Elena Poniatowska: La noche de Tlatelolco
«Testimonios de historia oral» es el subtítulo que Elena Poniatowska elige para su libro emblemático La noche de Tlatelolco, algo que lo ubica, desde la portada misma, dentro de un género que ya para 1971, año de su primera edición, lleva reunidos varios títulos: el relato testimonial, una especie híbrida que recuerda el gesto fundante de las crónicas, y en el que se fusionan la labor periodística y la narrativa, la función constructora de la historia y el impulso de una estética literaria. Este «gran montaje coral», como lo llamó Carlos Monsiváis en A ustedes les consta. Antología de la crónica en México, recupera la posición de los vencidos, de los marginados, de los que están fuera de la historia oficial y del poder.
No está de más recordar que en 1969 Casa de las Américas establece una categoría especial para aquellos relatos que escapan a los parámetros de la novela y que superan las condiciones de producción del periodismo. Si consideramos Operación masacre (1957) de Rodolfo Walsh como el primer testimonio de esta producción que se consolidará en América Latina entre los sesenta y los setenta, podríamos asímismo pensar que la constitución de este nuevo premio es síntoma de que la crítica ya ha advertido que una renovación genérica se ha producido en la institución literaria. En esta agitación que hace tambalear las oposiciones culto/popular, oralidad/escritura, yo/otro, productor/receptor, interviene no solo la urgencia de dar a conocer una versión no oficial, sino la necesidad de renovación en el uso de las técnicas narrativas, hecho que ocurre al filo de una década de grandes conmociones sociales y de un importante protagonismo de dos sectores hasta el momento prácticamente excluidos: las mujeres y los estudiantes.
Poniatowska dispone un texto en el que el concepto de ruptura reenvía simultáneamente a dos series: la histórica y la literaria. Se filia con quienes con anterioridad han argumentado e inscripto esta sucesión de incidentes como ruptura histórica. Este es el primer movimiento del texto, lo que provoca un primer golpe en la lectura: se trata de la reconstrucción, desde una múltiple combinación de versiones, del movimiento estudiantil mexicano de 1968 y la matanza del 2 de octubre como respuesta por parte del gobiemo de Gustavo Díaz Ordaz. Poniatowska opta, dentro de las alternativas que le ofrece el sistema literario, por una matriz recientemente creada —la del testimonio—, que ya produjo una escisión en la institución literaria. Esta nueva forma resulta ser la más apropiada para dar a conocer una verdad que se alce contra la fabulación del poder.
La observación del sistema literario latinoamericano, de la historia mexicana contemporánea y una lectura desde la ruptura me llevan a repensar La noche de Tlatelolco en relación con dos genealogías: junto a una variedad amplísima de registros documentales similares que, de manera simultánea a los episodios o con relativa posterioridad, han escrito esa porción de historia como contraversión de la historia oficial, y otro conjunto textual conformado por Operación masacre de Rodolfo Walsh, Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet, Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis, Días de guardar de Carlos Monsiváis, Si me permiten hablar. Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia de Moema Viezzer y Un día de octubre en Santiago de Carmen Castillo, entre tantos otros.
Pero a diferencia de los libros que acabo de mencionar, La noche de Tlatelolco reinterpreta el género no desde un marco teórico —ya sea bajo la forma canónica del prólogo, la nota introductoria o el epílogo—, sino desde el propio entramado textual, desde la praxis misma de escritura.[1] Es exactamente la articulación de esos «testimonios orales», el lugar que ocupan en el texto y cómo se los hace ingresar en la página lo que está señalando, sin estridencias ni guiños explicativos, una zona de diferencia dentro del propio género. La voz del poder refiere una historia que se articula concatenando episodios, específicamente sobre una continuidad cuyos momentos climáticos son la Revolución mexicana, la creación del Partido Revolucionario y la constitución del Partido Revolucionario Institucional. Los contradiscursos de los jóvenes señalaron como respuesta un corte, una fisura: huelgas ferrocarrileras-movimiento estudiantil. Dentro de esta interpretación enfrentada de la historia contemporánea de México, la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas es para el gobiemo la puesta en orden, el encarrilamiento hacia esa continuidad institucional, mientras que para quienes participaron en el 68 es la demostración del autoritarismo y la sordera del partido que gobernó durante varias décadas el país.
Quiero aclarar que la descripción anterior solo se refiere al corpus documental de 1968, ya que inmediatamente después se producen cambios en la retórica del poder. Muchos críticos y protagonistas han observado cómo Echeverría, el sucesor de Díaz Ordaz, se valió de algunos recursos discursivos empleados por los estudiantes. También se ha señalado que muchos de los integrantes del Comité Nacional de Huelga fueron devorados por el propio sistema político mexicano. Incluso, años después, algunos protagonistas del movimiento del 68 llegaron a ser parte de la clase dirigente y se autoproclamaron herederos legítimos de las banderas de esa lucha, tal como puede observarse en las compilaciones 20 años de búsqueda. Testimonios desde la izquierda de Eduardo Del Castillo (México, Palabra en vuelo, 1991) y Pensar el 68 de Hermann Bellinghausen (México, Cal y Arena, 1988).
Desde diversos enfoques, en artículos y libros, se ha señalado la tarea de mediatización de los autores del género testimonial, y el tipo y modo de encuadre dado a cada texto. En el prólogo a Biografía de un cimarrón, Miguel Barnet justifica su labor de reescritura por ser lo que permite acercar al testimoniante y al lector. La explicitación de este recurso de mediación no solo se enuncia, sino que se juzga como necesario para la legibilidad y eficacia textual:
En todo el relato se podrá apreciar que hemos tenido que parafrasear mucho de lo que él nos contaba. De haber copiado fielmente los giros de su lenguaje, el libro se habría hecho dificil de comprender y en exceso reiterante. (Biografia de un cimarrón, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979, p. 9)
Rodolfo Walsh cuenta en Operación masacre de qué modo se interesa por el suceso, cómo se informa y reconstruye una historia recluida hasta ese momento en el silencio. Tras un cambio de identidad durante la recopilación de datos, construye un narrador-detective-periodista que se apropia e interpreta los testimonios y los refunde para obtener ese objeto al que pasa a considerar su propia historia:
Esa es la historia que escribo en caliente y de un tirón, para que no me ganen de mano, pero que después se me va arrugando día a día en un bolsillo porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la quiere publicar, y casi ni enterarse. (Operación masacre, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1986, p.12)
Dadas las circunstancias históricas de la Argentina, la actitud de Walsh es la opuesta a la de Poniatowska. La insistencia del narrador, su presencia casi abusiva, conlleva el compromiso mediante la reafirmación del nombre propio. Esto se intensificará años después, en la redacción de su Carta a la Junta Militar, en la que hace explícita su identidad y hasta da su número de documento. Por eso, es interesante observar, en cada caso, las mediaciones y las técnicas de cada testimonio en relación con las circunstancias en las que fue producido.
Por su parte, Oscar Lewis coloca en los términos de un «saber escuchar»/«saber hacer» su labor mediadora. Deposita su confianza y compromete la verdad del testimonio gracias a la eficacia de un aparato de la tecnología moderna: la grabadora. Queda muy claro que es consciente de la inauguración de un tipo de relato y que quien media sabe más, posee el bien de la cultura letrada y hará uso de ese privilegio para acortar las distancias entre las diferentes clases sociales:
La grabadora de cinta utilizada para registrar las historias que aparecen en este libro ha hecho posible iniciar una nueva especie literaria de realismo social. Con ayuda de la grabadora, las personas sin preparación, ineducadas y basta analfabetas pueden hablar de sí mismas y referir sus observaciones y experiencias en una forma sin inhibiciones, espontánea y natural. (Los hijos de Sánchez, México, Grijalbo, 1982)
Los tres autores —y así lo harán también otros— explicitan su trabajo de entrevistas previas y la posterior labor de recorte, selección y montaje para llegar a los resultados finales que se dan a conocer a través de sus respectivos libros. Esta advertencia sobre una profesión que se sitúa en los límites, entre la antropología, la historia, el periodismo y la literatura, hace de cada texto, además de un objeto estético e histórico, también un discurso cruzado por una actitud de autorreflexión sobre el trabajo llevado a cabo. Este gesto confiesa y reafirma públicamente la honestidad y el compromiso ante la palabra ajena, pero también justifica la manipulación del material. Podría hablarse aquí de una dimensión metatextual, ya que a la par que se crea un nuevo corpus genérico, se lo analiza, explicita y evidencia. Desde un texto que puede ser leído como un testimonio intelectual, sobre la propia autoría, se principia el circuito de recepción y reflexión crítica.
Estas declaraciones son énfasis textuales en los que la figura del compilador, del escucha, del periodista o del antropólogo no solo encuentra justificación ante su labor de apropiación, sino que además se autocalifica. Esta suerte de subrayado, que aunque precede al texto en cierta medida lo está reescribiendo por segunda vez, lo enmarca para legalizar la toma y reforma de cada testimonio. Blanquea y naturaliza las licencias que se realizan sobre el discurso ajeno y fundamenta la presencia de una autoridad textual llamada, convencionalmente, «autor». En los tres casos observados, la mediatización entre el relato grabado, la transcripción y el libro es muy fuerte; se revela en la borradura de la firma de cada informante y se sostiene a partir y a través de cada uno de los prólogos.
Dentro del campo cultural latinoamericano, dar la voz a los que no la tienen —una elección deliberada de estos autores— le imprime desde un comienzo una señal ideológia de signo positivo al género, por posibilitar el conocimiento de versiones, etnias y grupos silenciados. En este sentido, las opiniones de Eduardo Galeano y Jean Franco me llevaron a reafirmar la idea de que La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska constituye una ruptura dentro del género testimonial.[2]
No se trata de un testimonio unívoco ni enmarcado y, por lo tanto, no muestra ningún nivel de explicitación. Por el contrario, el gesto de la autora parece ser el de desaparecer, borrarse casi sin dejar huella, o lo que es lo mismo: silenciarse para hacer como si no existiera. Es así que el lector no encuentra declarada sino actuada su labor. Todas las informaciones sobre el trabajo de acopio de información, grabación, toma de notas, recorte, se da por discursos textuales ajenos al propio testimonio. Solo en notas y entrevistas Elena Poniatowska especifica, a pedido de quien le pregunte, los pasos de armado y confección del texto. ¿Cómo puede interpretarse este silencio por parte de la autora?
Diálogo y monólogo: dos recursos narrativos, dos ideologías
Poniatowska no ha participado en los episodios ocurridos en la Plaza de las Tres Culturas, pero su objetivo es reconstruirlos. Por lo tanto, su silencio o las mínimas intervenciones que realiza muestran que privilegia la relación entre experiencia personal y acontecimiento histórico. Esta postura garantiza la disposición de un saber desde un hacer. Son los otros, los testigos, los familiares, los sobrevivientes quienes están autorizados a hablar. Son los cuerpos del protagonista y del testigo los que autorizan a tomar la palabra. La tarea de Poniatowska es la de una escucha y su quehacer entonces es triple: se informa, compone un texto e informa a los otros. El libro surge exclusivamente de la palabra del otro y vuelve al otro. La destreza autoral, inconfesa en el libro, no se da en los términos de un saber que desplace otro saber, de una lengua que deponga a otra, al modo del mago o el traductor, sino en la ejecución de un abanico de técnicas de compaginación editorial.[3]
Aunque interviene fundamentalmente la grabadora, la técnica de operatividad que se impone es manual: recortar, ensamblar, pegar. El original que Poniatowska guarda en su biblioteca es la prueba de este trabajo artesanal: el libro presenta los fragmentos recortados de lo que fueron los testimonios desgrabados, la toma de notas, las noticias y la copia de textos. La materialidad de la forma convencional del libro no permite que sea apreciado su armado mediante el parch-work.
Así como la labor del reconstructor de la información que oficia Walsh, precisamente el narrador, está presente en todo el texto y se exaspera hasta teñir subjetivamente todo el relato, en La noche de Tlatelolco se produce el gesto opuesto: la compiladora-autora se desdibuja hasta el extremo de no aclarar filiaciones con algunos testimoniantes (su hermano Jan, su madre) y no explica tampoco su relación con el acontecimiento, su grado de participación. Cuando su voz se hace presente, el «yo» es únicamente observador, se disuelve en un «nosotros», o directamente se pierde tras la tercera persona. La mayor participación se da a través de la transcripción de una crónica (páginas 166-171) en la que Poniatowska toma posición como periodista ante el manejo perverso de las noticias. Esto confirma que el grado y modo de participación en el testimonio está directamente relacionado con un saber específico y un hacer particular.
Hay un juego de ficcionalización en esta ausencia y, aunque la crónica a varias voces no pone en duda la autenticidad de los testimorios, ese juego coral produce el efecto de un continuo sucederse de una voz a otra. La voz del informante y su nombre se privilegia por sobre el de la autora, y la escritura simula ser una transcripción directa de los distintos testimonios orales. El desdibujamiento de un narrador que, a diferencia de Lewis, prefiere sacar al testimoniante del anonimato cuestiona indirectamente, y no de modo programático, a la institución literaria, específicamente a los sujetos que la producen.
En La noche de Tlatelolco, la técnica del montaje origina un efecto especial sobre el contenido textual. Se trataría no de una neutralización o una apropiación neutralizada de la técnica del collage, sino de una ideologización de la técnica. Frente al monólogo sordo del poder, los estudiantes piden el diálogo público. Este testimonio lleva el deseo a la letra: mediante el recorte, la selección y el montaje, diferentes ciudadanos y ciudadanas parecen tomar la palabra y dialogar. El armado textual sugiere un modo de participación y de opinión pública de los diferentes sectores sociales y generacionales.
Dice Hugo Hiriart sobre las versiones de estos hechos:
Vemos los hechos del 68 solo desde el lado de los estudiantes. ¿Por qué? Porque desde el gobiemo el silencio sigue siendo obstinado: el diálogo que se pedía, y se negó entonces, se sigue negando ahora. Pese a que han pasado ya veinte años, ningún funcionario se decide a hablar. Es como si se tratara de un secreto (ya decía Marx que la esencia de la burocracia es el secreto). Secreto significa poder, pero poder antidemocrático, poder que no persuade ni resulta de un consenso, sino que se ejerce desde arriba, autoritariamente. (Pensar el 68, p. 33).
Carlos Monsiváis coincide:
Los 6 puntos del pliego petitorio (castigo a los responsables de la represión, supresión del artículo 145 bis del Código Penal Federal sobre disolución social, destitución del jefe de la policía, libertad a los presos políticos, indemnizaciones a los familiares de las víctimas y supresión del cuerpo de granaderos) transmiten una voluntad: el principio del diálogo es el reconocimiento oficial de la inexistencia de la democracia en México. (Historia general de México. Tomo II, México, El Colegio de México, 1976, pp. 1501-1502).
La fuerza del testimonio, el planteo plural del mismo, hace que un conjunto determinado de técnicas ejecutadas favorezcan la apropiación del campo de la enunciación y es en el orden de esa ilusión que el compromiso del subtítulo se lleva a cabo. Hay una necesaria corrosión del lugar de quien cede la voz para dar directamente lugar a la voz del otro. La combinación de los testimonios, que no se presentan en bloques monológicos sino alternados, saca cada emisión de la soledad en la que fue producida. El montaje causa la ilusión dialógica. Aquellos personajes que no se encontraron jamás se cruzan por la manipulación que la compiladora ha efectuado de sus declaraciones. Es evidente que para Poniatowska no importa solo argumentar sobre la matanza de Tlatelolco, sino que además es necesario tramar de un modo particular el hecho, porque en los términos de la oposición monólogo/diálogo se juega su posición ante la historia de su país y se define su ideología.
Esta construcción del acontecimiento no se interpreta como mera casualidad o producto del error, sino como matanza. Poniatowska cubre la función del historiador, sin mediación de la tercera persona, y organiza un relato bajo la forma y significación de la tragedia. La particularidad que ofrece es que los personajes no sucumben ante una ley superior como en las obras de Sófocles o Esquilo, sino ante la injusticia social que desata la posición excesiva del poder. Tampoco hay resignación ni, menos aún, aceptación de lo ocurrido. El libro tiene como finalidad modificar varias situaciones de hecho: hacer pública una realidad que el gobierno ha negado a través de los diferentes medios de prensa, reconocer la cantidad de muertos y revelar su identidad, y conseguir la libertad de los presos políticos.
En este contexto, un dato importante es que Luis González de Alba publica en 1969 Los días y las noches, y Eduardo Valle, Raúl Álvarez Garín y José Revueltas dan a conocer desde la cárcel su alegato de defensa, México 68. Tiempo de hablar. Junto con estos textos, la información de La noche de Tlatelolco influye de modo determinante sobre la opinión pública y constituye un elemento de presión y denuncia tanto de las muertes como de la existencia de presos políticos. Las sucesivas reediciones señalan que circuló masivamente en México, que fue leído por amplios y diversos sectores de la sociedad y que se convirtió en un verdadero ejemplo de trabajo ético, fundamentalmente para los estudiantes e intelectuales.
De la coordinación de testimonios se desprende una verdad que se vuelve pública gracias a la disposición de los informantes a hablar y de la compiladora a reunir y combinar todo el material. Este conjunto testimonial supera un posible discurso de queja estudiantil («No nos entienden», «No nos permiten hablar»), consigue la clausura del lugar del no escuchado y produce su propio espacio dialógico.
Los hechos y los testimonios
¿En cuántas secciones se estructura La noche de Tlatelolco? El índice señala dos partes —«Ganar la calle» y «La noche de Tlatelolco»— y una cronología final. Sin embargo, tras la relectura del libro, llego a la conclusión de que esta crónica testimonial se estructura sobre tres cronologías sucesivas: la primera, exclusivamente icónica, se abre con la imagen de tapa; la segunda, que incluye la dedicatoria y los agradecimientos, se organiza con los testimonios recogidos y tramados por Poniatowska, subdivididos a su vez en las dos partes que recoge el índice; y una tercera sección, la más canónica, que es la cronología propiamente dicha.
La construcción de una historia verdadera está doblemente garantizada por la fuerza reveladora de las fotos y el anuncio del subtítulo. La forma del libro no es convencional, ya que comienza con las fotografías, antes de la presentación de la portada. Estas imágenes conforman su propia cronología: la fiesta estudiantil, la participación ciudadana masiva, el contraste entre autoridades (el presidente Gustavo Díaz Ordaz/el rector Javier Barros Sierra), la represión de la policía, las consecuencias del 2 de octubre (heridos, víctimas, búsqueda de familiares, presos políticos, reunión para rezar por los muertos).
A partir de la tapa del libro —armada desde el contraste— la sucesión de fotografías en blanco y negro son el primer registro del duelo. Esta parte se recorta como diferente, como una separata por su misma materialidad: hojas más gruesas, contraste de color inverso al de las páginas escritas, y el gesto de quedarse como al margen de las palabras. Fuera de la numeración de las páginas, desbordan la voz, la superan. A pesar del pie que acompaña a cada una, manifiestan el silencio ante lo incomprensible, ante la muerte, el contraste tensivo de todo el texto y la prueba de que el acontecimiento sí ha ocurrido. Por la falta de nitidez, cuesta distinguir en varias fotos las escenas, mucho más a los protagonistas. Como señala Pierre Bourdieu, este detalle contribuye a reafirmar la veracidad de este testimonio:
Para los fotógrafos de prensa, la buena fotografía de periódico no puede solamente ser el analogon de lo real. Debe tener «algo más» que no se encuentra en él y que no puede sino salir del acto fotográfico. Ese «algo más» es, en primer lugar, la puesta en evidencia de las intenciones del fotógrafo y de las condiciones en que se ha producido la toma. La buena fotografía de prensa debe sorprender, y hacerlo por haber puesto en evidencia la dificultad de la sorpresa. Ella encierra también esta comprobación satisfecha: un dibujo no lo habría hecho mejor. No solamente la fotografia del acontecimiento puede aceptar lo borroso o desenfocado, sino que eso constituye su calidad dominante. Mediante ese efecto borroso, «movido», se persuade al espectador de que la imagen muestra con corrección el acontecimiento mismo y que ha sido tomada en el instante preciso en que se producía, de manera mecánica y, para decirlo de una vez, objetiva. (Pierre Bourdieu: La fotografía. Un arte intermedio, México, Nueva imagen, 1979, pp. 206-207)
Esta antesala de la palabra resta toda posibilidad de pensar La noche de Tlatelolco solo desde el punto de vista literario. Aunque Poniatowska se vale de recursos reservados para la narrativa, el juego de voces reconfirma una verdad, la vuelve polifónica, le permite desplegarse y crecer. La intervención del ejército y la matanza misma son dos huecos en la linealidad de las imágenes. La ausencia del ojo como medio de registro cede su lugar a otra forma de documento: el relato oral que constituye la entraña misma del libro. Estas pruebas ausentes se tornarán puntos recurrentes en cada una de las siguientes cronologías.
Ante la actitud oficial, muchos textos sobre Tlatelolco y otros episodios de violencia toman la cronología como recurso para construir sus historias. Teniendo en cuenta este aspecto, es significativo que La noche de Tlatelolco potencie este recurso al organizar tres cronologías desde diversos registros y modalidades discursivas: una más periodística, absolutamente icónica y con las aclaraciones al pie típicas de la prensa; otra más cercana al trabajo narrativo, con zonas de ficcionalización, construcción evidente de secuencias y personajes, con manejo de la intriga; y una tercera, más relacionada con el discurso de la historia.
En la segunda parte, el cuerpo central de todo el libro, bimembrado en «Ganar la calle» y «La noche de Tlatelolco», diferentes voces suman su interpretación de los hechos a opiniones, juicios y preguntas que parecen no encontrar respuesta. Obreros, madres de familia, estudiantes, empleadas de tienda, mandaderos, integrantes del Consejo Nacional de Huelga, artistas, niños, padres, representantes de la Iglesia, soldados, escritores y algunas voces anónimas —las menos— descubren la verdadera historia y la recrean desde cada participación.
Tanto en las fotos como en los diferentes testimonios, Elena Poniatowska resalta y pone en discusión a través del armado textual el lugar y el valor de la palabra, quiénes hablan y cuándo lo hacen, la pérdida de credibilidad en el discurso del poder, el enfrentamiento irresoluble entre los hechos y las palabras, la superación del dolor para dar lugar a la producción del testimonio, el contraste entre el ruido y las voces en la cárcel, la complicidad de los que callan. A partir de los mismos testimonios, se da lugar a una zona de reflexión sobre qué decir y cómo decirlo.
Es notable cómo los estudiantes tuvieron siempre presente esto y de qué modo idearon modos de hacerse oír. La decisión de no portar imágenes de los próceres de la Independencia y de la Revolución debió ser modificada ante los sucesivos ataques de la prensa. Frente a un lenguaje estereotipado, los jóvenes importan parte de los mensajes del mayo francés, con las propuestas de Marcuse contra la sociedad opresora. Ante la doble presión de no repetir la retórica del poder y, a su vez, resistir ante las críticas chauvinistas, el movimiento estudiantil realiza la famosa Manifestación del silencio contra la verborrea del poder.
Cada testimonio se inserta desde lo plural. Se resaltan algunos datos sobre quienes testimonian: los nombres propios, las diferencias de clase, rol y sexo. Si gracias a la tarea casi invisible de Poniatowska al lector le resulta dificil distinguir entre los fragmentos de los sucesivos testimonios cuáles han sido o no modificados, dado que la ilusión que se produce es la de una transcripción fiel, las zonas en las que el diálogo gana sobre los monólogos ponen en evidencia que se ha efectuado una transformación sobre el discurrir de la palabra recogida inicialmente.
La fragmentación y la disposición de los microrrelatos, el juego constante con los puntos de vista, el descentramiento y la eliminación deliberada de un narrador único y privilegiado producen un coro que aparenta emerger solo, mediante el entramado de diversas voces e historias. Esta labor femenina de zurcido invisible, con materiales y técnicas ya conocidas, origina un producto literario e histórico nuevo.
En lugar de respetar la linealidad de cada testimonio y de acumularlos sucesivamente, Poniatowska los selecciona, secciona y distribuye por todo el texto. Cada versión estalla en pedazos. El relato personal se desarma y rearticula con los otros relatos. Desde la propia técnica de armado, desde el dialogismo logrado por la eficacia del montaje, se refuta la estrategia del discurso oficial.
En «Ganar la calle», se presentan varias voces que siguen el ritmo secuencial en torno a nudos y catálisis logradas a partir de las reflexiones de los propios personajes o del detenimiento en detalles que sostienen enigmas e intriga. Por lo mismo, el uso de conectores produce la idea de que hay réplicas, enfrentamiento discursivo o, por el contrario, zonas de acuerdo.
En la parte central, las historias particulares de Margarita Nolasco, Diana Salmerón de Contreras, María del Carmen Rodríguez son un modo fascinante de construcción de relatos enmarcados, que van llegando al lector con el ritmo del folletín, como por entregas, y muestran la posibilidad de resolución en diversas instancias: con finales felices, desdichados o abiertos. Esta sección es el cogollo, la entraña misma del libro. Aquí la crónica llega a su clímax y la mayor concentración técnica: se abre con un poema de Rosario Castellanos, seguido de una riquísima combinación de voces de mujeres a las que se suma igualada la de Poniatowska.
No escapa al armado de todo el libro la presencia de textos populares como volantes, carteles, grafitis, y propiamente literarios —algunos firmados y otros anónimos—, así como tampoco el uso de elementos y recursos propios de la literatura. La noche de Tlatelolco es doblemente fundante: da origen a testimonios originales, a sucesivas versiones de un mismo acontecimiento, y a un repertorio sobre secuencias y personajes que se reescribirán a través de todo un corpus literario atravesado por la matanza del 2 de octubre.
Las informaciones y los comentarios que interpretan los sucesos obedecen a una cadena organizada en secuencias que reiteran un mismo significante y en esa reiteración se aglutinan los fragmentos testimoniales: torturas, armamentos, cárcel, preso fresa[4], delación, mortandad de niños, zapatos tirados, batallón Olimpia, helicópteros, búsqueda de ausentes, jóvenes, apoyo de la ciudadanía, enfrentamiento generacional, vestimenta, entre otros. La sucesión temática, este cuidado puesto en la articulación de las historias, pone en evidencia el armado mediante el collage.
Los perfiles de los testigos y los protagonistas esbozan y anticipan la construcción de futuros personajes novelescos. Junto con los testigos se recogen personajes ficticios, surgidos de la imaginación popular. Así ocurre con la «Carta de una madre a su hijo granadero», escrita en la cárcel de mujeres Santa Martha Acatitla, sustentada mediante la ironía que da vía a una voz de madre que reproduce la ideología del sistema. Esta carta «afectuosa y comprensiva» de una mujer a su hijo-represor da cuenta del supuesto de todo otro conjunto de voces de mujeres que se acoplan al discurso autoritario y patriarcal, que soportan y hasta estimulan las desigualdades sociales. Como contrafigura femenina, a través de una canción que lleva el ritmo de «La Adelita», se da a conocer a Tita, la representante de la Facultad de Derecho. Esta figura popular desacraliza la imagen revolucionaria y el papel de la mujer en los acontecimientos históricos.
Los diferentes niveles de creación también se intercalan, y se relativizan tanto las formas como los sujetos de producción literaria y su saber sobre la historia. Los testimonios y los textos literarios también se igualan y la inserción de la literatura no se prioriza ni se subraya dentro de la trama textual.
Saber callar / saber hacer
Lo que es ausencia en las imágenes, lo que se va rodeando con cada relato, explota en la página 196, cuando una sucesión coral de voces ahora sí anónimas, presentadas por su posición respecto al movimiento o a las fuerzas del orden, trae al presente el momento preciso del inicio de la matanza. De este modo, la literatura debe completar también, gracias a la técnica del montaje, aquello que el documento solo escribe en pasado y que el ojo del fotógrafo no pudo o no quiso cubrir. La teatralización, el recurrir a técnicas del diálogo dramático permite acercar lo que amenaza con escaparse de la memoria: una suerte de corifeo griego reactualiza el momento de los disparos y el caos. Poniatowska inscribe el episodio como tragedia. En La noche de Tlatelolco se escenifica el enfrentamiento discursivo entre el Estado y ese hijo que, como Hemón, le reclama su derecho como ciudadano. Todo el testimonio se propone desde una voz fragmentada, despedazada, masificada en miles que, como en eco de la voz de Antígona, parecen repetir: «No nací para compartir el odio sino el amor».
Elena Poniatowska, situada en su presente como lectora crítica de su tiempo y de su país, refuerza sus libros con la diferencia que aporta ser mujer. Desde ese cruce dinámico de rol y género, reitera en cada texto su capacidad de memoria, su conjuro del silencio y su posición de Antígona resuelta a convocar una y otra vez esas otras voces para rendir homenaje a sus muertos. El lugar de la escritora no es en absoluto paternalista: no es una madre ni un padre que deja hablar o que acompaña y presenta en sociedad. El espacio elegido es igualitario y fraterno.
Se sostiene la ausencia de su voz hasta tal punto que se abre en el texto una zona de ambigüedad en relación con su vida personal. La noche de Tlatelolco está dedicado, como muchos de sus libros posteriores, a su hermano Jan. El año de su muerte —1968—, su condición de joven y testimoniante, el relato del regreso después de su entierro hicieron pensar a muchos lectores que Jan había muerto el 2 de octubre, durante la matanza. La escasez de información y el movimiento propio del texto posibilitan el error de lectura. Sin embargo, Elena Poniatowka incluye en La noche de Tlateloco un breve testimonio personal, acompañado por las iniciales «E. P.»: «El día 8 de diciembre que llevamos a enterrar a Jan, mi madre, al salir, miró por la ventanilla del coche en ese lento viaje de regreso que ya no llevaba a ninguna parte y vio un helicóptero en el cielo —todos lo oímos» (p. 272). Poniatowska desarticula además el equívoco durante una entrevista posterior, cuando cuenta cómo murió su hermano Jan: «El 68 me cambió mucho, y además coincidió con la muerte de mi hermano Jan, que no murió por el movimiento estudiantil sino hasta el 8 de diciembre en un accidente automovilístico».[5]
La brevedad de la historia de su hermano y el equívoco no hacen más que reafirmar que ella ha tachado una zona de sí para cederla a los otros, aunque no desde el anonimato como pretendió Lewis; tampoco exaltando una tarea de corrección cercana a la traducción, como se propuso Barnet, ni con un sujeto central que devorara el relato de los hechos, como ocurre con Walsh. Se trata, en este caso, de dejar el «yo» individual, exclusivo, para dar lugar a un «nosotros» solidario, fraternal, democrático.
NOTAS
[1] Elena Poniatowska: La noche de Tlatelolco, México, Era, 1984.
[2] Eduardo Galeano, «Porfiada fe», en Casa de las Américas, núm. 174, La Habana, mayo-junio de 1989 y Jean Franco, «Si me permiten hablar: la lucha por el poder interpretativo», en Casa de las Américas, núm. 171, La Habana, noviembre-diciembre de 1988.
[3] Me resultó iluminadora esta observación de Benjamin: «El cirujano representa el polo de un orden cuyo polo opuesto ocupa el mago. La actitud del mago, que cura al enfermo imponiéndole las manos, es distinta de la del cirujano que realiza una intervención. El mago mantiene la distancia natural entre él mismo y el paciente. Dicho más exactamente: la aminora solo un poco por virtud de la imposición de sus manos, pero la acrecienta mucho por virtud de su autoridad. El cirujano procede al revés: aminora mucho la distancia para con el paciente al penetrar dentro de él, pero la aumenta solo un poco por la cautela con que sus manos se mueven entre sus órganos. En una palabra: a diferencia del mago (y siempre hay uno en el médico de cabecera) el cirujano renuncia en el instante decisivo a colocarse frente a su enfermo como hombre frente a hombre; más bien se adentra en él operativamente». (Discursos interrumpidos I, Buenos Aires, Taurus, 1992, p. 43).
[4] El término «fresa» forma parte del vocabulario empleado por los jóvenes y aparece en muchos textos literarios mexicanos del sesenta. «Ser fresa» es lo contrario de «estar en onda», es desconocer los códigos de la época. El «preso fresa», por extensión semántica, es aquel que acaba de ingresar al sistema carcelario.
[5] «Los muchachos de entonces», en Nexos, Año XI, vol II, núm. 121, México, enero 1988, p. 101.
Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Ruptura literaria y ruptura histórica: La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska», en Informes para una academia. La crítica de la ruptura en la literatura latinoamericana (comp. Gonzalo Aguilar), Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1996.