Juan García Ponce: Doce y una, trece y Catálogo razonado
Juan García Ponce, Premio Nacional de Literatura de México en 1989, ingresa a la creación literaria con la obra de teatro El canto de los grillos (1958). Es significativo que este debut se remonte a un género que abandonará por unos años y al que volverá, sin embargo, en varias ocasiones. En 1982, a través de su Catálogo razonado, se permite resumir su poética de escritura, expresar su concepción del arte y recordar su condición de lector y espectador.
Durante una breve etapa, El canto de los grillos, obra con la que obtuvo el Premio Ciudad de México, así como La feria distante y Sombras muestran su adhesión a una de las líneas tradicionales del teatro latinoamericano, tendiente a representar las costumbres en torno al núcleo familiar, y a llevar a escena las tensiones entre individuo y sociedad.
A pesar del estímulo que sin duda debió producirle este primer premio, de su amistad con gente del espectáculo y de su continua práctica como crítico teatral, García Ponce deja entre paréntesis durante dos décadas la producción de textos dramáticos y canaliza su imaginario y toda su problemática intelectual en la narrativa y el ensayo. La temática del erotismo, la asociación mujer/obra de arte, y la representación del cuerpo femenino como objeto de deseo serán los centros constitutivos de Doce y una, trece, obra de 1974, en la que rompe con el modelo costumbrista y en la cual deja asomar una vez más las coordenadas que recorrerán obsesivamente toda su futura producción.
Esta escenificación de una historia íntima con base en un triángulo amoroso, el incesto y la simbolización de la creación literaria en la imagen de una mujer, inaugural en Doce y una, trece, irá asumiendo diferentes matices en cada nuevo texto. En esta primera huella que marca esta obra teatral parece reescribir lo que había sido un planteo vanguardista —la independencia del arte y la interrelación de diversas manifestaciones artísticas—, así como la propuesta interconjunta de lo que fue en 1928 el Teatro de Ulises, espacio en el que tanto escritores como pintores elaboraron una doble creación.
En las acotaciones sobre la escenificación, García Ponce sugiere el recuerdo del cuadro Estudio rojo de Matisse y la presencia de un retrato de Sylvia, la protagonista. El escenario no está armado para parecer «real», sino que muestra deliberadamente su condición de artificio, de reunión de objetos marcados por la ausencia de naturalidad. Buena parte de los diálogos no construyen un símil de conversaciones, sino que explicitan la reflexión que el propio discurso hace sobre este juego de implicaciones e interrelaciones.
Esta pieza es una representación no realista de la relación del artista con la sociedad y con su modelo. El triángulo amoroso Jorge-Sylvia-Eduardo excede la tematización de la representación del erotismo y del incesto, y abre una línea metatextual que se condensa y visualiza en el retrato que estará presente a lo largo de toda la obra. El personaje femenino se anuncia como núcleo de la creación ante un autor masculino que le permite nacer y otro, voyeur, que la repite con la mirada. El triángulo erótico es símbolo del triángulo en torno a la existencia artística, en la que el creador, la obra y el receptor construyen un circuito de ida y vuelta ininterrumpido.
Jorge, el hermano-amante-pintor, hace posible la circulación de la imagen de Sylvia, que en la escena se vuelve un doble objeto de contemplación: es su cuadro y su cuerpo, el retrato y el modelo, la tela y la carne. El tema de la identidad, los límites de la libertad y la posesión amorosa permiten filtrar la problematización del arte como objeto individual compartible, transgresor de la leyes de la propiedad privada. Doce y una, trece escenifica que la obra de arte, como el cuerpo, no tiene dueño, que se es solo de otro mientras el rito de la mirada se sostiene.
El ingreso de la pintura, no como elemento decorativo y accesorio sino como obra de arte recortada, reproducida dentro de otra obra de arte, el pedido de traducción tridimensional de un cuadro de Matisse ponen en íntima comunión el teatro —como forma literaria— y la pintura, artes que al percibirse desde la contemplación convocan a la repetición de los gestos, líneas y poses que borran el tiempo al conseguir un efecto de continuidad. Estando «ahí», expuestas ante los ojos, vuelven a la vida ininterrumpidamente.
No es casual que, en este sentido, tanto Doce y una, trece como Catálogo razonado muestren la ausencia de un cierre. En la primera, una niña termina haciendo cuentas de uno en uno y se detiene en la suma «doce y una, trece» como podría haberlo hecho en cualquier otra cifra, y en la segunda, se explicita la imposibilidad de encontrar una escena final. La «voz primera», vocero del autor, anuncia:
No hay final. Es imposible preverlo. Puedo olvidarla. Pero también es posible que la recuerde siempre y la disfrace y utilice sus gestos, sus actitudes, su figura para afirmar una acción o sus acciones, para volver a intentar que sus gestos, sus actitudes, su figura aparezcan una vez más, y ella nunca sea real sino que solo exista en la posibilidad de repetirse en sí misma como otra.[1]
El espectáculo de la mirada —el personaje masculino sobre el personaje femenino y del espectador sobre la obra—, aquello que rebasa la contención de un libro, es un bien cultural que, al repetirse, perdura y subraya la condición de toda obra artística: la de crear un tiempo y un espacio que son otros que los presentes en aquello que convenimos en llamar «realidad».
Crítico de la mirada —pienso en sus comentarios como espectador teatral y como asistente a galerías y exposiciones de pintura—, recurre al género teatral para unir el discurso de la palabra y el de la pura imagen. Como proyecto, Doce y una, trece es un espacio de confluencias y de deseos, una lectura del arte, un juego de interrelaciones de códigos que solo el teatro vuelve posible.
En 1982 se produce otra ruptura dentro del corpus literario de García Ponce con la publicación de una extensa novela. La intertextualidad con la obra de Sade, Bataille y Klossowski irrumpe ya sin ocultamientos ni máscaras. Lo que se murmuraba en los anteriores textos, incluyendo Doce y una, trece, estalla en Crónica de la intervención. Ese mismo año publica Catálogo razonado, propuesta teatral que es —como su nombre lo indica— un inventario de elementos de la razón y también del deseo, así como una conjunción paródica, sin humor, de diferentes objetos artísticos marcados por el gusto del autor. Si en Doce y una, trece el retrato remite al personaje, aquí el lenguaje, los gestos, las imágenes, los desplazamientos escénicos conforman el autorretrato y la autobiografía de un hacedor y consumidor de literatura. Bisagra que permite doblar la producción en un antes y un después, potencia algunas de las líneas antirrealistas de su obra teatral anterior y pone en conflicto una clasificación genérica, ya que se presenta como el cruce dinámico de narrativa, ensayo y teatro.
La obra está dedicada a Juan José Gurrola, que dirigió en 1964 Doce y una, trece, llevó al cine su relato «Tajimara», adaptó para teatro la novela Roberta esta noche de Pierre Klossowski y estrenó, durante el décimo Festival Cervantino, Miscast, «comedia opaca en tres actos», de Salvador Elizondo. Todas propuestas que cuestionan, en algún punto, el acto creativo. Evidente homenaje al arte, representa los recuerdos, las fantasías, los interrogantes que el personaje autor lee en sí mismo. La obra no señala otra realidad que la que aparece en las novelas de Juan García Ponce, así como en algunos cuadros de Arnaldo Cohen, Pierre Klossowski, Balthus, Lucas Cranach, Roger von Gunten y Joy Laville.
Como texto dramático, retoma una vieja cuestión para dejar en pie algunos enigmas: ¿cuál es el límite entre la realidad y la apariencia, entre la realidad y la ficción, entre el ser en sí mismo y el retrato, entre lo visible y lo invisible, entre una y otra forma artística? Partiendo de la afirmación de que la vida es representación, Catálogo razonado se autodefine como una tercera representación. Manifiesta que el arte reproduce al arte.
Las escenas se especifican, en su mayoría, como repetición. En un coqueteo narcisista, la obra se refleja, se mira, se explica, se delinea en la multiplicidad de códigos. Algunos decorados imitan las imágenes de los cuadros —como la apertura a través de un cubo transparente de Arnaldo Cohen y el cierre con un dibujo de Klossowski—; un fotógrafo fija instantes y poses de lo actuado por la modelo, imágenes que se verán proyectadas en una pantalla; una película hace visibles partes del diario que Paloma escribe y la voz de una grabadora dicta; los actores deben moverse de acuerdo con los pasajes descriptivos de las novelas y reproducir de manera inmóvil las figuras de los cuadros; en el escenario coexistirán paralelamente varias líneas de representación. Por la duplicación, el desdoblamiento de las imágenes y las palabras, los personajes podrán contemplarse a sí mismos.
La repetición en Catálogo razonado deja de ser un tema, para pasar a ser un principio constructivo. Diferentes códigos —literatura, pintura, fotografía, cine, música, grabación— conforman una comunión de rebotes en los que la realidad ajena al arte queda afuera, y dentro de la cual todo objeto artístico puede ser convocado. El centro, el nudo, el punto de intersección es el escenario y el cuerpo de una mujer. No como modelo real, sino como eterna representación, al igual que la voz del autor y la de otros personajes juega a desdoblarse cual comodín en diferentes personajes, recordando la permeabilidad central de todo actor, preparado para hacer encarnar su voz y su imagen en otras voces e imágenes que, siendo idénticas a las de él, sin embargo se presentan como distintas. Ese maravilloso travestismo que un pacto de complicidad entre el género teatral y los espectadores hace factible.
Gracias a la pertinencia del género teatral, a la conjunción de texto y recursos extratextuales, García Ponce puede trascender los límites que ofrecen la narrativa y el ensayo, en los que la interrelación de las diferentes manifestaciones artísticas solo se vuelve tratamiento temático, e intenta salvar estas fronteras genéricas en una edición de Catálogo razonado al incluir algunas reproducciones de los dibujos y cuadros a los que se hace referencia.
La puesta en escena como simulacro, el teatro como un espacio que se arma y se desarma, la anulación de un tiempo real se reiteran en el texto segundo —que se distingue porque aparece centrado—, en el que una y otra vez se le recuerda al posible director la necesidad de no registrar de modo verosímil, de no incluir como condimento el efecto de verdad.
En esta poética del objeto artístico, de la repetición de la cita y la traducción, casi como un juego de espejos paralelos, se reafirma la perdurabilidad de toda creación a partir de la posibilidad de reproducirse a sí misma y de apostar aunque solo sea a una mirada que la suba a escena.
NOTAS
[1] Juan García Ponce: Catálogo razonado, México, Premiá Editora, 1982, p. 87.
Ensayo corregido para este blog; publicado originalmente con el título «El teatro de Juan García Ponce», en Unomásuno, suplemento cultural de Sábado, México, 10 de agosto de 1991.