Agatha Christie: Diez negritos

 

 

En la remota isla del Negro, una mano misteriosa está empeñada en cometer una serie de espeluznantes asesinatos dentro de una moderna y confortable casa, siguiendo al pie de la letra las ingenuas indicaciones de una popular canción de cuna. Un grupo de invitados ha caído en la trampa de un enigmático personaje que no aparece en ningún momento, un tal Owen, que los recibe  —en ausencia— como un anfitrión de primera pero que luego, sin piedad, uno tras otro, actuará como un implacable juez que administra los castigos que no se han dispuesto en su momento.

Haciendo honor a las claves del género policial de enigma, nada será por supuesto como parece al principio. ¿Tal vez porque el asesino se esconde entre los invitados y el dueño de esa isla paradisíaca y solitaria es otra persona? Por su atmósfera inquietante y su hermetismo, esta es una de las novelas más logradas de Agatha Christie, la «dama del misterio».


⁂ ⁂ ⁂

 

PARA ENTRAR EN TEMA

 

El autor

Agatha Mary Clarisse Miller —ese era su apellido paterno— nació en la localidad costera de Toquay, en la verde campiña de Devonshire, el 15 de septiembre de 1890. Cursó en una escuela para señoritas de París, donde se despertó su afición por la música. Agatha quería ser concertista de piano o también soprano, pero no llegó nunca a concretar ese deseo. Hija de padre norteamericano y madre inglesa, tomó el apellido Christie de su primer marido —Archibald Christie—, con quien se casó en 1914 y tuvo una hija, Rosalind.

En 1926 publica El asesinato de Roger Ackroyd, que tuvo una excelente recepción de los lectores aficionados y de la crítica. A los pocos meses, su esposo la abandona —algunas fuentes dicen que la engaña con otra mujer, y Agatha se entera—, lo que da lugar a un extraño suceso que contribuyó posiblemente a hacerla famosa: la flamante escritora desaparece por una semana, nadie sabe nada sobre ella y su coche es hallado cerca de un lago, en Surrey. Se inicia entonces una investigación policial y la prensa se ocupa del caso. Empiezan a circular varias hipótesis y versiones. Después de una intensa búsqueda por todo el país, alguien la reconoce en el famoso Hotel Hydropathic, donde estaba alojada con un nombre falso. Cuando su esposo va a buscarla, ella le explica que ha sido víctima de un cuadro de amnesia.

Luego de un complicado divorcio con Christie, conoce durante un viaje que realiza a Medio Oriente al arqueólogo Max Mallowan, quince años más joven que ella, con quien se casa y del cual hace el siguiente comentario: «Un arqueólogo es el mejor marido, porque cuanto más vieja te haces, más le interesas». Con él vivió hasta que la muerte la sorprendió en su casa de Oxfordshire, el 12 de enero de 1976, cuando tenía ochenta y cinco años.

Durante la Primera Guerra Mundial, Agatha se desempeña como enfermera en un hospital, y luego como farmacéutica; ambos trabajos le aportarían experiencias y conocimientos, entre otros, sobre venenos, que utilizaría en algunas de sus historias. En los momentos libres, escribe una novela detectivesca, siguiendo las claves narrativas presentes en los relatos de Arthur Conan Doyle. Surge así El misterioso caso de Styles, en la que aparecen el detective belga Hércules Poirot, ya jubilado, y su asistente, el capitán Hastings. Se cuenta que esa novela y el personaje de Poirot surgieron tras una apuesta que Christhie sostuvo con su hermana Madge. En octubre de 1975 se publica su última novela, Telón, en la que Hércules Poirot muere.

Agatha Christie escribió buena parte de sus libros en su casa de campo «Greenway House», sobre el río Dart, que fue abierta al público en 2005, veintinueve años después de su muerte. Si bien dedicó buena parte de su vida a la literatura, su otra pasión era la jardinería.

Anotaba sus ideas y parte de sus historias en libretas de tapas rojas, azules, verdes o negras; en tres solo escribió fórmulas químicas. «Normalmente tengo media docena de ellas, en las que anoto aquellas ideas que me sorprenden, datos sobre algún veneno o medicamento, o la resolución de una historia que leo en el diario», comentó. En esas páginas también hacía dibujos y esbozaba los posibles escenarios en los que tendrían lugar los crímenes. John Curran, luego de leer y descifrar esas notas, las comentó en su libro Agatha Christie. Los cuadernos secretos, en el que cuenta: «Los cuadernos secretos nos muestran a una Agatha Christie que trabajaba intensamente esas historias solo simples en apariencia. No escribía como Jane Austen, pero era un genio del género detectivesco, una gran creadora de tramas». Y cuenta además que Christie escribía tanto que por momentos confundía los títulos de sus novelas, cuentos y obras de teatro. Ella contó en su autobiografía que los argumentos se le ocurrían en los momentos más inesperados, mientras caminaba por la calle o incluso en una tienda de sombreros. Tomaba nota de todo lo que se le ocurría, y luego lo pasaba a máquina.

 

La obra

Su dedicación a la ficción, que empieza de alguna manera como un remedio contra el aburrimiento, tras el éxito, da lugar a una serie de libros que la harán famosa. Efectivamente, «la dama del misterio», como la llamaban, fue la escritora más exitosa del siglo XX: publicaba a razón de una novela por año —escribió más de ochenta—, llegó a vender más de dos millones de libros y su obra se tradujo a varios idiomas.

Entre 1950 y 1965 Agatha Christie escribió su autobiografía, que se publicó, por expresa voluntad, después de su muerte. Dice en esas páginas:

Me había acostumbrado a escribir en lugar de bordar fundas de cojines o figuras copiadas de las porcelanas de Dresden. No estoy de acuerdo con quien piense que sitúo muy bajo la escritura creativa. La creatividad se demuestra de muchas formas: bordando, cocinando platos especiales, dibujando y esculpiendo, componiendo música y escribiendo libros y cuentos. La única diferencia es que se logra más fama de una forma que de otra.

Poco a poco ganaba seguridad en mis escritos. Estaba convencida de que no me sería muy difícil escribir un libro cada año... Lo más agradable de aquellos días era lo que se relacionaba directamente con el dinero. Si decidía redactar una historia sabía que me daría sesenta libras o lo que fuera; deducía impuestos... y sabía que obtenía limpias cuarenta y cinco libras. Esto estimulaba mucho mi producción. Me decía a mí misma: «Me gustaría derribar el invernadero y hacer en su lugar una galería en la que podamos sentarnos. ¿Cuánto costaría?». Hacía mis cálculos, me iba a la máquina de escribir, me sentaba, pensaba, planeaba y, al cabo de una semana, había fraguado una historia. A su debido tiempo la escribía y ya tenía mi historia.

Respecto a la relación entre la novela policial y su impacto en las ventas, ha señalado Bertold Brecht en su ensayo «De la popularidad de la novela policíaca» (El compromiso en la literatura y el arte, 1973):

Sin duda alguna, la novela policíaca muestra todas las características de una rama floreciente de la literatura. En las encuestas periódicas sobre los «best sellers», ciertamente, apenas se la menciona, pero de ahí no hay mucho que inferir en modo alguno que no se cuente entre la «literatura». Es mucho más probable que la gran masa realmente siga prefiriendo la novela psicológica y que la novela policíaca sea únicamente exaltada por una comunidad de aficionados, numéricamente poderosa, aunque no abrumadora. Entre estos, no obstante, la lectura de novelas policíacas ha tomado el carácter y la fuerza de una costumbre. Una costumbre intelectual.

Si bien sus libros fueron un éxito rotundo y Agatha Christie es el centro de lo que se considera «la edad de oro» de la novela policial —con cuna en Inglaterra—, su narrativa ha recibido también críticas. Anthony Burgess, autor de La naranja mecánica, ha dicho sobre la escritura de la dama del policial inglés:

El lenguaje nunca interesó a Agatha Christie. Fue una representante del grado cero de la escritura que tanto preocupó a Roland Barthes. A diferencia de Oscar Wilde o James Joyce, ella nunca tuvo quebraderos de cabeza por el mot juste. Sus capacidades descriptivas apenas existen. Ni siquiera le importa mucho la creación de caracteres. Sus historias de detectives atraen a un amplio público por la sagacidad de sus tramas. 

Sin embargo, hay autores que no solo son lectores del género policial, sino que lo cultivan, y se oponen a quienes critican la obra de Agatha Christie. Es el caso de Pablo De Santis, que dice en una nota publicada en el diario La Nación:

De Agatha Christie siempre se habla mal. Está condenada a ser el ejemplo más puro del policial inglés, denostado a favor del norteamericano. Es cierto que Raymond Chandler y David Goodis y Dashiell Hammet y Jim Thompson fueron escritores extraordinarios; pero los ataques continuos que Agatha Christie recibe cada vez que se habla del policial son injustos. Se le reprochan las casas de campo, el té de las cinco, la esmerada educación de sus asesinos; se le reprocha la ausencia de borrachos en los callejones. Sus soluciones pueden ser, en ocasiones, inverosímiles, pero sus personajes siempre están vivos. Es probable que ella, como enfermera durante la Primera Guerra Mundial, haya enfrentado más situaciones de dolor y desesperación que todos los escritores norteamericanos «duros»; sin embargo, está condenada a que se la recuerde cultivando un jardín.

Es una autora tan popular que nunca compramos sus libros: ya estaban ahí. En la biblioteca familiar, con las tapas inquietantes de la editorial española El Molino, o en las casas de veraneo, con arena entre las páginas quemadas por el sol, o en las bibliotecas de los hoteles, armadas por la casualidad y los olvidos. Los libros de Agatha Christie siempre aparecen ajados; siempre hubo alguien que cayó en la tentación antes que nosotros.

Fernando Savater, lector también de novelas policiales, conocedor del tema, escribió:

Christie dominó como nadie el arte de introducir el mal en lo cotidiano y borrar las pistas: uno de sus trucos favoritos fue que el criminal resultara a fin de cuentas el primer sospechoso, al que el lector resabiado descarta de entrada.

A diferencia de otras autoras del género, Agatha Christie no se enamoró de su pluscuamperfecto Hércules Poirot y siempre le dedicó una mirada irónica y a veces algo cruel.

En El asesinato de Rogelio Ackroyd, la británica se superó a sí misma y de paso desconcertó a los teóricos de la voz narrativa.

No solo Hércules Poirot fue su detective de lujo. Su segundo «descubridor» de asesinatos fue Miss Marple, que apareció por primera vez en 1930, en medio de la historia de su novela Muerte en la vicaría. Escribió también un par de novelas sentimentales, que firmó con el seudónimo Mary Westmacott. Entre sus obras de teatro, se destaca La ratonera, su pieza más exitosa, representada durante años.

Alrededor de veintitrés de sus novelas fueron llevadas al cine; entre ellas, Asesinato en el Expreso de Oriente (1974, dirigida por Sidney Lumet), Testigo de cargo (1957, dirigida por Billy Wilder), Diez negritos (1945, dirigida por René Clair) y Muerte en el Nilo (1978, dirigida por John Guillermin).

 

Diez negritos

Entre las novelas más leídas de Agatha Christie, se cuentan Asesinato en el Oriente Express, Muerte en el Nilo, Cinco cerditos, Asesinato en la vicaría, Sangre en la piscina y Diez negritos. En una de sus setenta y dos libretas la autora cuenta que la versión originaria de Diez negritos contaba con doce personajes, que luego pasó a tener ocho y, por último, se publicó con los diez que anuncia el título. En esta novela, todos los asesinatos ocurren en un mismo lugar, la Isla del Negro, y cualquiera de los presentes puede ser el asesino. Sobre ese detalle comenta Pablo De Santis: «La concentración de los personajes en un espacio único es una convención del policial; Agatha Christie llevó esa convención a un extremo de aislamiento en Diez negritos (1939), la más pesimista de sus novelas». Es probable que la calificación de «pesimista» aluda a que no hay en esta novela confianza en la justicia y que la concepción que el asesino tiene del mundo le da sentido y dirección a toda la historia. Es, justamente, su falta de fe en la ley la razón que lleva al asesino a hacer justicia por mano propia.

Focalizando a las víctimas de Diez negritos, Silvia Hopenhayn opina que esta novela es «una fabulación perfecta del argumento de la culpa», porque cabe la posibilidad de que todos sean culpables de las muertes de las que se los acusa. Y agrega:

La genialidad de Christie es que su palpitante narración, tal vez sin saberlo, pone en escena ideas freudianas muy recientes para su época. Ubica la culpa en una intención inconsciente y no necesariamente en un acto real cometido; así, hace aparecer un sentimiento difuso de indignidad personal sin una prueba concreta por la que se pueda acusar a ninguno de ellos. Todos los invitados han provocado la muerte de alguien sin por ello convertirse en verdaderos asesinos. Como si el mero deseo de matar hubiera llevado a otros a que se mueran. Desde el joven Anthony Marston, el matrimonio de criados Rogers, el general MacArthur, el aventurero Phillip Lombard o la joven Vera Claythorne. Diez razones para matar, diez razones para morir.

La mayoría de las novelas de Agatha Christie siguen las reglas del modelo de la novela policial clásica, que privilegia la resolución de los casos a través del funcionamiento de la inteligencia pura. Como ha señalado Ricardo Piglia al hablar de la novela policial de enigma: «Se valora antes que nada la omnipotencia del pensamiento y la lógica imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa». La novela policial clásica se construye «sobre la figura del investigador como el razonador puro, como el gran racionalista que defiende la ley y descifra los enigmas (porque descifra los enigmas es el defensor de la ley)».

A pesar de lo señalado, el enigma y su resolución, y el juego entre la historia de los asesinatos y la investigación de los mismos, se presentan en Diez negritos con una torsión. La novela se abre con la escena en la que el juez Wargrave, recién jubilado —llamativamente, este también es un rasgo del personaje de Hércules Poirot—, es presentado por el narrador: él es uno de los diez invitados a pasar unos días en la Isla del Negro. Una vez descubierta la trampa en la que han caído sin saberlo y sucedidas una tras una las sospechosas muertes, no habrá un investigador que resuelva efectivamente el enigma de este caso. Ni Sir Thomas Legge, el subjefe de la policía de Scotland Yard, ni el inspector Maine serán los encargados de desentrañar los enigmas que surgen de estos asesinatos. Será el propio Laurence Wargrave quien lo haga —justamente él, que posee «una naturaleza compleja y de una imaginación exuberante», que de niño leía novelas de aventuras y relatos marinos—, a través de un «documento manuscrito» firmado con su nombre y apellido, puesto en una botella que luego será arrojada al mar.

En su autobiografía, Agatha Christhie reveló una de sus fórmulas secretas: «La mejor receta para la novela policíaca: el detective no debe saber nunca más que el lector». Receta que transgrede al extremo en Diez negritos, ya que el narrador desconoce partes muy importantes de la historia que cuenta, que debe ser completada con las informaciones y argumentaciones del propio asesino, quien hace, de alguna manera, las veces de detective. Sin embargo, la lógica del pensamiento matemático y la inteligencia como base de la historia siguen intactos, pero esta vez puestos en la figura del asesino, no en la figura del investigador ni en la del narrador. De hecho, en esta novela no aparece por ningún lado Hércules Poirot. Por lo tanto, no tendrá, tal como señala Tzvetan Todorov, al hacer referencia a la novela de enigma, «una dualidad que va a guiarnos en su descripción», porque Diez negritos no sigue la regla de la doble historia: la historia de los asesinatos no coincide con la historia de la investigación. La investigación —desde el enfoque del subjefe de policía Thomas Legge y el inspector Maine— aparece fuera del devenir de los capítulos, en el «Epílogo».

Piglia ha dicho que en la policial de enigma los crímenes suelen ser gratuitos, «porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma». En Diez negritos ocurre otra desviación, en relación con la tendencia general del género: el asesino tiene sus motivos para actuar como actúa, y la explicación se anuncia en la voz del gramófono y se reafirma en el papel guardado dentro de la botella. Dependerá, entonces, de que alguien la encuentre y lea el mensaje. Lo cierto es que esta novela no se cierra en el capítulo XVI, con el último crimen, sino con los datos que el «Epílogo» aporta.

Borges abre su nota «Los laberintos policiales y Chesterton» con la siguiente frase: «El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad». De manera paradójica, en Diez negritos, el «apetito de legalidad» se cumple a través de una serie de crímenes, y no es la Justicia la que realmente equilibra la balanza e impone el orden, sino un hombre descreído y desesperanzado que ve próximo su final y arrastra tras él a otros. Como juez, distribuye la ley, pero lo hace de acuerdo con su particular criterio, a partir de su idea de la culpa y el castigo. El remordimiento de las víctimas, por supuesto, hace lo suyo, como lo demuestra el broche de oro: el suicidio de Vera Claythorne.

Las novelas de Agatha Christie han sido leídas por sucesivas generaciones. Algunas, como Diez negritos, rebautizada para evitar toda señal de discriminación con el título Y no quedó ninguno, ha devenido en un videojuego para Pc y Wii. Quienes hayan leído la novela, contarán con algunas claves para ir resolviéndolo, aunque el videojuego también abre la posibilidad de los finales alternativos. 

 

Agatha Christie: Diez negritos. Edición especial para el trabajo en el aula con guía de actividades de prelectura, análisis y lectura comprensiva, taller de escritura e introducción a cargo de Graciela Gliemmo. Buenos Aires, Planeta, 2012.

 

Entradas más populares de este blog

Coda: el eterno retorno de Nietzsche y algo más

Sobre mí

Roberto Rossellini (2): «las guerras domésticas»

El compromiso del testimoniante: relato y verdad

El amor: ¿arde o perdura?

Elena Poniatowska: La noche de Tlatelolco

La hormiguita viajera

Natalia Ginzburg: «Mi oficio es escribir historias»

Elena Poniatowska: Del testimonio a la escritura