir de la labor que el testimoniante y el escritor realizan en relación con la construcción discursiva del acontecimiento o del ámbito cultural. 

Quiero cerrar estas observaciones con una apreciación de Gianni Vattimo. En su ensayo Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, establece la relación entre verdad, versión, sujeto y testimonio de una manera clara e inmejorable: «El testimonio implica, como se ha dicho al comienzo, la idea de una relación constitutiva del individuo con la verdad —por lo cual una verdad es la suya sin dejar de ser verdad—, y, por otra parte, es verdad precisamente y solo en cuanto que es verdad de alguien que la testimonia».[8]

 


NOTAS

[1] Ernesto Che Guevara: Pasajes de la guerra revolucionaria, La Habana, Editorial de Ciencias Soctales, 1992; Gabriel García Márquez: Relato de un náufrago, Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1987.  

[2] Juan Almeida Bosque: Contra el agua y el viento, La Habana, Casa de las Américas, 1985. 

[3] Carmen Castillo: Un día de octubre en Santiago, México, Era, 1982. 

[4] Miguel Barnet: Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979. 

[5] Elena Poniatowska: La noche de Tlatelolco, México, Era, 1984. 

[6] Germán Castro Caycedo: Perdido en el Amazonas, Bogotá, Plaza & Janés, 1994. 

[7] Elizabeth Burgos: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, México, Siglo XXI, 1993.  

[8] Gianni Vattimo: Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzschey Heidegger, Barcelona, Península, 1990, p. 50.


Ensayo corregido para este blog; publicado en Nuevos territorios de la literatura latinoamericana, Buenos Aires, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras, Oficina de Publicaciones del CBC, Universidad de Buenos Aires, 1997.










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