Alfonsina Storni en su escritura
Para Alfonsina Storni (1892-1938) la escritura literaria y periodística fue el espacio desde el cual pudo interrogar y revisar su posición como mujer dentro de un país y una ciudad —Buenos Aires— en pleno proceso de modernización, los cambios históricos que tuvieron lugar a partir de los años veinte, las propias contradicciones personales y la relación entre experiencia y producción poética.
Movida unas veces por la pasión y otras por el intelecto, modeló con diferentes registros la palabra y se distanció completamente de lo que pudiera ser una escritura unívoca. A través de sus textos plurales, construyó múltiples versiones de sí misma: voluptuosa, enamorada, angustiada, rebelde, reflexiva, opositora. Pero siempre compleja en todas sus facetas. En una de sus notas confesó que era dueña de muchas bocas y de numerosas sonrisas. Tal vez debamos pensarla desde esa imagen que ella nos brinda: abundante, excesiva, una y varias a la vez.
Con absoluta libertad transitó por los diversos géneros que le ofrecía en ese momento el sistema literario: poesía en verso y en prosa, cuento, novela, cartas y crónicas ficcionales, ensayo, teatro. A todas estas posibilidades ella incorporó el texto periodístico, bajo la forma de artículos y notas breves. Supo seleccionar los moldes apropiados en relación con lo que quería transmitir y con el público al que estaba destinada su producción. Si bien se la conoce preferentemente como poeta y es esa imagen la que se cristaliza en el imaginario social hasta escolarizarse, Alfonsina fue además una brillante argumentadora, tanto que generó polémicas y abrió una brecha dentro del discurso de la época, marcado por la presencia uniforme de escritores e intelectuales masculinos.
Sin duda, puede afirmarse que fue una de las escritoras más leídas y más populares en Argentina entre 1920 y 1940, hecho que la convirtió en la «poetisa» preferida de las recitadoras. Como ninguna, logró expresar de manera representativa el sentir, el batallar de otras mujeres contemporáneas, que se debatían entre ser fieles a los modelos y pautas sociales y transgredirlos desde un nuevo perfil de mujer: la que trabaja, se informa, estudia, se profesionaliza, crea, sale al ruedo con sus comentarios y participa activamente en la escena nacional. Alfonsina fue mucho más que una testigo u observadora de su tiempo: fue en verdad una hacedora, y parte de su hacer se produjo no solo en el terreno docente, su principal sostén económico, sino, sobre todo, a través de la literatura.
En algunos de sus versos deja filtrar su preocupación social, como puede observarse en Canto a Rosario, compuesto por seis poemas y publicado póstumamente en 1947. En ellos exhibe una mirada crítica, muy filosa sobre la desigualdad y los contrastes sociales. Alfonsina escribe la diferencia insalvable que emerge de la modernidad, en una ciudad en pleno desarrollo económico donde conviven los barrios obreros, populares y los lugares selectos. Dice en las estrofas iniciales de «El puerto»:
las rojas chimeneas, y de las bolsas blancas.
harina... trigo... ¡cuánto!... Yo era pobre: miraba.
Pero desde La inquietud del rosal (1916) hasta Mascarilla y trébol (1938), su último libro, en los poemas en verso explora en especial el mundo amoroso, los vaivenes afectivos, las verdades del corazón. Es en los sonetos y en el resto de las composiciones poéticas donde vuelve una y otra vez sobre sus propios sentimientos. Dando rienda suelta a la emoción, desata la complicada trama de sus enredos pasionales y testimonia sobre el vínculo irreemplazable que ella mantiene con la escritura.
Algunos críticos se sorprendieron ante la sinceridad de los primeros poemas, porque era una punzada la reafirmación de «La loba», esos versos desde los que desafiaba, convocando su historia personal:
Extremada siempre, lejos del equilibrio y los términos medios, Alfonsina construye incluso en un mismo libro varios rostros de mujer que oscilan entre la sumisión más absoluta y la indiferencia, o incluso la rebeldía. Irremediablemente (1919) es prueba de esta tensión y en sus páginas puede por instantes renunciar a ser sujeto, borrarse, vaciarse tras la imagen del amado hasta escribir: «Yo seré a tu lado silencio, silencio,/ perfume, perfume, no sabré pensar,/ no tendré palabras, no tendré deseos,/ sólo sabré amar» («Oye»). Y afirmar unas páginas después, entre irónica y provocativa: «Estuve en tu jaula, hombre pequeñito,/ hombre pequeñito que jaula me das,/ digo pequeñito porque no me entiendes,/ ni me entenderás» («Hombre pequeñito»).
En los poemas conviven imágenes contrarias —esas múltiples risas y bocas— que la muestran como una incansable perseguidora de un amor ideal y, por otra parte, como una mujer carnal, que afirma en una de las estrofas de «La caricia perdida», en su libro Languidez (1920): «Pude amar esta noche con piedad infinita,/ pude amar al primero que acertara a llegar./ Nadie llega. Están solos los floridos senderos./ La caricia perdida, rodará... rodará...».
Una mujer que se construye en sus versos como alguien que decide, elige, desea, que libera y hace públicas sus fantasías y se deja llevar por lo que la piel le dicta, proponiendo nuevas pautas. Abandona el rol pasivo, en la eterna espera, al mejor estilo Penélope, para lanzarse a la calle y a los cafés, espacios exclusivos de los varones. Puede incluso atreverse a demandarle al hombre en el poema «Palabras a la virgen moderna», de Ocre (1925): «Dame tu cuerpo bello, joven de sangre pura». Un hombre que, como ella misma detalla, no es moderno en el arte de amar. Ese hombre que se percibe como «la fruta primera», todo un reto si nos situamos en la lógica de aquellos años.
Si en sus poemas es el sentimiento y la palabra vuelta impulso irrefrenable lo que aparece, será en los ensayos y artículos el lugar donde domestique mediante la razón emociones como la rabia, la impotencia, la angustia ante un mundo con una lógica incomprensible. A pocos años de iniciarse como poeta, pasará alternativamente de los versos escritos «casi en trance», en los que pone al desnudo su corazón, a otro tipo de escritura más reflexiva, contenida. Un tipo de escritura que le permite medirse en el terreno intelectual y hacer valer con reflexiones fundamentadas su visión sobre la vida social, política, cultural.
La Alfonsina argumentadora, más polémica, sale a la luz en sus textos periodísticos. A partir de 1919, durante todo ese año, colabora en La Nota. En «Un lápiz vengador» se lee la siguiente afirmación: «Volver a la ingenuidad es poner a la mujer fuera de la lucha moderna, es anularla, es entregarla maniatada a la crueldad de la vida, es lanzar una oveja a un circo de lobos». En «Un libro quemado», asocia «feminismo» con «voz chillona» y no tiene problema en afirmar que las primeras feministas fueron monjas, una de ellas Santa Teresa de Ávila, con quien comparte, según dirá años después en «Desovillando la raíz porteña» (1936), los rasgos caligráficos. Tampoco se priva de decir que las Sagradas Escrituras son antifeministas, porque les han negado a las mujeres pensar con su cabeza y obrar por voluntad propia.
El tono de muchos de estos artículos no es de queja, sino de denuncia. Observadora de su realidad, víctima de muchas discriminaciones por ser madre soltera, por querer igualarse al hombre en independencia, capacidad de elección y libertad, Alfonsina da testimonio de la lucha que libra día a día por conseguir el respeto y el reconocimiento incluso de sus pares. La labor no ha sido fácil, lo que la lleva a confesar en «Cositas sueltas»: «Infinito número de veces me ha estorbado en el ambiente en que me desenvuelvo mi condición de mujer, porque yo he logrado olvidarme, en mi trato frecuente, de que estoy en presencia de hombres, y difícilmente estos han olvidado que soy mujer». En su artículo «Derechos civiles femeninos», ha observado: «Es nuestra hipocresía la que nos destruye, la que destruye a nuestra compañera; es la falsedad entre lo que somos y lo que aparentamos; es la cobardía femenina que no ha aprendido a gritar la verdad por sobre los tejados».
Alfonsina pone el acento en situaciones y detalles que hacen a la escena cultural y que son representativos de un modo de vivir y distribuir los roles sociales. Aguda, desmantela los lugares comunes, corroe los estereotipos y apuesta a un cambio sustancial. Muchos son los temas que toca, variadísimos. Puede profundizar y leer los significados que se ocultan tras aspectos relativos a la moda para afirmar en «Nosotras... y la piel», publicado en La Nota el 25 de abril de 1919: «La moda, señoras, es un simple y liviano sarpullido, inofensivo las más de las veces». Se atreve también a cuestionar la visión masculina sobre algunas mujeres que participan en la política, interpretar la huelga de las telefonistas, analizar el fenómeno demográfico que sucede a la Gran Guerra y la escasez de maridos, opinar sobre un encuentro deportivo y sembrar dudas sobre el futuro político de algún candidato a la presidencia.
Pero además critica algunas costumbres típicamente «femeninas». En «Diario de una niña inútil» (La Nota, 23 de mayo de 1919) inventa un decálogo que las integrantes de la «Asociación secreta de las niñas inútiles pro defensa de sus intereses» deben respetar. Este «programa completo», que deben aceptar «sus sometidas», le permite parodiar algunas tradiciones sociales seguidas por las mujeres:
Entre las cosas que la enfurecen, la falsedad ocupa el primer lugar. Y aunque cuestiona a la mujer que se vale del feminismo para alcanzar intereses personales, también se declara como una mujer normal y por lo tanto feminista porque, según piensa, el «feminismo es el ejercicio del pensamiento de la mujer, en cualquier campo de la actividad». Parece no dejar margen para las mujeres indecisas, miedosas, estatutarias. El presente, dice Alfonsina, no ofrece alternativa: el único camino es participar, ser activas, conducir hacia delante una verdadera transformación.
Ella predica y lleva a la práctica el postulado de los escritores vanguardistas, solo que con una fuerte marca genérica: ser objetos y a la vez sujetos de la modernidad. Si para muchos otros escritores de la época el acento estaba puesto en la literatura, Alfonsina puso el énfasis en la vida. En medio de la modernización de una ciudad como Buenos Aires, mientras observa el caminar de «las crepusculares», ve que ese nuevo ritual deja en pie antiguas reglas que aseguran que los hombres caminen por una vereda y las mujeres por otra. Ella señala cómo, detrás de la aparente modernidad, de los nuevos sombreros, de un modo inédito de percibir la realidad, la discriminación sigue en pie. El cambio que ella observa, como muestra en las escenas que construye en muchos de sus ensayos, es superficial. Y Alfonsina reclama todo el tiempo un cambio de raíz, profundo.
Opuesta al espíritu de casamenteras y solteronas, nunca se mostró devota del matrimonio y se sumó a quienes defendían el divorcio vincular. Pero también llegó a expresar su ideal de unión al manifestar en su artículo «Sobre el matrimonio»: «Concibo el matrimonio como una alta institución del espíritu, cuyo único vínculo positivo es el fino amor, el hondo amor, el respeto profundo, la tolerancia delicada. Pero a mi alrededor he visto siempre pobres casos, tristes negocios, incomprensión, ignorancia». Mordaz, no duda en afirmar, al referirse a nuestro país: «Feliz o infeliz, la pareja matrimonial debe soportarse lo mejor que pueda, o aborrecerse lo mejor que pueda, también».
Es sumamente perspicaz cuando, a la hora de reflexionar sobre la gran proporción de maestras solteras, concluye que hay cuatro factores que las conducen a no casarse: el económico, que las vuelve más independientes; el intelectual, que hace que en iguales condiciones la mujer supere al hombre; la vanidad social y el punto de vista moral, porque el magisterio les permite canalizar su maternidad.
Alfonsina fue una fina analista, una sutil lectora que reparó en datos obvios pero ignorados, que se informó e investigó antes de escribir muchos de sus ensayos y artículos periodísticos. Recurría a los libros, a la historia y, adelantándose a lo que sería una práctica recurrente con posterioridad a los años sesenta, realizaba entrevistas para proveerse del material informativo que le permitiera escribir sus notas.
Cuestiones tan puntuales como la belleza caen también bajo su mira. En «La mujer bella», breve ensayo publicado en Nuestra revista (octubre de 1923), reflexiona acerca del lugar que ha ocupado en la sociedad el culto a la belleza femenina y prevé que la humanidad está siendo protagonista de una crisis de los valores establecidos. Observa que «la belleza corporal pura puede atraer un momento pero [que] falta la fuerza instintiva que retenga y fije esa atracción». Preanuncia que la mujer espiritual está desplazando a la mujer que se impone por su atracción física. Alfonsina, que si de algo se quejaba era de ser fea, apuesta en este texto no a la belleza del cuerpo, sino a la «belleza del alma».
Tanto en sus poemas como en algunos de sus artículos se muestra como una idealista, y el amor es un punto central en la concepción que tiene de las relaciones humanas. Hacia 1920 colabora con un artículo en Insurrexit, revista que está a cargo de uno de los sectores de la izquierda universitaria que se define como «comunista y antiparlamentario». A poco de la finalización de la Gran Guerra, señala que el mundo se encuentra «en el centro de una encrucijada», porque la humanidad lucha entre «la influencia de un pasado tremendo y la incertidumbre de un porvenir también tremendo». Las únicas salidas son, según ella, el amor y la elevación del espíritu mediante el arte, únicos caminos para ponerle coto a la brutalidad. Su propuesta es la de dar «la suavidad exquisita de la belleza», generar las condiciones para mejorar la vida misma desde su costado económico y «acercar a todos los hombres a los goces superiores de la vida».
Como ejerció el magisterio con real vocación docente y fue fiel a los ideales sarmientinos, apostó también a la literatura didáctica, lo que la llevó a escribir varias obras teatrales para niños. Desde 1922 hasta su muerte, representó en el Teatro Infantil Lavardén muchas de sus piezas, en las que le ofrece al público infantil su visión del mundo y lo lleva a reflexionar sobre cuestiones que, evidentemente, le preocupaban: la libertad, la discriminación, la posibilidad de elegir, las costumbres que se repiten de manera mimética.
Por ejemplo, en una de ellas, Jorge, el protagonista, sostiene un diálogo con la Conciencia, en el que le confiesa temeroso que se ha cosido un botón y que por eso cree que ha realizado un acto heroico. Le pide, casi avergonzado, que no se lo cuente a nadie para que no se burlen de él. ¿Qué pensará la gente si se entera de que un niño, un varoncito, se ha cosido un botón? Conciencia, el alter ego de Alfonsina, le responde: «Bravo, bravo, Jorge; has vencido un prejuicio; sí, tienes razón, eres un pequeño héroe...».
Aunque en Mascarilla y trébol puso en la página una escritura experimental bajo la matriz personal de los antisonetos, dictados por el archivo desatado del inconsciente, es tal vez en sus pequeños y precisos poemas en prosa donde Alfonsina Storni se acerca más a una escritura novedosa, anticanónica, despojada a la vez de las poéticas tardorromántica y modernista. Como una fotógrafa, como una directora de cine, ensaya mínimos fragmentos de escritura en torno a pequeñas escenas, en los que la imagen sonora es desplazada por el ojo que observa. De esta fuerza innovadora surgen sus Poemas de amor, traducidos de inmediato al italiano por Folco Testena, los Poemas breves, Kodac, Diario de un viaje, Diario de una ignorante y Carnet de ventanilla.
Excepto Poemas de amor, publicado como libro en 1926, los restantes títulos aparecieron entre 1919 y 1938 en las revistas semanales La Nota, Atlántida, Caras y Caretas, La Vida de hoy y en el diario La Nación. En todos ellos, la fragmentación se impone. La imagen es breve, instantánea, rápida, concentrada casi como el haiku en torno a un núcleo. Hoy algunos podrían incluirse en el amplio segmento de los microrrelatos; varios, incluso, resultan muy cercanos a los microtextos que giran en torno a cuestiones metafísicas. Por otro lado, en Diario de un viaje y Carnet de ventanilla, Alfonsina combina de manera eficaz y moderna la prosa poética con la forma económica del diario personal y las notas de viaje. El corte con lo que fueron las líneas fundamentales de las poéticas de escritura del siglo XIX es evidente, está en primer plano.
En «Algunas palabras», pinceladas con una idea central, tan direccionales como flechas, expresa: «Me molesta ser mujer, porque por altura moral he perdido todas sus defensas y luego todos sus martirios. Luego, de tal manera las mujeres han hecho de la hipocresía un medio de vida, que ellas parecen las normales y yo la dislocada». Y en otro poema en prosa, detrás de un rasgo de su personalidad, se lee un esbozo de teorización sobre el lenguaje: «Yo me avergüenzo de todo. Hasta de pensar. Porque mi pensamiento me parece una osadía frente a lo Desconocido, y porque la palabra, frecuentemente, sólo es un medio de confundir y complicar más la vida».
Creo que no es osado asegurar que las palabras fueron para Alfonsina actos y que, cuando describía su deseo de un cambio, ella misma lo estaba produciendo. Indiscutiblemente fue una pionera y es difícil comprender por qué el mito tapó en el imaginario social la fuerza de su escritura, su enorme capacidad argumentadora, su visionaria actitud ante el derrotero no solo de la Argentina sino del mundo.
Nuria Amat sostiene que existen dos clases de escritores y para saber a qué grupo pertenece cada uno los acorrala con la siguiente pregunta: ¿A qué renunciaría si tuviera que escoger entre dejar de leer o dejar de escribir? Es público que Alfonsina escribía mucho más de lo que leía y que, puesta a elegir, hubiera preferido renunciar a la lectura de más de un libro ajeno para acceder a una página en blanco sobre la cual volcar lo que se le cruzaba por la cabeza. Es casi imposible imaginar a una Alfonsina silenciosa, muda, porque la escritura fue su laboratorio y su plataforma de experimentación.
Para conocer a Alfonsina, para acercarse un poco más a esta prolífica y sorprendente escritora, hay que poner entre paréntesis el mito, olvidar las imágenes cristalizadas de películas, leyendas y canciones populares, y volver a sus textos; sumergirse y confrontar las diferentes imágenes que surgen de tantas páginas producidas de manera visceral, con el cuerpo entero, comprometido.
Solo cerca de sus palabras y de sus pensamientos, que Alfonsina misma enmascaró bajo diversas formas —poemas, relatos, novela, artículos, ensayos, obras teatrales—, habremos estrechado un poco la gran distancia que, en la actualidad, a tantos años incluso de su muerte, nos sigue separando de ella.
Ensayo leído durante la presentación del libro La otra Alfonsina (Buenos Aires, Aguilar, 2002) en la Feria del Libro de Mendoza, el 15 de septiembre de 2004; publicado posteriormente en la revista Brújula, Año 1, núm. 2, Cali, julio-diciembre de 2004.