Carlos Fuentes recuerda a don Alfonso (entrevista)

 


 

Carlos Fuentes, uno de los más lúcidos intelectuales latinoamericanos contemporáneos, es reconocido, dentro y fuera de su país, por su talento como escritor y por su constante capacidad de reflexionar sobre las claves de la historia y la cultura de nuestro continente. En su etapa de formación como escritor, tuvo la fortuna de recibir la enseñanza y la amistad de Alfonso Reyes. A pesar de la diferencia de edad y de sus variadas posiciones estéticas, establecieron una importante relación y compartieron, a destiempo, una combinación que ha sido histórica en México: la escritura y la carrera diplomática. El recuerdo de su maestro se mantiene en su memoria fresco y vivaz. Por ello, resulta sencillo y emotivo invitarlo a que comparta algunas anécdotas y reflexiones sobre don Alfonso.

¿Cómo comienza su relación con Alfonso Reyes? 

—Pues es una relación desde la infancia, porque Reyes era embajador en Río y mi padre fue nombrado segundo secretario de la embajada. Estaba empezando su carrera. Llegamos y mi padre se encontró a Reyes solo, dedicado a pegar estampillas, a escribir oficios, a recortar períodicos, a hacer toda la labor de la embajada. Y mi padre le dijo: «Don Alfonso, olvídese usted de toda la parte administrativa. De eso me encargo yo, y usted métase a su oficina y escriba sus poemas, escriba sus ensayos, haga la revista Monterrey y no se ocupe de la embajada para nada más que lo indispensable». Entonces Reyes le quedó muy agradecido a mi papá. Se hicieron muy amigos y, naturalmente, estando ahí mi madre y yo, que tenía dos años, pues nos acercamos mucho a ellos. En muchas ocasiones Manuelita Reyes me sirvió de nana, cuando mis padres tenían que salir. Me sentaba en sus rodillas y me daba de comer. Siempre lo he recordado de ella. Me daba de comer con una cucharita y me decía: «Shu shu mena, batata mena». Hay muchas fotos en que aparecemos con don Alfonso en esa época, y siempre he dicho que quizá yo aprendí la literatura sentado en las rodillas de Alfonso Reyes. Porque la amistad que se inició entonces en Río de Janeiro en el año 30, 31 siguió toda la vida. Mi padre y Reyes siempre fueron amigos muy cercanos, y cuando yo llegué a vivir a México viniendo de Buenos Aires, en 1945, pues enseguida busqué la amistad con Reyes como escritor en ciernes, y me la brindó con la gran generosidad que era propia de él. El acceso a su persona, a su biblioteca, las conversaciones verdaderamente estimulantes y fructíferas con él... Porque no he conocido un hombre con una cultura como la de Reyes, una cultura aparejada a la gracia, además, cosa que es a veces muy difícil de encontrar. Entonces, en esa gran biblioteca o casa biblioteca de él en México, pues yo acudía casi todas las semanas a tener por lo menos una hora o dos de charla con Reyes y a formarme a su sombra, porque era un espíritu muy generoso, muy comunicativo que a mí me dio muchísimas orientaciones de lectura y de escritura. Tenía yo deiciséis años y me dijo: «¿Cómo es que a ti no te da vergüenza que hayas cumplido dieciséis años y no hayas leído a Stendhal todavía?». Entonces yo corría a leer a Stendhal. Pero tenía también un toque humano y hasta frívolo. Me contaba mi padre que en Río de Janeiro Reyes estaba suscripto al Club del Crimen de Nueva York, porque era un gran entusiasta de la literatura policial y, en efecto, en su casa de México, tenía varios estantes dedicados a literatura de detectives. Era realmente formidable. Había de todo. Era muy completo. Mensualmente recibía un libro en el que había por ejemplo un pelo, una huella digital, un pedazo de papel, una tela y una historia detectivesca con algunas pruebas para que el lector pudiese dar con el criminal, comunicarlo al Club y ganarse un premio. Y ahí estaba Reyes con unos polvitos y una lupa, dedicado a averiguar estas cosas que tanto le interesaban. Era un gran lector de Chesterton. Más que nada era a través de Chesterton que había surgido el interés en este género. Reyes pasó a vivir a Cuernavaca por razones cardíacas y fue cuando más tiempo pasé con él, porque iba yo muy a menudo a acompañarlo a Cuernavaca y me alojaba en una casita que tenía un prodigioso jardín tropical, en un hotel que existía entonces y que se llamaba Hotel Marik. Le habían rentado esa casita o se la habían dado a Reyes. Claro, yo me iba a veces de parranda, tenía diecisiete o dieciocho años, y llegaba a las cinco de la mañana y había una lucecita prendida en la biblioteca y era Reyes escribiendo. De modo que yo llegaba de las parrandas, y Reyes ya estaba escribiendo, como un gnomo de cuentos de hadas ahí estaba. Y yo le decía: «Don Alfonso, ¿cómo está usted escribiendo a las cinco de la mañana?». Y me contestaba: «Sí, porque yo sigo la lección de Goethe». «¿Y cuál es la lección de Goethe?» «Levantarse temprano y quitarle la crema al día, escribir entre cinco y siete, y luego tener tiempo para otros intereses: política, diplomacia, la intriga de la corte de Weimar, mineralogía, teoría de los colores y seducir camareras.» Entonces, yo creo que me dio una lección Reyes de no ser parrandero y de más bien levantarme a las cinco de la mañana a escribir, cosa que todavía hago todos los días en honor de don Alfonso.

¿Le daba muchos consejos? ¿Qué otros consejos recuerda? 

—Bueno, estos son consejos vitales. La disciplina yo creo que es un consejo fundamental para un escritor, ¿verdad? En contra de la disipación que es nuestra inclinación natural, pues Reyes enseñaba que había tiempo para todo, pero que por delante venía la disciplina para el escritor. Nos sentábamos en la plaza de Cuernavaca a ver pasar las muchachas. Le encantaba piropear muchachas. Esa era una cosa que le divertía mucho. Bebíamos juntos. Tengo una sospecha que nunca podré aclarar, y es que al lado de nosotros se sentaba a veces un tipo de aspecto anglosajón, con una barba rojiza, que bebía mezcal en grandes cantidades y recitaba en voz alta a Christopher Marlowe. Y yo estoy convencido de que era Malcolm Lowry, que era vecino de Reyes en aquellos momentos, pero no lo sabía ni el uno ni el otro. En la plaza había un cine que se llamaba el cine Ocampo, y cuando terminábamos de florear muchachas y de beber un poco, Reyes me decía: «Bueno, ahora vamos al cine». Y yo le decía: «Pero don Alfonso, fíjese usted, son dos películas de vaqueros americanas espantosas». Y él me señalaba: «No hay cine malo, no existe una película mala. Date cuenta de que el cine es la épica contemporánea. Ir a ver una película de vaqueros es como si un griego pudiera ir a oír a Homero. De manera que vente al cine». Y nos íbamos a ver películas de John Wayne. 

 

Viajeros, diplomáticos y escritores

Ambos vivieron en diferentes oportunidades aquí en Argentina. ¿Esta experiencia asomaba en sus conversaciones? 

—Sí, constantemente. Él le tenía un cariño enorme a la Argentina. Y claro, la admiración que tenía por Borges y su correspondencia con Borges era muy intensa. No sé qué queda de eso, pero él siempre me enseñaba cartas que recibía de Borges, me pasaba los últimos libros de Borges, me urgía a que los leyera. Le tenía una extraordinaria admiración a Borges. Tenía una interesante correspondencia con Lugones, si recuerdo bien, con Victoria Ocampo... Era colaborador de la revista Sur. De manera que para él siempre su temporada en Argentina era una especie de paraíso. Creo que tanto Buenos Aires como Río de Janeiro fueron dos etapas fundamentales de la vida de Reyes. Le dieron un respiro, una posibilidad de trabajo, de ejercer su cordialidad, porque Reyes lo que tenía era una cordialidad, una simpatía y una generosidad inmensa y esto se llevaba muy bien con su vida diplomática. A él le gustaba ver a la gente, recibir a la gente. Me cuentan mis padres del paso por Río de Janeiro, constantemente, de gente como Pedro Henríquez Ureña o Vicente Lombardo Toledano, el líder obrero mexicano, o Paul Morand. Hay fotos de Reyes con Paul Morand en Río de Janeiro, fotos de Reyes con Jean Giraudoux. Conocía a todos los escritores europeos, lo iban a visitar, se fotografiaban juntos. De manera que donde estaba Reyes se creaba inmediatamente un universo literario.

¿Y qué recuerdos le quedaron a usted de los años que vivió aquí en Buenos Aires? 

—Fue muy interesante, porque llegué el día del golpe de Ramírez, Rawson y Farrell contra el presidente Castillo. Entonces la ciudad estaba en gran turbulencia, en poder de las fuerzas armadas. Era un pronóstico de muchas cosas que iban a venir. Y fui enviado a la escuela pero me rebelé, porque el Ministro de Justicia e Instrucción Pública era Hugo Wast —Martínez Zuviría— y le había dado un sello totalmente fascista a la educación en Argentina. Pues yo venía del Frente Popular Chileno, del México de Cárdenas y del New Deal americano de Roosvelt. Me costaba mucho tragarme lo que enseñaba la escuela argentina de Hugo Wast. Era bastante horrible. Era un gobierno muy fascista, muy nazi. Entonces pedí permiso para no ir a la escuela durante un año, y me fue concedido. Me dediqué a conocer Buenos Aires, a caminar por las calles, a recorrer la librería El Ateneo, que es donde descubrí a Borges y donde empecé a leer literatura argentina, a ir a la calle Lavalle a ver películas argentinas... Me las sé de memoria todas las de esa época. A seguir como hincha a Aníbal Troilo Pichuco. A tener mis primeras experiencias sexuales con una dama muy bella que habitaba la misma casa de departamentos que yo. De manera que para mí fue una época maravillosa. Ese año de Buenos Aires me hizo hombre, me hizo otra cosa, me transformó en todos los sentidos. Yo regreso a Buenos Aires con un gusto enorme y tengo una nostalgia porteña gigantesca. Es una ciudad en la que yo siempre estoy pensando. Después de esa época que culminó en la presidencia de Farrell, y Perón como poder detrás del trono, como Secretario de Trabajo, no volví hasta la presidencia de Frondizi en el año 62 o algo así. Luego vinieron todos los dramas de la Argentina: la represión, las dictaduras militares, y no regresé hasta la presidencia de Raúl Alfonsín.

Usted tiene muy bueno amigos aquí... 

—Muy buenos amigos tanto en la literatura como en la política y en la prensa, sí.

¿Cómo piensa usted esa relación que se da en Alfonso Reyes entre literatura y diplomacia? También se dio en muchos otros casos... 

—Creo que en América Latina ya se da cada vez menos, ya casi es inconcebible. Esa relación que existió en un momento dado en que realmente los gobiernos ejercían una suerte de mecenazgo ayudando a los escritores con puestos diplomáticos que les servían a ellos para vivir y que le daban prestigio al país. En México la nómina es enorme. Incluye a Amado Nervo, a Reyes, a Torres Bodet, a Octavio Paz, a José Gorostiza, a muchísima gente... Hoy eso se ha acabado en la medida en que el escritor tiene muchas otras posibilidades de obtener recursos no solamente a través del Estado. En los años de la Revolución Mexicana pues una manera honorable de ganar dinero de parte del Estado y mantener cierta pulcritud política era la diplomacia. Y Reyes y Paz y muchos otros lo ejercieron así. Además era muy fácil identificarse en ese momento con los ideales de la Revolución Mexicana. En la época en que estábamos en plena batalla contra los norteamericanos, que querían boicotear todas las políticas de la revolución —la reforma agraria, el movimiento obrero, la nacionalización del petróleo—, pues ser un embajador de México era defender la soberanía y la no intervención, que eran dos banderas de la Revolución Mexicana. Era más fácil que ser embajador ahora. ¡Qué bueno que ahora ya los escritores no tenemos que ser embajadores!

¿Le parece entonces que ya no vale la pena esa combinación? 

—Ya no vale la pena, porque hay demasiadas posibilidades dentro de nuestras sociedades de ser escritor independiente. Ya pasamos la época de los Medicis, de los grandes protectores renacentistas del escritor y del artista. Hay que ver que toda la pintura mural mexicana se hizo a invitación del Estado mexicano, empezando por las invitaciones que les hizo Vasconcelos a Orozco y a Rivera para que desde los muros del Estado insultaran al Estado y lo criticaran y lo caricaturizaran. ¡Qué bien!, ¿no? Eso no lo hizo Stalin, lo hizo la Revolución Mexicana. De manera que no está mal. Era una época de mecenazgo en que la nación se estaba haciendo, estaba redescubriendo su cultura, y entonces el Estado tenía mucho interés en proteger al escritor, en proteger al pintor, en proteger al músico... Y Reyes se benefició de eso.

¿Y cuál fue su experiencia personal como escritor mientras era diplomático? ¿Cómo influyó la diplomacia en su vida? 

—Me paralizó. Me paralizó, por eso la dejé bien pronto, porque no podía escribir y atender una embajada tan exigente como la Embajada de México en Francia. Teníamos en Francia algo así como ochocientos becarios mexicanos a los que había que atender, doscientas misiones diplomáticas, el gobierno francés, una relación económica que iba in crescendo y el interés por conocer un país tan fascinante como es Francia. Dedicarle el tiempo a viajar, a ir a los lugares y establecer relaciones... Yo ya tenía relaciones con el mundo literario, pero como embajador pude establecer relaciones con el mundo de los sindicatos, de los partidos políticos, la iglesia, los empresarios, la política interior de Francia, que es muy interesante. 

Le resultó problemática esa relación, algo muy reñido... 

—Sí, muy reñido. Si se toma en serio, sí. Hay gente que no lo toma en serio, que considera que la diplomacia es un buen refugio, pero eso depende de si se va uno a ciertos países donde hay muy poco que hacer, pues sí se puede escribir. Pero en Francia había mucho que hacer. 

¿Cómo ingresa a la diplomacia? 

—Mientras estudiaba Derecho Internacional en Ginebra, en el Instituto de Recursos Internacionales, trabajaba yo en la delegación de México ante la OIT, la Organización Internacional del Trabajo. Fui secretario del Miembro Mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU y luego fui subdirector del Centro de Información de la ONU en México. Fui fundador de la Dirección de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores. De modo que tuve varios puestos hasta que salió La región más transparente, que me dio la oportunidad de independizarme. Es una obra que tuvo mucho éxito y ya pude vivir tranquilamente de lo que escribía. 

 

Los ideales de Alfonso Reyes 

La cuantiosa y constante correspondencia de don Alfonso, así como la revista Monterrey, muestran de manera muy evidente el afán de Reyes por establecer comunicación con los escritores de otros países, por estrechar lazos, por no dejar pasar nada por alto. ¿Cómo ve usted hoy los ideales y los alcances de esa empresa? 

—Yo creo que hay una cosa fundamental, porque a Reyes le tocó vivir una época en México de un nacionalismo literario exacerbado, en que si no se trataban temas de color local, la revolución, el campesino, el escritor era muy mal visto. Y Reyes lo fue y fue atacado. Hay esa famosa polémica con Héctor Pérez Martínez, a quien él contestó en un maravilloso ensayo que se llama A vuelta de correo y que luego apareció en Con la x en la frente. Reyes tuvo una gran preocupación por México y lo mexicano, pero no lo convirtió en una bandera de tipo chauvinista, o de aislamiento frente al mundo. Al contrario. Reyes, yo diría sin temor a exagerar, fue el traductor de la cultura de Occidente a términos literarios latinoamericanos. A él le correspondió hacer eso. Cuando Reyes habla de la filosofía griega o de Goethe, nos está haciendo el favor de traducirnos una parte de la literatura universal a términos nuestros, a nuestra lengua, en nuestra prosa, en nuestro idioma, con nuestra sensibilidad. De manera que es una labor gigantesca. No tiene nombre lo que hizo Reyes, y la gente no acaba de darse cuenta, no acaba de verlo. Y fue muy atacado en su momento por los chauvinistas y nacionalistas baratos que abundan en nuestros países.

¿Le parece que tiene algún seguidor o después de Reyes nadie continuó su proyecto? 

—Yo creo que el proyecto, si usted quiere, se ha diseminado. Yo le decía ayer a Bioy Casares que finalmente está terminando el siglo XX y sí vemos que el más grande prosista de la primera mitad del siglo XX en México fue Reyes y el más grande prosista de la segunda mitad fue Paz. En cuanto a la novela, a la poesía, puede haber discusión, pero creo que en cuanto a escritores de prosa los más importantes son Reyes y Paz. Y si usted me apura un poco y me pregunta si hay un seguidor de Reyes, alguien que pudiera ser el Alfonso Reyes de nuestro tiempo, yo le diría que es José Emilio Pacheco. José Emilio Pacheco, que es poeta, novelista, ensayista, traductor, conferenciante, es un polígrafo igual que era don Alfonso. Es lo que más se parece a Reyes actualmente y tiene, además, una calidad de escritura comparable a la de Reyes. Es muy, muy buen escritor.

¿Alfonso Reyes dejaba traslucir algún tipo de frustración o estaba satisfecho con la labor que desempeñó durante tantos años?  

—Él sintió que había cumplido muy bien su tarea literaria. Tenía una vida muy plena, satisfactoria. Se quejaba de su salud, que se deterioró mucho a partir de los sesenta años por sus problemas cardíacos. No tenía la capacidad amatoria que tuvo de joven y que a él le importaba mucho. Se quejaba cuando veía pasar a una muchacha bonita. La floreaba y me decía: «Carlos, yo fui un león, yo fui un león». Pues ya no era un león cuando yo lo conocí. Se tenía que portar mejor, aunque Manuelita pues le daba por su lado y tenía una colección de fotos de las amantes de Reyes y me las enseñaba a mí. Yo creo que sí fue una vida muy generosa, pero había algo que me llamaba mucho la atención en un hombre del tamaño de Reyes y es que los enanos literarios lo perturbaran tanto. Ya casi puedo decir que Reyes se murió de un ataque cardíaco por un ataque que le lanzó una revista mexicana de segundo orden. Y lo último que me dijo fue: «Estoy enfermo por las cosas que me han dicho, qué injusticia». Y yo le dije: «Pero don Alfonso, es gente sin la menor importancia, cómo les hace usted caso, son unos verdaderos segundones, gente de tercera y usted preocupado por ellos». «No —me decía—, que no me han comprendido.» Yo le dije: «Mire, lo hemos comprendido los que lo tenemos que comprender, y el mundo lo comprende. ¿Qué le importan a usted unos mamarrachos, unos verdaderos cantinflas de la literatura que lo están atacando a usted? Olvídese de eso». Fue la última vez que hablé con él, y a los dos días estaba muerto.

¿Era demasiado exigente, muy sensible o es que era desmedida su empresa? 

—En cierto modo era desmedido, porque Reyes sí quería abarcar la literatura mundial. Quería abrazar todo y el saber mundial, pero tenía bastante humor e ironía respecto a sí mismo para saber que eso era imposible. No creo que eso le preocupara tanto. Curiosamente, a veces le preocupaban cosas muy pequeñas, para decirlo en mexicano, muy pinches, cosas muy pinchurrientas, que lo afectaban.

Se le criticó también su falta de compromiso político como intelectual... 

—Bueno, por un lado hay la gran nostalgia que tenía de un mundo perdido, del mundo que murió con su padre, y por otro lado, tenía un sentido muy pulcro y muy estricto de cumplir con su función de diplomático y defender a los gobiernos y a los valores de la Revolución Mexicana. Entre Obregón y Ávila Camacho, pues él estuvo siempre en representación de los sucesivos gobiernos de la revolución. Ahora, más allá de eso, yo nunca le pido a un escritor que tenga una actitud política a fuerza, ¿por qué? El compromiso del escritor, para hablar en términos sartreanos, es con el lenguaje y la imaginación. Lo demás es ciudadanía, acción ciudadana, que está muy bien. Hay quienes la ejercen, hay quienes no la ejercen y yo no critico a nadie que la ejerza o deje de ejercerla. Y Reyes no ejerció una acción ciudadana, pero ejerció una acción política y social profunda en el sentido de su extraordinaria aportación al lenguaje y a la imaginación que, después de todo, es lo privativo del escritor.

De alguna manera, él defendió la independencia del intelectual... 

—Sí, así es. 

 

Las reliquias de una amistad 

¿Qué recuerdo prevalece entre todos al recordar a Alfonso Reyes?

—A mí se me impone sobre todo el recuerdo de un compañero de conversación, de un maestro, de un maestro que me enseñó muchísimo, pero un maestro sin pedanterías, sin ampulosidad, de un maestro con el que se podía hablar casi como compañero de parranda, aunque nos distanciaban muchos años, muchas décadas. Sin embargo, el trato con él podía ser muy agradable, muy de compañero, de amigo.

¿Llegó a mostrarle algún libro suyo? 

—Bueno, ahí yo le voy a ser muy franco. Cuando yo publiqué La región más transparente, Reyes me mandó una carta fulminante diciendo que era una porquería mi novela, que era un insulto a la literatura, que era una vulgaridad espantosa, que no sabía cómo podía yo haber escrito semejante horror y, bueno, yo lo tomé como la opinión de Alfonso Reyes.

¿Pero cuál era su fundamentación crítica? 

—A él le parecía una obra vulgar, una obra que no guardaba las formas literarias y, en efecto, es lo que pretendía hacer La región más transparente. De modo que rompía los cánones de la pulcritud literaria para hablar de los pelados, de los teatros frívolos, de las leperadas, de todo el lenguaje popular de la ciudad, de los prostíbulos, del lenguaje prostituido de la nueva burguesía mexicana. Pues ese era el propósito, ¿no? Para él eso rompía ciertos cánones. Mire, Reyes tenía ciertos límites en cuanto al gusto literario. Una vez estaba en una representación de Asesinato en la catedral de Eliot, al aire libre en Cuernavaca, y Reyes se levantó y salió. Yo le dije: «Don Alfonso, ¿se va usted?». Y me dijo: «Yo no soporto esta porquería, esto no es teatro», y era Eliot. Y en cierto sentido, creo, la literatura para Reyes terminó más o menos por Marcel Proust, sí, y no fue mucho más allá. Y había ciertas vanguardias que le molestaban, porque él tenía un sentido muy clásico de la vida y de la literatura. No era un renovador, no era una experimentalista. En cambio, cuando publiqué una novela muy tradicional, muy galdosiana, mi segunda novela, Las buenas conciencias, enseguida recibí una carta de felicitación de Reyes. Me dijo: «Ahora sí has encontrado el camino. Así es como se escriben novelas». Como Pérez Galdós, ¿verdad?

¿Mantenían discusiones literarias? 

—Sí, sí, cómo no. Pero ya le digo, Reyes tenía un dolor y un ancla muy profunda en el pasado. Él una vez me dijo: «Para mí el mundo terminó el día que asesinaron a mi padre en la Plaza de la Constitución en febrero del año 1913. Para mí ese día terminó el mundo». Tenía una gran nostalgia del pasado, en el sentido de que había un mundo perdido para él. Pero finalmente se imponía su alegría de vivir, su gracia, su amor por la literatura, por la buena compañía, la buena conversación, las mujeres... Todas las cosas que le gustaban mucho se imponían al lado doloroso, dolorido de su vida, que tenía mucho que ver con el fin del mundo de Porfirio Díaz y la muerte de su padre. Yo no sé si Reyes se acomodó realmente bien a la modernidad mexicana que siguió a la revolución. Sí creo que se adaptó en muchos sentidos políticos. Pero más allá de México, quizá el mundo moderno, la modernidad radical, la modernidad crítica sí le era un poco ajena a Reyes.

Es llamativo, porque él no compartía los postulados de muchos vanguardistas y, sin embargo, ellos lo respetaban muchísimo. Desde los integrantes de «contemporáneos» hasta los vanguardistas argentinos. Cuando estuvo en Buenos Aires, los martinfierristas lo homenajearon... 

—Lo respetaban mucho, sí. Así es. Yo creo que muchos de los aspectos de lo que usted justamente llama la vanguardia le eran muy ajenos a Reyes y sin embargo tenía relación con ellos. Respetaba la creatividad siempre.

¿Cómo escritor, qué es lo que más le impacta de la escritura de Reyes? Usted habló de la prosa, ¿y si tuviera que elegir una obra en especial? 

—Yo creo que es una obra muy tejida, muy entretejida. Me cuesta separar algún título del conjunto que forma toda la obra de Reyes, con tantas relaciones entre sí. Yo diría que hay libros como La experiencia literaria, El deslinde, Cuestiones gongorinas, que es una obra asombrosa de rescate de Góngora de un chico de veintidós, ventitrés años. Trayectoria de Goethe y el libro sobre Mallarmé son libros de crítica insuperable en la lengua castellana, son realmente de primer orden. Fue muy buen poeta Reyes, también fue muy buen autor teatral. Era realmente un escritor polifacético. Hay un poema tan bello como aquel de los indios... Yerbas del Tarahumara se llama. Un bellísimo, bellísimo poema. Que un escritor como él pudiese escribir algo sobre el mundo indígena tan puro, tan clásico, tan permanente, tan inmortal siempre me llamó mucho la atención. Ifigenia cruel es muy, muy bella, porque es una obra sobre el destierro, sobre el destierro latinoamericano, sobre el destino latinoamericano de estar fuera del propio país. Tiene obras cómicas como Landrú opereta, que es una maravilla. Su obra sobre Landrú es para morirse de la risa, estrenada post mortem porque Manuelita se la dio a Juan José Gurrola, el director mexicano. Es una obra tan vasta y tan polifacética que uno puede decir bueno, me gusta más tal cosa que otra, pero a condición de apreciar la obra de Reyes como un todo siempre, como un enorme universo, un gran conjunto formado por muchas estrellas. No creo que la narrativa fuese lo que más le importaba a don Alfonso, aunque hay cuentos muy bellos; «La cena», por ejemplo. No le dedicó mucho tiempo, escribió muy poco en ese sentido. Reyes queda sobre todo como un gran prosista, como un manejador de la prosa, pues, sin rival.

Entre los premios que le han otorgado figura el «Alfonso Reyes». Esto debió significar mucho para usted... 

—Bueno, para mí fue un honor enorme, un honor enorme por todas las razones que le he dicho. Por razones afectivas, razones estéticas, literarias, morales... Mi apego a Reyes, mi admiración por Reyes pues no tienen límites. Recibir un premio con su nombre es la gloria para mí, es una delicia.



Entrevista realizada especialmente para el libro
Alfonso Reyes en Argentina (coord. Eduardo Robledo Rincón; ed. Rafael Centeno; comp. Rafael Centeno, Graciela Gliemmo y Zoé Robledo; pról. Félix Luna), Buenos Aires, Embajada de México/Eudeba, 1998.

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