Álvaro Cepeda Samudio




Frente a la hiperproducción y a la escritura en serie de muchos e importantes narradores latinoamericanos contemporáneos, la actitud de Juan Rulfo, José Bianco o María Luisa Bombal, entre unos pocos más, recuerda que el valor literario no está dado, obviamente, por la cantidad de libros publicados. La obra de estos escritores ha sido exigua, pero vital para la constitución del género. A este segundo grupo pertenece, sin dudas, el colombiano Álvaro Cepeda Samudio, autor de muchas colaboraciones periodísticas y de solo tres brillantes libros: Todos estábamos a la espera, La casa grande y Los cuentos de Juana.[1]

Nacido en Barranquilla el 30 de marzo de 1926, vivió sus escasos cuarenta y seis años con intensidad y hasta alocadamente, tal como testimonian quienes tuvieron oportunidad de conocerlo. Tras una lucha feroz con una súbita y cruel enfermedad pulmonar, murió el 12 de octubre de 1972 en el Memorial Hospital de Nueva York. Fue en esta ciudad donde residió entre 1949 y 1951, mientras se formaba como periodista en las universidades de Michigan State y Columbia, y donde escribió la mayor parte de los cuentos de Todos estábamos a la espera. El libro, que tuvo una extraordinaria recepción, fue publicado en 1954 por la editorial Arte de Barranquilla. Ya desde su materialidad y formato, se impuso como una promesa: estaba prologado por Germán Vargas e ilustrado por Cecilia Porras, que dibujó en su mayoría retratos del autor en relación con los argumentos de los relatos. Juan B. Fernández Renowitzky, en El Heraldo de Barranquilla, y Gabriel García Márquez, en El Espectador, lo calificaron como el mejor libro de cuentos colombiano escrito hasta ese momento. Muchos escritores y críticos vieron en ellos un homenaje a las técnicas narrativas de Hemingway y Dos Passos.

Varios de estos singulares cuentos —precedidos por epígrafes de Saroyan, James Joyce, William Faulkner y Truman Capote— se proponen desde la ficción como autobiográficos, a partir de un interesante y original uso de la primera persona. Es el caso de «Hoy decidí vestirme de payaso», «Todos estábamos a la espera», «El piano blanco» —construido como la confesión de un recuerdo inmediato—, o «Hay que buscar a Regina». Otros resultan más novedosos para lo que la literatura colombiana de entonces —y aun para la producción latinoamericana en general— ofrecía al lector. Es el caso de «Vamos a matar a los gaticos», en el que Cepeda Samudio elimina directamente la voz del narrador y la sustituye por un diálogo muy concentrado, que preanuncia una de las técnicas que utilizaría posteriormente en su única novela, La casa grande. Lo mismo ocurre en «Tap-room», que impacta por su desarrollo narrativo intermitente y en el que aparece la figura central de una muñeca, objeto que retomará en Los cuentos de Juana. Leyendo sus tres libros, da la impresión de que el uso de ciertos recursos no se agota en un solo relato y que necesitó potenciar algunas de sus experimentaciones una y otra vez, para darle a sus juegos literarios diferentes alcances narrativos.


 

Un hombre de tiempo completo

A Cepeda Samudio no solo le importaba escribir, sino que además le atraían las empresas colectivas y filántrópicas: fundar diarios y cineclubs, echar a andar revistas, producir sus propias películas. Mientras vivía a pleno y con el pie en el acelerador —haciendo chistes, tomando tragos, trasnochándose y bailando cumbias— fue periodista, cronista deportivo, narrador, actor y guionista cinematográfico. Ya en el Colegio Americano, cuando parecía destacarse por sus condiciones como jugador de basket-ball, atrajo la atención de la comunidad educativa cuando impulsó la famosa publicación escolar Ensayos, que llevaba el subtítulo Atalaya de la nueva juventud. Se trataba de una revista de unas pocas páginas, escrita a máquina y reproducida con papel carbónico. Llegaron a salir doce números mientras su ideólogo y director cursaba el quinto año del bachillerato durante 1942. Este joven estudiante asistía por la mañana al colegio y por las noches trabajaba en el diario El Nacional. Como testimoniaría años después el músico y escritor costeño Alfredo Gómez Zurek, «Álvaro comenzó desde los bancos de la escuela a promover cultura: fundó revistas, organizó grupos de teatro, aglutinó en torno suyo a sus mejores condiscípulos para leer y comentar cosas que entonces resultaban exóticas». Porque mientras el realismo y el costumbrismo todavía seguían siendo los modelos de los escritores colombianos, Álvaro Cepeda Samudio leía a los norteamericanos y procesaba la renovación de las técnicas narrativas que impulsaría en sus relatos.

Su vínculo con el periodismo se desarrolló casi sin interrupciones. Fue colaborador de El Heraldo a través de la columna «Brújula de la cultura», publicada regularmente desde agosto de 1951. En ese mismo diario, y por aquellos mismos años, su amigo Gabriel García Márquez empezó a trabajar como titulador y encargado de los cables internacionales, de los que surgió su columna diaria «La Jirafa». Álvaro Cepeda Samudio fundó en 1961 el Diario del Caribe, del cual fue director hasta 1972. Desde sus páginas dio vida al personaje Don Custodio Bermúdez, perteneciente al barrio Abajo, máscara tras la cual se escondió para presentar su mirada crítica sobre algunas cuestiones de la realidad nacional, haciendo uso de una voz popular con el fin de provocar polémicas, choques de opiniones.

Perteneció al mentado Grupo de Barranquilla, comandado por don Ramón Vinyes, el «sabio catalán» de Cien años de soledad, y José Félix Fuenmayor. Del mismo también participaron Germán Vargas, Alejandro Obregón, Gabriel García Márquez, Adalberto Reyes, Bernardo Rest, Álvaro Medina. El grupo comenzaba sus reuniones en la Librería Mundo y, cuando esta cerraba sus puertas a eso de las seis de la tarde, todos pasaban al café Colombia. Crónica, que incluía notas deportivas, reportajes, cuentos de escritores importantes como Felisberto Hernández, James Joyce o Julio Cortázar, nació ante la necesidad del grupo de tener un medio para publicar sus ideas y sus textos. 

 

De la historia a la imaginación

La casa grande fue publicada en 1962 en Bogotá por Ediciones Mito, a cargo del singular poeta Jorge Gaitán Durán. Se lanzaron mil ejemplares numerados y veintinueve marcados con las letras de la A a la Z, repartidos fuera de los comercios. La novela retoma la huelga de los peones bananeros en la costa ocurrida en 1928, cuyo final fue una feroz represión a cargo del ejército. Cuando ocurrieron estos sucesos, Cepeda Samudio tenía solo cuatro años y vivía frente a la estación del ferrocarril donde tuvo lugar la masacre. Pero tras la distancia y los libros leídos, su autor transforma los hechos al construir una sintética y despojada narración en la que los puntos de vista y el cambio en la focalización de los diversos personajes son fundamentales. La novela sostiene la dramaticidad sin el tono violento de la noticia periodística, y de la masacre solo deja en escena a un muerto, sin que los uniformes de los soldados se salpiquen de sangre.     

Álvaro Cepeda Samudio pensaba que el cuento es «esa singular forma de literatura cuya característica primordial es la síntesis de una situación o de un personaje» y que fueron los lectores norteamericanos, caracterizados por su avidez y curiosidad, quienes ante la necesidad de emocionarse y enterarse en el menor tiempo posible dieron origen a la narración breve, corta-corta. Formado en esta escuela, con las destrezas evidentes del buen periodismo, trasladó esta estética a todos sus textos literarios. Para él los procedimientos narrativos eran tan importantes como el tema, por eso experimentó en sus tres libros con el monólogo, los diálogos rápidos, la autorreferencialidad, la narración más despojada. Alfonso Fuenmayor se encargó de decir que para su amigo la técnica representaba lo mismo que la brújula para el caminante: era un útil compañero de viaje.

La casa grande, dedicada al pintor Álvaro Obregón, está organizada en diez capítulos en los que son fundamentales los diálogos, frente a una minimización de la presencia del narrador, que aparece incluso neutralizado por las voces de los personajes y el constante juego con los puntos de vista y la alternancia de los primeros planos. Más cercano al ritmo cinematográfico, Cepeda Samudio construye relatos muy condensados, brevísimos. La fragmentación, sin una voz única que integre y repare los cortes y saltos, es uno de los rasgos más fuertes de su narrativa. La casa grande es una especie de rompecabezas del que deliberadamente faltan partes. Basada en monólogos, diálogos y fragmentos de recuerdos, esta novela crea el verosímil de un discurso que se evidencia como producto de la memoria, de ahí que se muestre quebrado, con ausencias, incompleto. Sin embargo, para el lector no se ponen en entredicho los alcances ni la comprensión de la historia. A diferencia de Todos estábamos a la espera, fue mal leída por la crítica de entonces, hasta tal punto que trascendió, en realidad, por la versión teatral Los Soldados de Carlos José Reyes, realizada sobre el primer capítulo.

Los cuentos de Juana (1972) está precedido por «The road of excess leads to the palace of wisdom», texto en el que Cepeda Samudio simula una conversación con Álvaro Obregón y cuyos temas centrales son la amistad, la pintura, la literatura y la posibilidad de hacer una obra a dos manos, bajo los códigos de ambos artistas. El tono de este manifiesto es provocador y marca una intención de ruptura: «Vamos a ver si ahora, usando otros símbolos, más elementales y aparentemente más manoseados, van a oír la gran verdad de Obregón que vamos a gritar a coro, coro ensordecedor, coro costeño, coro de hombres y no de mariconcitos con pantaloncitos ajustados a entecas nalguitas bogotanas». De la misma manera, arremete contra los críticos, a los que describe como «parásitos que viven de parásitos».

Mezcla de obra de teatro, guion, libro de cuentos y novela breve, Los cuentos de Juana gira en torno a su protagonista y se mueve pendularmente entre las descripciones casi costumbristas y las imágenes fantásticas, hechas con el cruce surrealista de objetos que no están destinados a establecer relación alguna. Y no solo se convoca la figura de Obregón, sino que también aparecen Gabriel García Márquez y el mexicano Juan García Ponce, a quien Cepeda Samudio admira.

En 1977 el Instituto Colombiano de Cultura publica la Antología realizada por Daniel Samper Pizano, quien afirma en su prólogo que Álvaro Cepeda Samudio supo asimilar las influencias de la vanguardia norteamericana de posguerra —Doctorow, Bellow, Mailer, Talese y Wolf— para enriquecerlas con su propias observaciones en los bares y en las universidades del noreste americano. Su originalidad radicó en traducirlas en un estilo limpio, fluido y propio. Como los grandes escritores, supo nutrirse de su entorno y de los libros para trascenderlos y crear historias universales, en las que los personajes, más que caribeños, son hombres y mujeres que podrían pertenecer a cualquier lugar del mundo.

 


NOTAS

[1] Álvaro Cepeda Samudio: Todos estábamos a la espera, Bogotá, El Áncora Editores, 1993; La casa grande, Bogotá, El Áncora Editores, 1990; Los cuentos de Juana, Bogotá, El Áncora Editores, 1995.

 

 

 


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