Alfonsina Storni: entre el cerebro y la pasión
En 1925, la revista Caras y Caretas publica una crónica sobre Alfonsina Storni, mujer inquietante y excepcional para la sociedad argentina de entonces, y la ilustra con tres fotos. En una de las imágenes se la ve «contemplando la ciudad a través de una bonita ventana». En otra, la irrupción de la luz inunda el contorno de «su fina silueta, destacada en la puerta ojival de su chalet», y borra los rasgos de su rostro. La tercera imagen la muestra revolviendo con una cuchara una olla, con el cuerpo inclinado hacia las hornallas de la cocina. Al pie se observa que «la exquisita poetisa no desdeña los quehaceres domésticos, siendo una excelente cocinera». La nota borra la fuerza transgresora de su personalidad: «Una poetisa como Alfonsina vive su vida como cualquiera».
Alfonsina tiene, en ese momento, treinta y dos años, pero su cabellera luce «gris antes de tiempo». Le ha ganado una batalla al mundo. Ha peleado «como un hombre» para lograr una posición digna. Sin embargo, reafirma con energía y permanentemente que es mujer, como lo muestran la mayor parte de sus versos y sus intervenciones públicas. No se ha disfrazado para triunfar. Pero desconcierta, y muchos testimonios la presentan desde la dualidad, incluso así se impone en el recuerdo de su hijo: «Mi madre era una mujer luminosa, con un sentido casi masculino de la amistad, pero profundamente femenina».
Alfonsina ha alcanzado la fama: cinco libros de poemas publicados con éxito, una edición en Barcelona, la traducción de algunos poemas al italiano, el Primer Premio Municipal y el Segundo Premio Nacional de Literatura. En 1925 se realiza en Mar del Plata la Primera Fiesta de Poesía en la que lee sus poemas junto a Margarita Abella Caprile, Beatriz Eguía Muñoz y Mari Rega Molina. El público la asedia con fervor y firma en esa sola noche doscientos ejemplares de sus libros. Prácticamente deben rescatarla de la muchedumbre. Muchas personas la reconocen y la saludan al cruzarse con ella por la rambla o en alguna calle de la ciudad.
Desde muy pequeña aprendió a ganarse el pan con el sudor de su frente. Hacia 1927, recuerda que ha vivido todo el tiempo «lanzada a la corriente de la vida, como la mayor parte de las mujeres de las ciudades modernas, a la conquista del diario puchero, añorando siempre la protección del ala masculina, que deserta, porque en la dura lucha por el centavo que caracteriza al siglo, apenas si tiene energías para protegerse a sí mismo...».
Por esos mismos años, la publicidad y las notas de las revistas semanales evidencian la gratuita función que cumplen las mujeres en la organización familiar y en el desempeño de las tediosas labores domésticas. Secciones fijas las circunscriben a la casa, las manualidades, el cuidado de los hijos y el cuerpo femenino. Gina Lombroso de Ferrero, la hija del famoso criminalista italiano, en su libro El alma de una mujer, defiende la posición femenina tradicional y critica la apuesta a la modernidad y al cambio. A la mujer se le consiente progresar e instruirse, pero únicamente dentro de los límites del matrimonio, y secundando al hombre.
Sin embargo, Alfonsina inaugura un nuevo modelo para las jóvenes que la descubren con sorpresa: es madre soltera, lleva una vida familiar atípica, trabaja como maestra y escritora, gana su propio dinero. Muchas mujeres recitan sus versos y se sienten representadas por ella. No tiene un marido que la proteja. No se ha casado ni lo hará jamás. Incluso ve con desconfianza el matrimonio, al que ha puesto en jaque en relatos como «Una crisis», «Carta de una novia», «Diario de una niña inútil», «Carta de una engañada», publicados todos durante 1919 en La Nota, cuando tenía veintisiete años.
Dicen que es viril, casi una viejita a pesar de ser joven, fea, poco atractiva, pequeñita, estridente, inestable, neurasténica. Luis Pozzo Ardizzi se pregunta en un reportaje de 1928 en El Hogar: «¿Quién es esa persona delgada, de escasa estatura, con ojos rasgados y cabellera gris?». Y se responde: «Es un hombre que... ha tenido la desgracia de nacer... mujer...: es Alfonsina Storni». Solo como destino singular su figura, con una trascendencia que va aumentando año tras año, puede no preocupar: «He aquí una mujer ejemplar que, en vez de perder el tiempo en las fiestas sociales, en las filas políticas —como otras— o en el seudofeminismo de la mayoría de las feministas militantes, alterna la literatura con la cátedra y con los quehaceres domésticos».
Nada más alejado de la verdad, pues Alfonsina sería una de las primeras en discutir sobre los derechos civiles de la mujer, se sentaría como una igual en las tertulias intelectuales, muchas de ellas nocturnas, y escandalizaría con sus respuestas y actitudes a más de un conciudadano respetable.
De fabricante de gorras a poetisa
Paulina Martignoni y Alfonso Storni, a fines del siglo XIX, se suman al considerable número de inmigrantes europeos que deciden probar suerte en este país y se instalan, en 1885, en la provincia argentina de San Juan, donde nacen sus dos primeros hijos. En 1889 regresan por un tiempo a la Suiza italiana, y el 29 de mayo de 1892 nace en el pueblo de Sala Capriasca Alfonsina, «la que está lista para combatir». En 1896 vuelven nuevamente a San Juan, donde viven hasta 1900, fecha en que se radican en Rosario.
A los seis años, Alfonsina roba en una tienda El Nene, su primer libro de lectura. Su madre está enferma y, como nadie le responde cuando pide un peso para comprar el texto en el que aprenderá a leer, se las ingenia para sustraérselo al vendedor. Ese objeto inaccesible, que sus padres no le pueden comprar, es uno de los tantos ejemplos de las limitaciones económicas y afectivas que asoman en sus recuerdos, en los que se ve a sí misma creciendo «como un animalito» y «sin vigilancia». Es por esta razón que, a los once años, interrumpe sus estudios para colaborar con su trabajo y aportar algo de dinero a su familia. Ayuda en las tareas de costura que las mujeres realizan en su casa. Su madre se impone como la figura fuerte, rectora del hogar, frente a la inestabilidad emocional y laboral que ofrece el padre.
Si el camino hacia la lectura la lleva a robar, no es mejor su debut como escritora: «A los doce años escribo mi primer verso. Es de noche; mis familiares ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso: a la mañana siguiente tras una contestación mía levantisca unos coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce». Y agrega: «Desde entonces los bolsillos de mi delantal, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan». Hay escenas que se repiten: de muy joven roba los formularios de los telegramas del correo para escribir en ellos sus versos.
Más exitosa parece haber sido su original vinculación con el teatro, al que ingresa por vía materna. Su madre trabajaba como actriz y la llevaba a los ensayos. Significativamente, su primer papel será el de san Juan Evangelista en la compañía de José Cordero. Conoce luego al actor español José Tallaví, que la lleva de gira durante un año por Santa Fe, Córdoba, Mendoza, Santiago del Estero y Tucumán. Pero se aburre de esa vida y decide regresar a su casa.
Al morir su padre, en 1906, entra como aprendiz en una fábrica de gorras. Luego se empleará en diversos comercios hasta que retoma sus estudios en 1909, ya que en Coronda se inaugura la Escuela Normal Mixta de Maestros Rurales y esta ocasión le permite ingresar como estudiante, aunque no ha finalizado su formación primaria. Durante 1910 viaja los fines de semana a Rosario, donde canta y actúa en un «tabladillo de mala muerte dedicado al género chico». En un acto escolar, alguien la reconoce por la voz, y el comentario corre de boca en boca. A pesar de la escena humillante, se recibe de maestra rural en 1910 y, en 1911, inicia su carrera docente en la Escuela Elemental Nº 65 de Rosario. Ese año será decisivo para su futuro pues publica sus primeros poemas en Mundo Rosarino y Monos y Monadas, y se traslada a Buenos Aires, embarazada, donde nace en 1912 Alejandro Storni, su único hijo.
Alfonsina debe luchar siempre para lograr una mediana estabilidad económica y sostener un nivel de vida decente: trabaja como cajera en una farmacia, en tiendas, y como «corresponsal psicológica» en la firma Freixas Hnos., en la que les disputa triunfalmente el puesto a cien varones. Su primer libro, La inquietud del rosal (1916), que escribe «para no morir», va tomando forma por las noches, con el breve tiempo que le queda luego de las tediosas horas de trabajo. Se avergonzará después de este libro, al que excluye de la antología que realiza para la editorial Espasa-Calpe en 1938. La edición original estaba acompañada por un prólogo de Juan Julián Lastra, su primera amistad literaria.
A pesar de que no puede contar más que con su escaso sueldo, en ningún momento se aparta de su objetivo: escribir, leer, acceder a un espacio que debe tironear porque muy pocos la ayudarán a transitar ese camino. Así, desde 1913 sostiene una relación continua con revistas y diarios locales. Colabora en Caras y Caretas, La Nota, El Hogar, Mundo Argentino, La Nación, Nosotros. Se destacará desde sus inicios: en 1917 el Consejo Nacional de Mujeres le otorga el primer premio anual por su poema «Canto a los niños».
Su labor como maestra le permite defender su independencia económica y familiar. A lo largo de su vida, ejerce en diversas instituciones en las que se relaciona con niños, jóvenes y adultos. Recibirá, incluso, en 1917, un nombramiento como Maestra Directora del Colegio Marcos Paz. Fermín Estrella Gutiérrez la recuerda paseándose, hacia 1918, con su guardapolvo blanco, por el Parque Chacabuco, donde funcionaba la Escuela de Niños Débiles.
El Emir Emin Arslan, director de La Nota, que aparece a la venta los viernes, le ofrece a principios de 1919 que se haga cargo de la sección «Feminidades». Así lo hará a partir del 28 de marzo en que Alfonsina les cuenta a sus lectoras los entretelones de la propuesta, para la que se niega a escribir dentro del estilo que asumen otras revistas. No dará consejos útiles sobre la casa o la comida sino sobre lo que ocurre afuera, más allá de las puertas y las ventanas hogareñas porque, como aclara sin pruritos: «La cocina me agrada en mi casa, en los días elegidos, cuando espero a mi novio y yo misma quiero preparar cosas exquisitas». Inaugura la sección con una noticia de actualidad: la huelga que las señoritas telefonistas realizan en defensa de sus derechos.
Semana a semana, Alfonsina va delineando su punto de vista sobre el lugar que debe ocupar la mujer en la sociedad. Aunque asegura: «no creáis, pobre de mí, que yo sea una enemiga declarada del simpático sexo masculino», esgrime el calificativo de «hombre fósil» para hacer referencia a aquellos que exigen que las niñas lo ignoren todo y actúen con disimulo. Propone, para las muchachas que tienen entre dieciocho y veinticinco años, una nueva versión de Caperucita y el Lobo Feroz: enfrentar a los hombres fósiles en medio del bosque y… espantarlos.
Pero la reacción, dentro de la misma revista, surge antes de lo previsto, ya que en abril de ese mismo año Gutiérrez Larreta ironiza sobre los alcances sociales de los comités feministas, a los que describe como conservadores y para nada revolucionarios porque, según su opinión, «para la mujer la acción es ruido» y «la dinámica del feminismo es un ligero rencor, son reproches disfrazados de programa político». La mecha está encendida y se cruzan las espadas entre Alfonsina y Gutiérrez Larreta en un breve pero sabroso duelo argumental.
Las observaciones de «la Storni» son terminantes: «Me atrevería a afirmar que lo llamado feminismo no es más que un fracaso de la aptitud directiva masculina para alcanzar, por medio de las leyes, el equilibrio necesario a la felicidad humana». Gutiérrez Larreta, por su parte, descalifica al feminismo y, en particular, a Alfonsina oficiando como portavoz de gran parte de la sociedad: «una feminista me inspira un sentimiento parecido al que me inspiraría la femme a barbe de cualquier barraca de feria, la sensación de una mujer a la que le sobra y le falta algo a la vez». Y particulariza: «Además sabe usted mucho, hay en el léxico de su feminidad innumerables términos masculinos, ha necesitado usted para defender a la mujer ser un poco hombre».
Es verdad que Alfonsina defiende con uñas y dientes a las mujeres y que esgrime toda suerte de explicaciones para auxiliarlas y ampararse, a su vez, de los ataques que recibe. Pero su posición ante todas las cosas es tan independiente, tan personal, tan libre que no duda en observar públicamente aquello que le desagrada. Por ejemplo, condena abiertamente a las mujeres que se aprovechan del feminismo para obtener un lucimiento, una victoria personal, y hace responsables a las mujeres de la desigualdad que soportan.
A la hora de acusar, no se muestra complaciente con ningún sector social. Se la ve desafiante y muy segura de sus ideas: «Llegará un día en que las mujeres se atrevan a revelar su interior; este día la moral sufrirá un vuelco; las costumbres serán cambiadas». Dentro de este sistema de costumbres, ataca con fuerza la moral cristiana al sostener que las Sagradas Escrituras son antifeministas, ya que le han negado a la mujer la posibilidad de pensar con la cabeza y obrar por propia y exclusiva voluntad.
En junio, la sección donde escribe Alfonsina pasa a llamarse «Vida femenina». Hasta noviembre de 1919 se publican sin interrupción sus jugosas colaboraciones, en las que defiende la igualdad de derechos entre varones y mujeres. Asegura que no basta con darle a la mujer la posibilidad de voto si no se le permite a la vez ser testigo en testamentos, administrar sus propios bienes aunque sea casada, ser tutora de hermanos y sobrinos y ejercer libremente profesiones como la de escribana pública. Apoya los proyectos de ley para la emancipación de la mujer del senador doctor del Valle Iberlucía y del doctor Rogelio Araya.
Alfonsina piensa que el matrimonio es un contrato civil y defiende la existencia de una ley de divorcio que permita avanzar sobre la separación de cuerpos y bienes. Pide leyes justas que protejan a las 714 000 mujeres que trabajan en la República Argentina. No contradice solo a los varones sino, además, a los sectores femeninos de ideología conservadora y, fundamentalmente, a una moral impuesta como indiscutible: «Cuando una mujer echa su alma afuera y no tiene miedo a la verdad y dice todo lo que todas las demás piensan, pero callan, caen sobre ella los veinte siglos acumulados en un hermoso pensamiento que los hombres han torcido, enmarañado, explotado: el Cristianismo». Reta también a los gobernantes y a la Iglesia cuando se pone en contra del acto de la caridad porque demuestra que, dentro de un sistema democrático, cada hombre debe tener lo que le pertenece. Por sobre todas las cosas, Alfonsina defiende la dignidad humana.
Ya ha ganado amigos entre sus pares, tal como lo demuestran algunos hechos. En 1920 le sirven de testigos Emilio Centurión y Julio Noé para poder obtener la carta de naturaleza argentina. Por intermedio de Roberto Giusti y Enrique Villarreal, que eran en ese momento concejales, se crea para ella en 1921 la Cátedra de Teatro Infantil Lavardén, lo cual le brinda cierta estabilidad y respiro. Su relación con los niños a través del teatro será prácticamente permanente: además de enseñar, escribe obras infantiles y dirige algunas que se representan en las plazas y los parques de la ciudad.
En 1923, el ministro Sagarna le ofrece un cargo como profesora de Lectura y Declamación en la Escuela Normal de Lenguas Vivas y preside una cátedra en el Conservatorio de Música y Declamación a partir de 1926. Tiene por costumbre leer sus versos en actos públicos. Muchos la recuerdan por el tono de su voz, por el dramatismo que les imprime a sus poesías. La métrica que utiliza, de preferencia el soneto, y los temas sobre los que escribe la convierten en la autora que las declamadoras profesionales y las lectoras comunes más eligen. Alfonsina cuenta con un público de extracción popular, que la sigue y va a escucharla a las bibliotecas que el Partido Socialista sostiene en los barrios de Buenos Aires.
Alfonsina señala que muchas de las escritoras de avanzada y «feministas a pesar suyo» provienen del normalismo. No hay tradición histórica desde donde pensar el corte que las mujeres están produciendo pero, sin embargo, Alfonsina encuentra una progenitora intelectual con la que se identifica: Santa Teresa de Ávila. En uno de sus viajes a Europa, pudo ver en la Exposición Iberoamericana de Sevilla sus manuscritos y comprobar emocionada el parecido de los rasgos de la mística con los suyos. Alfonsina aclara que «si desde el punto de vista de la creación artística la semejanza grafológica no tiene justificación, acaso lo tenga como carne femenina que recibió el don varonil de la expresión y por esta subterránea vía se establezcan los puntos de contacto, ya que, casi todas las mujeres que escriben se parecen en el hecho de ser individuos centrípetos que sujetan el mundo circundante a su naturaleza, biológicamente raíz».
Los critico pero los adoro
Las costumbres de la familia de Norah Lange son representativas de la distribución desigual de oportunidades que la sociedad argentina de principios de siglo oficiaba para varones y mujeres. Norah recuerda que ella y sus hermanas tenían prohibido salir de noche. Tomaban contacto con los integrantes del grupo Martín Fierro y se informaban sobre las reuniones que hacían a través de los comentarios diferidos de los días sábados. En cambio, ¿a quién iba a rendirle cuentas Alfonsina?
En 1932, al cumplirse los veinticinco años de su nacimiento, la revista Nosotros invita a los intelectuales a realizar un balance sobre la obra que produjo la generación a la que pertenecen. El testimonio de Alfonsina, que inició sus colaboraciones en 1918, es revelador del lugar que ocupó en la cultura argentina de esos años y de las nuevas modalidades que impuso: «Nos reuníamos alrededor de la mesa tendida por Nosotros y allí solían estar Horacio Quiroga, Luis María Jordán, Arturo Capdevilla, José Ingenieros, Aníbal Ponce, Julio Noé, Manuel Gálvez, Fernández Moreno, Enrique Méndez Calzada, Marasso Roca, Ernesto Morales, Alberto Gerchunoff, Olivera Lavié, Pedro Miguel Obligado, Víctor Juan Guillot, Carlos Muzio Sáenz Peña, Alvaro Melián Lafinur y otros tantos cordiales camaradas. Las mujeres todavía no concurrían a los banquetes». Alfonsina sería la primera en hacerlo. Estas comidas mensuales se realizaban en el restaurante Génova, en la esquina de Paraná y Corrientes. El 18 de abril de 1918 se ofreció una en honor a Alfonsina, en la que hablaron José Ingenieros y Roberto Giusti, con motivo de la publicación de su segundo libro, El dulce daño, deudor aún de la estética rubendariana.
También participó del grupo Anaconda, fundado por Horacio Quiroga y Samuel Glusberg. A las reuniones asistían, entre otros, Berta Singerman, Emilia y Cora Bertolé, Arturo Mom, Asdrúbal Delgado y el pintor Emilio Centurión. Estas reuniones surgieron hacia 1922, en el estudio de Centurión y continuaron en la casa de Quiroga y en los altos del antiguo cine Empire, en la esquina de Maipú y Corrientes. Son famosos los diálogos y las disputas verbales que sostenían Alfonsina y Quiroga haciendo ambos muestras de ingenio e ironía, alimentando la polémica relación.
Por esos años asiste a las reuniones de Signo, que se realizan en el Hotel Castelar, y en las que se hacen presentes, entre otros, Roberto Arlt, Enrique Finochietto y Ramón Gómez de la Serna. Conrado Nalé Roxlo, su mejor biografista, recuerda las versiones de los tangos Mano a mano y Yira, yira, que Alfonsina solía cantar en ese lugar, donde jugaba además al truco. Para ella, el tango es lo más típico que ha producido la ciudad de Buenos Aires y lo reivindica como expresión popular y representativa de una identidad precisa que emerge en el Sur, «donde Mendoza fundó la ciudad». En varias ocasiones personificó a la ciudad a través de una imagen masculina: «Buenos Aires es un hombre/ que tiene grandes las piernas,/ grandes los pies y las manos/ y pequeña la cabeza».
En mayo de 1926 se inaugura oficialmente La Peña, uno de los grupos de mayor peso, «un refugio vespertino y nocturno de plásticos, poetas, músicos y escritores», que funcionaba en el sótano del café Tortoni y que estaba presidido por Benito Quinquela Martín. Por allí pasaron Federico García Lorca, Rubinstein, Luigi Pirandello, Enrique de Larrañaga, Margarita Abella Caprile, Juana de Ibarbourou, Josefina Baker, Francisco Luis Bernárdez, Baldomero Fernández Moreno.
Joaquín Gómez Bas cuenta que Alfonsina solía llegar acompañada de Salvadora Medina Onrubia o de la pianista María Suasnavar «con la sonrisa que acababa de colocarse en la calle, esa sonrisa amplia, acogedora, que usaba para alternar con la gente. Y allí, sentada con la erguida apostura de los que valen, permanecía callada, sumida en la hondura verde de sus ojos, observando, oyendo, hasta quebrar su propia expectativa con la carcajada espontánea que parecía llevar siempre como un recurso sonoro para escapar de sí misma». Allí, muchas noches recitó sus versos y ofició como pacificadora en las acaloradas discusiones de las que el presidente Marcelo de Alvear, en reiteradas ocasiones, fue testigo mudo. Marinetti, en su paso por Buenos Aires, fue agasajado por los martinfierristas y chiflado en el Tortoni.
Manuel Gálvez, conectado con ella por amistad y a través de la Cooperativa que le publicó varios libros a Alfonsina, recuerda que la encontró muchas veces en Amigos del Arte y en el bar Richmond, de la calle Florida, adonde solían concurrir Fernández Moreno, Luis Noé y Amorim. Al fundar en 1930 el PEN Club, quiso que Alfonsina fuese uno de sus primeros socios e influyó para que se votase para integrarla.
Cuando el 10 de febrero de 1927 se estrena en el teatro Cervantes El amo del mundo, las críticas caen con sus flechas envenenadas sobre Alfonsina. Uno de los más feroces ha sido Edmundo Guibourg, que la acusa de denigrar al hombre. En «Entretelones de un estreno», ella se defiende y argumenta: «¡Me he pasado la vida cantando al hombre! Trescientas poesías de amor, Guibourg, trescientas, todas dedicadas al bello animal razonador. ¿Por qué no me han agradecido esto, antes, en largos y particulares artículos de loa, así como ahora se enconan conmigo, según Ud., porque trato mal a uno, a uno solo, a un caso, mientras sigo adorando al resto, dispuesta siempre a morir por el magnífico enemigo?».
Alfonsina no solo escribe sobre diversas instancias en las que está presente el amor a través de la sumisión, la fidelidad femenina, el rencor, el dolor, la espera, la entrega total hasta rozar la idolatría; también es filosa en sus planteos como en su memorable «Tú me quieres blanca». Pero quizás lo más novedoso y significativo es que su poesía inaugura un espacio donde el cuerpo y el deseo femenino jugarán un papel central, a la par que construirá imágenes del cuerpo masculino visto o soñado desde la mirada y los ideales de una mujer. En los poemas «Una voz», «Uno» o «Ante un héroe de Iván Mestrovic», la fantasía, la imaginación muestran a la mujer como sujeto deseante: algún elemento físico de un hombre que se cruza por casualidad en el camino provoca las ganas de acariciarlo o de ser acariciada. Lo desconocido desata el pensamiento y la palabra. Ya no se trata del amor que legaliza el contacto con la carne: Alfonsina grita en su poesía «piedra libre» al puro placer de los cuerpos.
Muchos han dicho y escrito que para Alfonsina el hombre es a la vez un enemigo hostil y deseado. Les ha rendido pleitesía, se ha burlado, ha escrito sobre su amor y su resentimiento, ha sido amiga de tantos. De sus amores quedan muchos versos y algunas piezas de un rompecabezas difícil de completar. Despedidas, viajes y recibimientos transmitidos, como los relatos populares, con interesantes variantes. Anécdotas en las que se la describe como a una mujer absolutamente desatada, frontal y decidida.
El amor y los hombres marcan la vida y la obra de Alfonsina. Sin embargo, todo se reduce a breves escenas recordadas por sus amigos, algunas incluso bordean la leyenda. El primer capítulo lo constituye la relación con el padre de su hijo Alejandro, a quien conoció en Rosario. Estaba casado, era bastante mayor que ella y guardaban importantes afinidades literarias e intelectuales. Ejercía el periodismo, su nombre era relativamente conocido en su ciudad por sus vinculaciones públicas y llegó a ser diputado nacional. Alfonsina corta con él cuando queda embarazada y resuelve no desorganizarle su vida familiar. Ni destruir la suya.
Juana de Ibarbourou le cuenta a Arturo Capdevila que en 1920, como remate de su primer viaje a Montevideo, «alguien» la despide encendiendo en el muelle luces pequeñas que forman un corazón hasta que el barco deja de ser visible. Dicen que Alfonsina realizó varios viajes para ver a su enamorado.
Otras anécdotas remiten al romance que tuvo con Horacio Quiroga, a quien vieron esperarla en la puerta de la Universidad de Montevideo, a la salida de una de sus conferencias, con un gran sombrero de paja en la cabeza. César Tiempo cuenta que un día se cruzó accidentalmente con Quiroga y le pidió que lo acompañara a visitar a Lugones: «A poco de bajar del tranvía tropezamos con Alfonsina Storni. Quiroga se abalanzó a su encuentro y la besó en la boca. Después me hizo señas con la mano para que me acercara. Me presentó y se despidió de mí allí mismo».
Otro beso, robado y con trampa, aparece en el recuerdo de Norah Lange, que reunía en su casa los sábados a la gente joven y los domingos, a los viejos, entre los que figuraban Quiroga, Luis Cané, Sanín Cano, Samuel Glusberg y Alfonsina Storni. Durante aquellas curiosas reuniones, el juego predilecto de todos era el inocente Martín Pescador. Cuenta Norah que «cierta vez Alfonsina Storni y Horacio Quiroga tenían que cumplir una “pena” impuesta por el juego de prendas: besar al mismo tiempo las dos caras de un reloj de bolsillo. Quiroga dejó caer el reloj y besó en los labios a Alfonsina». La madre de Norah fue testigo de ese acto y se disgustó muchísimo.
En una foto se los ve jugando y riéndose a carcajadas en la galería de aquella vivienda tan grande, con tantas habitaciones. Algunos guías que conducen a los turistas por la que fuera la casa de Quiroga en Misiones, un museo en la actualidad, narran una breve historia cada vez que muestran su famosa motocicleta. Cuentan que Quiroga y Alfonsina viajaron juntos, sin altos en el camino, de Buenos Aires a Posadas. Otros relatan que Quiroga transportó a muchas jovencitas en sus asiduos y veloces viajes, sin dejar de mencionar a Alfonsina.
Con algunos hombres casi no logró entenderse. Es el caso de la atracción intelectual que sintió por Lugones. Alfonsina esperó siempre algún comentario, el elogio que nunca llegó. Como conjetura Capdevila, «ese cierto desembarazo verbal de la poetisa en los temas sexuales no iba bien con aquella pureza absoluta de los principios estéticos lugonianos». Se cuenta que, a pesar de las distancias y las diferencias, habían pactado suicidarse juntos en febrero de 1938 y que Alfonsina faltó a la cita.
Hay otras historias que parecen situarse solo en el terreno de la amistad. Alejandro de Isusi recuerda un encuentro con Alfonsina. Como únicos pensionistas del hotel alemán de la isla Tres bocas, pasaron juntos una temporada: «La soledad prometía unos días claros de descanso». Eran momentos muy dolorosos para ella porque ya había sido operada y necesitaba aliviarse. «Para comprenderla un poco —dice su amigo— había que recordar que repetía: “El mal de los argentinos es que vivimos contenidos. País este de mujeres y hombres contenidos”».
Cuerpo de mujer
La primera imagen que Alfonsina guarda de sí misma va a reiterarse como en eco en las imágenes que los otros dan de ella: «Estoy en San Juan; tengo cuatro años; me veo colorada, redonda, chatilla y fea». Varios años después, Manuel Gálvez le agregará algunos matices más en Recuerdos de la vida literaria: «Alfonsina era relativamente baja de estatura y fea de rostro. Facciones inarmónicas, boca demasiado ancha, cara mofletuda, cabellos lacios y de un rubio desteñido. Había algo blando en su ser físico. Los ojos eran de un celeste aguado. Pero tenía cierta gracia su figura y aun su mismo rostro».
Contrasta esta descripción y muchas de las fotos que la muestran envejecida, aun siendo joven, con la hermosura y sensualidad de Victoria Ocampo o con Norah Lange, que es muy alta, con una llamativa melena rojiza y una ingenuidad sensual que la convertirá en la mujer venerada y amada por los vanguardistas argentinos. Las pasiones que despierta Alfonsina no alcanzan la tragicidad de las de Delmira Agustini ni los contornos cinematográficos de María Luisa Bombal, porque sabe retirarse a tiempo. Entre el cerebro y el impulso, el dominio de la razón y los afectos, con un sabio instinto de conservación, Alfonsina asume el patrimonio físico y espiritual con el que cuenta, tal como lo revela en sus poemas, y va tomando de la vida lo que la vida le da. Lo que no, se lo arrebata.
Es difícil que algún hombre de entonces exprese efusividad hacia su persona, algún deslizamiento hacia el deseo o la atracción. En general, la llaman «compañera» o simplemente «amiga». Nicolás Olivari señala que era para él «una cosa más íntima que la simple colega, algo así como una hermana tutelar, pequeña e íntima, con la que se podía platicar de cosas hondas y hermosas como casi nunca se puede platicar con las mujeres». La consideran otro más de la banda a la que se suma, incluso, para jugar partidos de truco con Emilio Centurión, Enrique de Larrañaga y Raúl Rubianes.
El testimonio de Fermín Estrella Gutiérrez muestra esa síntesis que se le adjudica al medir su temperamento y su sensibilidad: «La Alfonsina mujer no era inferior a la Alfonsina escritora. Si no era bonita, uno lo olvidaba a poco de tratarla. Era, a pesar de lo varonil de su talento, extraordinariamente femenina». Y agrega: «Daba gusto verla aspirar una flor o comerse una manzana. Entrecerraba los ojos, y mordía golosamente la fruta recibiendo en todo su cuerpo la frescura deliciosa, que ella absorbía con infantil placer. Ante el paisaje, no hacía frases: lo asimilaba, lo bebía casi con todo su ser».
Gabriela Mistral confiesa que se sorprende cuando Alfonsina le abre la puerta de su casa y la recibe sonriente, por primera vez. Le han contado que es muy fea, pero ella queda fascinada por la blancura y el brillo de su cabellera, por su temple. No tiene como Gabriela ese cuerpo macizo, imponente, de anchos hombros y piernas separadas. Pero tampoco la figura estilizada ni la mirada seductora, menos aún la tranquilidad, que dejan traslucir la piel y los gestos de Juana de Ibarbourou. Alfonsina presenta la compleja mezcla de la mujer moderna, que deberá soportar el calificativo de viril por cortar amarras, por colocarse en un pie de igualdad pero que, a la vez, decide no renunciar a la maternidad, los sombreros, el placer y, en definitiva, la vida.
A pesar de las diferencias, Alfonsina aparece asociada muchas veces a Delmira Agustini, a quien llaman «la Nena». Cierta clandestinidad marca parte de los amores de ambas y las dos, también, no se privan de expresar sus deseos y sus arrebatos en sus poemas. Escriben continuamente sobre los impulsos del cuerpo, desvinculando el erotismo del amor. Manuel Ugarte encuentra que ambas leyeron poco y que, sin embargo, pudieron expresar sus pasiones y sentimientos, sin necesidad de modelos anteriores. Para Ugarte «ambas fueron pecadoras y recibieron de Dios ese don magnífico que es la capacidad de sufrir y de emocionarse más que el común de los mortales por causas que a otros pueden parecer secundarias, frívolas o inconsistentes».
Alfonsina demuestra a través de su figura y de sus versos una espontaneidad que se impone. A contrapelo de la moda, que insiste en la construcción de una eterna juventud, no cambia el color de su pelo. Prefiere los sombreros a la Cromatina, una tinta que permite esconder esas canas que «afean y envejecen notoriamente». Fermín Estrella Gutiérrez recuerda que «se la veía en las exposiciones de arte, en Florida, mezclada entre el ir y venir de la gente, y a veces singularizándose desde lejos con algún detalle llamativo de su tocado».
Alfonsina exhibe sus prematuras canas o las tapa con algún que otro sombrero, un complemento de la vestimenta, tan a la moda. Disfruta y goza plenamente de los paseos al aire libre y es una amante del sol. En muchas fotos se la ve sola o con un grupo de amigos, sentada sobre alguna piedra o caminando por la rambla de Mar del Plata; en el parque de la casa que Horacio Quiroga tuvo en Vicente López, con una boina, o bajo el cielo despejado de Los Mogotes en Córdoba. Dice Nicolás Olivari: «Físicamente sentía la belleza del sol sobre su cuerpo y era en las playas y en las montañas, en sus viajes por los mares, en su constante irse de la ciudad que odiaba y a la que estaba atada, un cuerpo desligado de su alma, bajo el sol en los balnearios y en las toldillas de los barcos en marcha».
En contraste con los cuerpos completamente vestidos de hombres y mujeres que caminan cerca del agua o conversan recostados en la playa, Alfonsina aparece sentada sobre la arena con un gesto de travesura, casi infantil, con una cofia hasta las cejas y un traje de baño que podría dejar ver parte de sus piernas si no fuera por un tejido que las protege del sol o de la indiscreta cámara fotográfica. Solo unas contadas mujeres posan por esos años para retratarse luciendo al desnudo sus piernas: las vedettes porteñas Carmen Lamas, Gloria Guzmán, Celia Montalván o Sofía Bozán.
En más de una oportunidad se hace referencia también a la debilidad física y a la inestabilidad emocional de Alfonsina, a los agotamientos que padece, a sus crisis de nervios, al estallido de su estruendosa carcajada con la que clausura el planteo de una preocupación, a su temor de tener tuberculosis, a sus fantasías persecutorias. No es el caso del cansancio de las amas de casa ni de las madres al que se refieren las notas y publicidades de entonces, a las que se les aconseja tomar las maravillosas píldoras rosadas del Dr. Williams para no agotarse y desempeñar con alegría los quehaceres cotidianos.
Muchos textos y testimonios muestran que la neurastenia fue un mal de la época, y los semanarios más leídos se ocupan amplia y reiteradamente de este tema. Se describen como sus principales síntomas la fatiga física y mental; el carácter irritable, triste; una tendencia a las ideas melancólicas y pesimistas. Se da con mayor frecuencia en los hombres, entre los veinticinco y treinta y cinco años. Muchos de los enfermos se dedican al estudio y desgastan durante horas su mente. Es más difícil que quienes «trabajan materialmente» sufran esta enfermedad. Las causas más frecuentes suelen ser «las contrariedades en los negocios, los trabajos intelectuales exagerados y las enfermedades infecciosas». ¿Cómo se cura este mal? Con reposo absoluto, alejando al paciente de amigos y familiares que no hacen otra cosa que perturbarlo, y abandonando la rutina diaria, suspendiendo toda actividad. Pero Alfonsina no puede detenerse. Alfonsina vive de su trabajo. Alfonsina dicta conferencias, da clases, escribe, traduce, recita.
María Luisa Bombal refiere una anécdota que remite a este rasgo de trabajadora full time: «Alfonsina era profesora y tenía muchas obligaciones. (...) Neruda, como a las cuatro o cinco de la mañana, me hizo que la llamara por teléfono para que viniera al restaurante donde estábamos. Era un lugar bonito, un ambiente intelectual un poco loco... Y ella me pitó porque me respondió que lo sentía mucho, pero acababa de ponerse el sombrero para salir a hacer clases al liceo... ¡A las cuatro de la mañana! Me pitó, aunque Alfonsina era muy seria. Nosotros admirábamos tanto su poesía...».
Esta tarea vertiginosa y un estado de inquietud constante recorren su vida. Arturo Capdevila testimonia que Alfonsina «es demasiado nerviosa para leer con provecho, demasiado volandero su espíritu para asentarse y contemplar». Su hijo manifiesta que es inquieta y que resulta imposible seguirla. Trabaja demasiado y en muchos lugares. Su cuerpo no soporta, y llega inevitablemente el estado de fatiga, de neurastenia, como ella también lo llama. Por este motivo, comienzan sus idas anuales a Mar del Plata.
Una buena dieta, baños cálidos y un viaje agradable, reparador absoluto, es lo que le recomienda su gran amigo y consejero José Ingenieros. En 1922, surge también como posibilidad de descanso Los Cocos, en la provincia de Córdoba, donde Alfonsina repone las fuerzas que le consume el ritmo de una ciudad moderna como Buenos Aires y, fundamentalmente, la intensidad vertiginosa de su vida. Por el mismo motivo realiza sus dos viajes a Europa, en 1930, y 1932: para recomponerse, tranquilizarse, tomar fuerzas. Adopta la costumbre de viajar, cada vez que puede, al Delta, a Colonia, a Montevideo.
Durante un viaje a Montevideo, en el verano de 1935, Alfonsina descubre una dureza en su pecho izquierdo. Se desespera y le cuenta lo que le ocurre a su gran amigo Benito Quinquela Martín, que es quien la acompaña a consultar con un médico. En mayo, el doctor José Arce le extrae un tumor maligno. Alfonsina interrumpe el tratamiento posterior y, a los dos años, su salud se complica de manera irreversible.
Alfonsina desdramatiza con chistes e ironías sus propios padecimientos físicos y psicológicos. Dentro de la gravedad de su enfermedad, hace comentarios que muestran que asume con altura su destino. La última vez que se encuentra con Manuel Ugarte le expresa: «El día en que me sienta cansada de vivir, me pondré una lata vacía en el lugar en que antes tenía un seno y me dispararé un tiro, apuntando bien...».
Hacia fines de enero de 1938, Alfonsina Storni descansa en Colonia, Uruguay, uno de sus sitios preferidos de reposo. La tarde del 27 de enero de 1938, en el patio del Instituto Vázquez Acevedo de Montevideo, el ministro de instrucción pública, Eduardo Víctor Haedo, reúne por primera vez a Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral. Bajo el título «Entre un par de maletas a medio abrir y la manecilla del reloj», Alfonsina hace una apretada síntesis de su vida y explica el origen de algunos de sus antisonetos. Entre ellos están «Barrancas del Plata en Colonia» y «Río de la Plata en arena pálido».
El río la ha atraído siempre tanto como el mar y, en especial, la zona del Delta, Colonia y Montevideo, ciudad de la cual ha escrito, once años antes, en 1927: «¡Dulce Montevideo! ¡Prado inolvidable! ¡Ómnibus decentes! ¡Conductores corteses! ¡Qué veinte días me pasé sobre aquella harina de oro de sus playas!». En septiembre de 1938 Alfonsina realiza su último viaje a Colonia, Uruguay. Margarita Abella Caprile recuerda el último encuentro que tuvo con ella, en el Delta, el domingo 16 de octubre de 1938. Alfonsina almorzaba sola y, al ver a su amiga, se acercó y se sentó a su mesa. Hablan del «Romancillo cantable», que La Nación ha publicado ese mismo día, en el que anuncia que partirá para septiembre. Se muestra agotada y deprimida. Le cuenta que ha trabajado en exceso, que ha escrito la mayoría de los poemas de Mascarilla y trébol, su último libro, en solo quince días. Margarita la tranquiliza diciéndole que se trata seguramente de un temporario «desgaste nervioso».
En las palabras introductorias, Alfonsina aclara: «me han brotado vitalmente en contenido y forma, casi en estado de trance (el empuje inicial de la idea creó de por sí la manera suelta) ya que escribí la mayoría en pocos minutos, a lápiz, en un lugar público, un vehículo en movimiento, o en mi lecho despertando a deshora; aunque cepillarlos me haya demandado meses».
Decide viajar a Mar del Plata y su hijo la acompaña hasta la estación del tren. Escribe como despedida el poema «Voy a dormir», que envía a La Nación, donde se publica un día después de su muerte. Deja un pedido para Manuel Gálvez con el fin de que sirva como intermediario para que le den a su hijo el sueldo que recibe de la Municipalidad. Le dicta a Celinda, la muchacha que atiende la casa donde se hospeda, una carta para Alejandro expresándole su amor. En la mañana del 25 de octubre de 1938 las olas devuelven su cuerpo a la playa.
El diario marplatense Pregón anuncia que una «extraordinaria conmoción ha producido en esa ciudad la noticia del suicidio de la prestigiosa poetisa Alfonsina Storni, cuyo cadáver fue encontrado esta mañana en la playa La Perla por varios muchachos a hora temprana». Hacía seis días que Alfonsina descansaba en la pensión de su amiga María Orioli de Pittigatti, cercana a esa playa, en la calle 3 de febrero 2861. Junto con su cuerpo, aparece un zapato que confirma que se arrojó al mar desde la escollera que da frente al Club Argentino de Mujeres. Pero no habrá, como en la partida de Cenicienta, lugar para un final feliz. Tampoco un príncipe que la busque para reconocerla por su belleza, por el delicado e irrepetible pie, y para redimirla con su amor. No hubo príncipe. Alfonsina supo que no lo habría, por eso lo sostuvo siempre como deseo.
Se dice que el día anterior a su suicidio Alfonsina recorrió numerosas armerías de Mar del Plata con el propósito de adquirir un revólver. La nueva ley sobre venta de armas y proyectiles le impidió hacerlo. Celinda cuenta que el médico la visitó por la noche debido a los intensos dolores que padecía. Alfonsina se acostó muy tarde. Se levantó y salió de su casa, por la madrugada, sin que nadie lo advirtiera. Su hijo la llamó a primera hora y la muchacha lo tranquilizó diciéndole que Alfonsina dormía en su cuarto, sin sospechar que su cuerpo flotaba cerca de la orilla del mar.
Los adioses y los homenajes se multiplican: en Mar del Plata, en Buenos Aires, en Montevideo. Fermín Estrella Gutiérrez testimonia: «En el Club Argentino de Mujeres, donde se instaló la capilla ardiente, estuvimos a su lado en el instante de descubrir el féretro. Y, milagro de la naturaleza: nuestros ojos se abrieron de asombro ante su rostro, bello como nunca, y que parecía dormir en la blancura de la caja. La belleza, por cuya falta ella había sufrido en vano en su juventud, se la regaló la muerte, en su último sueño. Sus facciones se habían dulcificado, adquiriendo esa morbidez de cera y esa dulzura de otro mundo, que solo la muerte, la gran escultora, suele imprimir en el rostro de algunos de sus elegidos».
Una multitud la llora y la despide. Miles de flores la homenajean. Manuel Ugarte pone sobre el féretro unas rosas blancas. En el cementerio de Recoleta, representantes de diversas instituciones leen discursos en los que enaltecen sus virtudes, su lucha, su dolor. Allí están Enrique Banchs, Arturo Capdevila, Fermín Estrella Gutiérrez, Ricardo Rojas, Enrique Larreta, Baldomero Fernández Moreno, Manuel Gálvez, Eduardo Mallea, Oliverio Girondo, Pedro Miguel Obligado, Luis Cané, Manuel Ugarte, Alfredo Bianchi.
Un mes después de su muerte, la Cámara de Diputados acuerda erigir un mausoleo en el lugar desde donde Alfonsina se arrojó al mar y, en Montevideo, se le tributa un homenaje en la Universidad, en el que intervienen Emilio Oribe, Alberto Zum Felde, Juana de Ibarbourou, Carlos Sabat Ercasty y Manuel Ugarte. Serán los primeros reconocimientos públicos después de su muerte, que contribuye a mitificarla y a convertirla en todo un símbolo de pasión y resistencia femenina. Desde ese momento, seguirá siendo Alfonsina, sin que se necesite convocar su apellido para saber de quién se trata, con toda la fuerza y la historia que su único nombre concentra.
Ensayo publicado
en Mujeres argentinas. El lado femenino de nuestra historia (pról. María Esther de Miguel), Buenos Aires,
Alfaguara, 1998. Punto de Lectura, 2006.
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NOTAS Y RESEÑAS
Inés Malinow, «Evocación femenina», en La Nación, Buenos Aires, 6 de mayo de 1998: https://www.lanacion.com.ar/cultura/evocacion-femenina-nid213724/