Horacio Quiroga: Cuentos de la selva
Horacio Quiroga escribió varios libros, pero se lo recuerda, sobre todo, como el autor de historias realistas impactantes, cruzadas por la crueldad, la locura y la muerte. También son inolvidables sus «cuentos del monte», como él los llamó, en los que la naturaleza misionera y chaqueña aparece en primer plano, determinando todo lo que ocurre. No es hábitat idealizado, sino muchas veces amenazante, en el que hay que pelear para sobrevivir. En su libro Cuentos de la selva, los protagonistas son los animales, a los que Quiroga presenta bajo formas y actitudes antropomórficas, siempre haciéndole frente a las adversidades, respondiendo con solidaridad, valentía y gratitud.
El cruce entre elementos realistas y fantásticos, la concentración y brevedad que los caracteriza, el ritmo de cada historia, el toque didáctico hacen que, casi a un siglo de su primera publicación en 1918, estos ocho cuentos sigan atrayendo tanto a niños como a adultos, dentro y fuera del ámbito escolar.
El autor
Horacio Quiroga nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878. Cuando tenía solo quince años, fundó el Club Ciclista Salteño, y en 1897, la revista El salto. Estudió en Montevideo, pero buena parte de su vida y su carrera literaria trascurrieron en la Argentina, alternando entre Buenos Aires, donde se publicaron casi todos sus libros, y la selva misionera, en la que vivió en varias oportunidades, incluso con su familia. Además de la literatura y del cine, el ciclismo, la química y la fotografía fueron sus grandes pasiones.
Apenas comenzado el sigl XX, Quiroga realiza dos importantes viajes. El primero, a Francia, transcurre entre marzo y julio de 1900, y le permite conocer el principal foco de la bohemia europea. De esa rica experiencia nace Diario de viaje a París, un libro de publicación póstuma que reproduce las notas tomadas en dos libretas durante su «aventura parisina». El segundo viaje ocurre en 1903, cuando integra como fotógrafo una expedición a las ruinas de las Misiones Jesuíticas, organizada por Leopoldo Lugones y financiada por el Ministerio de Educación.
Ya instalado en Buenos Aires, Quiroga comienza a ejercer como profesor de castellano en el Colegio Británico. En esta ciudad cultivó varias amistades literarias, entre otras, con Lugones, y luego con Alfonsina Storni. Una de las anécdotas más repetidas es que Quiroga, montado en su moto Harley Davidson, recorría a gran velocidad la distancia entre Buenos Aires y Misiones, muchas veces en compañía de su gran amiga Alfonsina.
En 1909 se casa con una de sus alumnas, Ana María Ciré; el matrimonio vive un tiempo cerca de las ruinas de San Ignacio, a orillas del río Paraná, donde Quiroga construye la casa en la que nacen sus dos primeros hijos, Eglé y Darío. Los chicos crecen, sobre todo, bajo el cuidado y el estímulo paternos, motivados por sus constantes desafíos y en medio de una naturaleza exuberante. Cerca de allí, Quiroga ejerce como juez de Paz y oficial del Registro Civil. Tras la muerte de su esposa en 1915, regresa con sus hijos a Buenos Aires, donde trabaja, entre 1917 y 1920, como secretario en el Consulado General de Uruguay.
Del matrimonio con María Elena Bravo, con quien se casa en 1927, nace su hija María Elena, a quien llaman «Pitoca». La familia se traslada en 1932 a Misiones, pero a su segunda esposa no le atrae en absoluto la vida que lleva allí, por lo que ella regresa a Buenos Aires con su pequeña hija, y Quiroga se queda viviendo solo en la casa de piedra, en la que pasa sus últimos años. Esta Casa-Museo, abierta al público, es una reliquia histórica en la que se resguardan y exhiben sus libros, herramientas, muebles, objetos familiares y fotos.
Hacia 1935 comienzan a aparecer los primeros síntomas de su enfermedad. Sus amigos lo convencen para que se traslade a Buenos Aires, donde es operado, a principios de 1937, en el Hospital de Clínicas por el doctor Arce, el mismo cirujano que trató a Alfonsina. Horacio Quiroga muere el 19 de febrero de 1937, a los cincuenta y ocho años, por decisión propia.
La obra
Entre 1894 y 1897 Quiroga escribió sus primeros poemas en un cuaderno que aún se conserva. Pero habrá que esperar hasta 1901 para que aparezca publicado su primer libro, Los arrecifes de coral, dedicado a Leopoldo Lugones, escritor al que admira. En 1904 publica su libro de cuentos El crimen de otro, que ya muestra la influencia que ejerció sobre él la obra de Edgar Allan Poe, a quien consideraba también un maestro. En 1905 aparece su novela breve Los perseguidos y su impactante libro de cuentos El almohadón de plumas, cuyos relatos se dieron a conocer inicialmente en la famosa revista porteña Caras y Caretas. Sus cuentos, textos biográficos y comentarios de cine se publicaron en varios diarios y revistas, entre los que se cuentan: La Reforma, La Revista Social y el semanario Marcha, de Uruguay; Mundo Argentino, Billiken, Fray Mocho, Plus Ultra, El Hogar, Atlántida, La Novela Semanal, La Nación y La Prensa, de Buenos Aires.
Hacia 1909, el año de su casamiento con su primera esposa, publica su novela Historia de un amor turbio, dedicada justamente a Ana María Cires. Mientras trabaja en el Consulado General de Uruguay, Quiroga publica tres libros de cuentos: Cuentos de amor, locura y muerte (1917), Cuentos de la selva (1918) y El salvaje (1920). Ya consagrado como escritor, sobre todo como narrador de relatos breves, a estos libros seguirían Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925), Los desterrados (1926) y Pasado amor (1929), que no tuvo tan buena recepción como sus anteriores obras. En colaboración con Leonardo Glusberg, escribió Suelo natal, libro de lectura para cuarto grado, publicado en 1931. En 1935 publica Más allá, su último libro, que fue premiado por el Ministerio de Instrucción Pública de Uruguay.
Sobre Cuentos de la selva
Maestro del cuento breve, Quiroga dejó como herencia, además de una importante producción narrativa, varios textos teóricos sobre el cuento. En su Decálogo del perfecto cuentista —dedicado a los escritores noveles—, plasma sus ideas sobre el cuento como unidad emocional y revela cuáles han sigo sus modelos: Edgar Allan Poe, Guy des Maupassant, Rudyard Kipling y Anton Chéjov, en los que, según su criterio, se debe creer «como en Dios mismo».
En el cuarto punto de su decálogo indica: «Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón». Quiroga descree de la improvisación, por eso acuña una regla básica para cualquier cuentista: «No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas». También aconseja: «No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino».
En el Manual del perfecto cuentista asegura que parte del éxito de un buen cuento descansa en el uso de las frases breves. Le parece un recurso eficaz abrir un relato con «dos viejas fórmulas abandonadas», muy usadas por los viejos cuentistas: «Era una hermosa noche de primavera» y «Había una vez». Varios de los Cuentos de la selva comienzan con las frases «Había una vez…» y «Cierta vez…».
Según el crítico uruguayo Ángel Rama, Horacio Quiroga es «el primer narrador que concibe la literatura como “oficio” y la composición de cuentos como “fabricación”, emparentándola con las actividades de inventor y mecánico que le atrajeron siempre».
Si bien sus primeras historias son realistas y urbanas, a medida que avanza en su producción narrativa, comienza a crear sus cuentos «de ambiente misionero» o «cuentos del monte», con la presencia de un espacio selvático que se impone y se vuelve enigmático para quienes no lo conocen realmente. En este sentido, es evidente el influjo que ejercieron sobre esta parte de su obra los libros del escritor británico Rudyard Kipling, sobre todo The Jungle Book, conocido en español como El libro de la selva o Libro de las tierras vírgenes, publicado en 1894. Lo mismo ocurre con Los cuentos de así fue como de Kipling, cuyas versiones definitivas fueron escritas entre 1897 y 1902.
Son varias las coincidencias entre los cuentos de Kipling y los de Quiroga: es central el protagonismo de los animales, a los que ambos autores presentan bajo formas y actitudes antropomórficas; el perfil didáctico de las historias, y la tendencia a construir mitos de origen, sobre todo en relación con ciertas características del mundo animal (la joroba del camello, la garganta de la ballena, la piel del rinoceronte, las manchas del leopardo en Kipling y, por ejemplo, la patas de los flamencos y la laboriosidad de las abejas en Quiroga). En los ocho relatos de Cuentos de la selva los animales están personificados, interactúan y dialogan con los seres humanos, siempre en los ámbitos de la selva misionera y en el bosque chaqueño, en los que se exponen a sus peligros y amenazas, realizando un aprendizaje, una adaptación.
Pero la selva de Quiroga no es paradisíaca, sino muchas veces violenta, inconmensurable, sorpresiva. En Cuentos de la selva son muchas las escenas en las que la violencia, la lucha entre grupos de animales y entre los animales y el ser humano son pan de cada día. Como en sus Cuentos de amor, locura y muerte, también está presente en estas páginas la crueldad y el dolor físico, el padecimiento. Sin embargo, ambos libros presentan una gran diferencia: mientras que en los Cuentos de amor, locura y muerte muchas situaciones y atmósferas son extrañas y escalofriantes, en Cuentos de la selva todo lo que sucede aparece naturalizado, presentado por un narrador que comprende las claves de la selva, la lógica de la naturaleza.
Al igual que hizo Kipling con Los cuentos de así fue como, Quiroga escribió los Cuentos de la selva para sus hijos, y luego fueron publicados en forma de libro en 1918, en Buenos Aires, por la Sociedad Cooperativa Ediciones Limitada. Año tras año —falta poco para que se cumpla un siglo de su publicación— serían frecuentados por sucesivas generaciones de lectores de todas las edades, en el marco familiar o escolar. El cruce entre elementos realistas y fantásticos, la concentración y la brevedad que los caracteriza, el ritmo ágil de cada historia han hecho, en diferentes épocas, las delicias no solo de miles de niños, sino también de los adultos que se los han leído en voz alta.