Luisa Valenzuela: Entrecruzamientos
En sintonía con ese texto emblemático del segundo tomo de Último round (1969) de Julio Cortázar, a estas alturas ya sabemos que Luisa Valenzuela sabe «abrir la puerta para ir a jugar», con la intención de explorar el mundo, que suele ser más amplio que la casa donde uno habita. Y cuando escribe —la prueba de lo que digo es cada uno de sus libros— pone en evidencia, y hasta explicita, que juega a crear frases, imágenes, personajes, historias con el lenguaje. La narrativa y los ensayos de Luisa Valenzuela son impensables sin el trabajo minucioso que ella hace con la lengua, planteado siempre de manera juguetona, antisolemne. Ese quitarse la corbata a la hora de escribir del que hablaba Cortázar.
En Entrecruzamientos también hay juego, un juego a partir de la obra de dos escritores, dos de sus más entrañables amigos. Desde la primera «casilla», como ella llama a cada capítulo, las reglas son bien claras: en este «libro de citas», no se propone un análisis crítico de textos, sino «un fisgoneo por las cavernas de la imaginación en cada uno de estos dos grandes escritores, tan dispares y a la vez con tantos puntos de encuentro». El juego en el que se sustenta este libro apunta como un péndulo a uno y otro lado, a la comparación, a las coincidencias azarosas. Es todo eso y también es algo más: la escritura de la multiplicidad, donde, como mínimo, el número que se impone no es el 2 sino el 3, a partir del triángulo Cortázar-Fuentes-Valenzuela. Lo que quiero decir es que este libro no podría haber sido escrito por cualquier lector devoto, conocedor de ambos autores. Con eso no basta. No alcanza con leerlos a ambos minuciosamente tal como ha hecho Luisa Valenzuela. Este libro, que me despierta desde la primera «casilla» hasta la última admiración y envidia, solo podía escribirlo ella. No existe sin su recuerdo, sin la amistad que los ha unido a los tres, sin las experiencias compartidas y los muchos diálogos que han tenido.
Lee con absoluta complicidad, con pasión. No es en ningún momento una fría observadora. Muestra su admiración como lectora y escritora y acorta las distancias logrando que el agua y el aceite se junten. En su recorrido, le recuerda al lector que leer es deponer las propias expectativas, las afirmaciones y negaciones a priori, las exigencias, los presupuestos, para dejarse llevar por aquello que cada texto ofrece. Esta actitud facilita el encuentro de sorpresas, el descubrimiento de coincidencias impensadas y permite develar zonas ocultas, escondidas y hasta secretas. Ella misma define en varias partes de este libro su modo de leer, que va en búsqueda de «inesperadas simetrías». Dice: «Lo nuestro no será un tablero de cuadros negros y blancos o una sucesión de casillas o escaques como en el juego de la oca, sino más bien un laberinto espiralado, de esos que no están hechos para perderse sino para encontrar».
¿Qué lee Luisa Valenzuela en Fuentes y en Cortázar? En primer lugar, lee sus obras porque, como ella afirma, «conocer, a un escritor, se lo conoce en su imaginación, en su fantasía, en los sueños y desvelos que vamos poco a poco descifrando en las páginas de sus libros». Algunos puntos, ciertos detalles —el doble; la presencia del elemento fantástico; la pertenencia de Fuentes a México y de Cortázar a Buenos Aires, aun viviendo en otras ciudades del mundo— nos resultan conocidos y fueron señalados en varias oportunidades por los críticos y los propios autores, pero, además, agrega muchos aspectos poco transitados, menos visibles. Y no se limita a la producción de ambos escritores, sino que aprovecha a su favor, movida por ese impulso voraz de lectura, datos biográficos y autorreferenciales que entreteje como si se tratara de una textura homogénea: todos los hilos suman a la hora de dar vida a los entrecruzamientos.
Por ejemplo, un pasaje revelador tiene lugar en la casilla «E», dedicada a la hermana de Cortázar y a la de Fuentes (ambas los sobrevivieron). Luisa Valenzuela enfoca este punto desde la historia personal de ambos, haciendo un contrapunteo, y suma además el ensayo «La hermana de Shakespeare» de Virginia Woolf y la carta que Victoria Ocampo —también convocada en calidad no solo de directora de la revista Sur sino como hermana de Silvina Ocampo— le escribió a la autora de Un cuarto propio, llevada por un impulso, tras leer su ensayo. Este movimiento asociativo, de hiladora, es constante en todo el libro.
Los cruces van saltando de la vida a la obra, de los libros a las respectivas biografías, sin dejar afuera la formación y estudios de cada uno, sus concepciones sobre la literatura (en especial, Cortázar y sus opiniones sobre el cuento; Fuentes y su amor por la novela), las lecturas compartidas (entre otros, Nietzsche y la noción del eterno retorno), sus referentes intelectuales, sus maestros (Vicente Fatone, en el caso de Cortázar; Alfonso Reyes, en el de Fuentes), la historia, la política, la filosofía. Los vínculos afectivos, el amor, las mujeres. Y aparece también entretejida la relación que unió a Fuentes con Cortázar y a Valenzuela con ambos. Estas páginas se matizan con anécdotas de todo calibre; algunas son graciosas, como la de Fuentes cuando visita a Cortázar por primera vez y lo ve tan joven que le dice: «Pibe, quiero ver a tu papá», y Julio le responde: «Soy yo».
Luisa Valenzuela descubre elementos itinerantes entre una y otra obra: trenes, sueños, balcones, puentes, cristales, caracoles, gatos, caballos, dobles, fantasmas, monstruos, vampiros, libros… Asume la escritura de este ensayo como una aventura, una aventura que se apoya en una lectura muy atenta, que enfoca particularmente los detalles, y en una exhaustiva investigación. Y cuando digo «lectura», en realidad debería decir «relectura». No es un dato menor: en la relectura —segunda, tercera, cuarta lectura de un libro— el lector tiene más chance de ver, de pescar el detalle, de construir series, de establecer vínculos con otros textos. Luisa Valenzuela lee y relee —así lo dice ella— como una cazadora, con «gula y fascinación».
El vacío, la falta, la ausencia, lo imposible también tienen lugar en estas páginas: aquello que se vivió, pero de lo que no hay testimonio escrito y ya no puede recuperarse. En este sentido, Luisa Valenzuela lamenta no haber llevado un diario de los «temas importantes», lamenta haber perdido libros autografiados y algunas cartas de uno u otro autor debido a los viajes y las mudanzas, lamenta no haber conversado con algunas personas sobre algunos puntos precisos, lamenta no haberle enviado a Julio ese libro que compró para ella pero en realidad era para él. En este sentido, no me parece casual que hacia los últimos capítulos transcriba el diálogo que sostuvo con Carlos Fuentes en el año 1983 en Manhattan, hasta ahora inédito, y que en el capítulo siguiente cree un par de «Conversaciones imaginarias con Julio Cortázar» a través de dos cartas, una escrita en abril de 1983, desde Nueva York, un día de lluvia, en la que le cuenta su deseo de encontrarse con él, que está en París, viajando en el subte A o a través de la Galería Güemes. La otra carta está fechada el 12 de febrero de 2004, cuando se cumplen veinte años de su muerte, y es leída en México, durante un homenaje al autor de Rayuela. En esta última vuelve un dato que se reitera por lo menos dos veces más en estas páginas: el libro que Julio sueña, Perfecta geometría. Sabemos que varios relatos de Cortázar tienen su origen en un sueño, entre ellos «Casa tomada». En ese sueño tan especial, al final de su vida, el editor le entrega ya impreso el libro, un libro que a Cortázar le parece perfecto, un libro que no está hecho con palabras sino con figuras geométricas.
En un movimiento circular, vuelvo al ensayo que cité al principio, «/que sepa abrir la puerta para ir a jugar», en el cual Julio Cortázar señalaba que «nuestro subdesarrollo nos impone la peor de las vedas, la parálisis de la escritura». Lo decía en relación con la escritura de relatos eróticos, pensando en la represión que ejercían sobre sí mismos los escritores latinoamericanos a la hora de usar determinadas palabras, pero podemos extender esta idea a la escritura en general. Siguiendo esa marca trazada por Cortázar, se puede leer Entrecruzamientos como la escritura de una lectura en constante movimiento, ágil, asociativa, libre, sin represiones y con el plus de la marca subjetiva de su autora. Me pregunto si leer y escribir son acaso otra cosa.
Texto leído en la presentación del libro Entrecruzamientos de Luisa Valenzuela (Buenos Aires, Alfaguara, 2014), Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, miércoles 19 de noviembre de 2014. Disponible en YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=DdQzd7R_OOI