Ana María Shua: Los amores de Laurita

 

 

La novela Los amores de Laurita de Ana María Shua establece, de manera evidente, un diálogo con la producción literaria conocida como narrativa erótica. Cuando el libro se publica en 1984, la novela erótica ya ha pautado en América Latina, después de su estallido en la década del 60, los elementos más importantes de lo que puede leerse como su canon: la representación casi exclusiva en torno al cuerpo y al placer, el derroche de los encuentros eróticos, el privilegio de situaciones y espacios privados, las problemáticas íntimas que ponen entre paréntesis el gran acontecer histórico, la reescritura de los grandes modelos europeos y norteamericanos (Sade, Bataille, Klossowski, Miller) y la apuesta a la construcción de un relato que impone un nuevo criterio de verosimilitud, ya que se coloca en el filo entre lo creíble y lo no creíble al construir situaciones y escenas que no buscan ni señalan un correlato con el mundo real. Dada la combinación de estos ingredientes, la narrativa erótica se muestra más como artificio que como representación y plantea, en más de un sentido, un mundo con situaciones y personajes utópicos, que desafían los interdictos sociales e instalan un estado permanente de transgresión, imponiendo un nuevo orden: el de los sentidos, gobernado por el deseo que dicta el cuerpo.

Ana María Shua no escribe sobre un vacío, sino que elige un corpus altamente pautado, que produjo una fuerte ruptura literaria y condenas sociales en sus inicios, aunque ya canónico hacia la década del 80. Por otra parte, recoge los aportes de la escritura de mujeres, contribuye al trabajo que varias escritoras latinoamericanas y, en especial, argentinas han venido realizando durante dos décadas conflictivas, y realiza transgresiones y reformulaciones a ese canon. En este impulso, la preceden un grupo de textos narrativos que conmueven las normas vigentes de entonces al desafiar el imaginario social y al ser publicados durante aquellos años feroces de la dictadura militar en Argentina. Me refiero a El monte de Venus (novela, 1976) de Reina Roffé, La condesa sangrienta (novela, 1976) de Alejandra Pizarnik, Feiguele y otras mujeres (cuentos, 1976) de Cecilia Absatz, En breve cárcel (novela, 1981) de Silvia Molloy, Urdimbre (novela, 1981) y Ciudades (cuentos, 1981) de Noemí Ulla, y Cambio de armas (cuentos, 1983) de Luisa Valenzuela.

Frente a las posibilidades que brinda este género tan reglado, estas novelas y estos cuentos incorporan y modifican viejos y nuevos fundamentos. En las novelas eróticas que iluminan el camino de estas escritoras, vistas ya como tradicionales, el cuerpo de una mujer es el centro del relato y del placer de uno o varios hombres y, como novedad, de otras mujeres; las protagonistas no son madres y rara vez están casadas; hay una actitud de sumisión, de aceptación en ellas del deseo del otro; no hay una fuerte presencia de acontecimientos históricos sino, más bien, una puesta entre paréntesis de los mismos; los personajes no trabajan, gastan su tiempo y su energía cuestionando la organización de la sociedad burguesa; el derroche del erotismo reemplaza la concepción de una sexualidad puesta al servicio de la reproducción de la especie; la oposición de un desorden de los sentidos, del cuerpo, desplaza todo tipo de norma o sistema ordenado de intercambio; se privatizan las escenas, que se desarrollan en espacios íntimos, y largas descripciones con mínimas variantes son el soporte de las narraciones.

Con el impulso de cambiar un canon, estas escritoras argentinas se apropian de los modelos para desviar el sentido ideológico que la novela erótica ha señalado. El resultado está a la vista: se muestra un saber femenino en relación con el cuerpo y el erotismo; la protagonista es ahora sujeto —y no objeto— de los encuentros; el cuerpo masculino es el centro de muchas descripciones, enfocado desde la mirada de una mujer; se descentralizan las zonas erógenas y se cuestionan los supuestos modos del goce femenino; el erotismo parece ser el camino elegido para la búsqueda de una posible identidad genérica. De este modo, la ampliación es doble: se extienden los límites de un imaginario literario, muy cristalizado y cerrado, a la vez que se cuestiona un imaginario social que naturaliza las construcciones culturales. El erotismo pone en escena el cuerpo femenino y permite representarlo desde la mirada de la mujer.

Aunque se produce hacia el final del sistema político represivo de la última Junta Militar, Los amores de Laurita irrumpe en el comienzo del regreso a la democracia. Cercano a los relatos de Cambio de armas, no organiza como este una representación del erotismo en el cruce con la represión y las perversiones de los últimos años de la historia política argentina, sino que recoge el sistema de creencias, rituales y prácticas familiares, cotidianas de aquellos años, comunes en nuestra sociedad. En este sentido, ejerce una doble presión sobre el canon: lo amplía dando una visión femenina del erotismo, muchas veces paródica de las novelas consagradas y reconocidas en el sistema literario, tal como ocurre con la producción de las otras escritoras mencionadas, y despliega un imaginario que combina las claves de importantes costumbres sociales con los modelos literarios de la narrativa erótica.

Una actitud corrosiva, interrogadora de tantas verdades y argumentos incuestionables introduce fisuras, genera la duda ante relatos tajantes y unívocos. Para conseguir que los puntos claves de este doble imaginario caigan, esta novela se nutre de la vida y de la literatura, juega a la representación de la realidad, y recoge los elementos de una narrativa que para poder construirse la ha negado. En un gesto disidente, Los amores de Laurita no deja de exhibir, página tras página, una realidad social exageradamente pautada, condicionada, altamente reglada. Solo la imaginación parece desanudar el conjunto de mandatos, creencias, rituales e interdictos en los que el personaje de Laura, joven y luego señora, aparece maniatada. 

 

Creencias, rituales y transgresiones

A partir de los dos epígrafes que abren esta novela, su autora permite el ingreso de un conjunto de saberes, dados como seguros e irrefutables, que organizan la circulación de los cuerpos en la sociedad, pautan un sistema posible de intercambio, regulan las posibilidades del placer y establecen las diferencias fundamentales, imprescindibles entre las conductas deseables femeninas y masculinas.

Sobre los personajes femeninos, centralmente sobre Laura, pesan una fusión de creencias que se presentan en la transmisión generacional, de madres a hijas, naturalizadas por el discurso social. Lo que se espera de una mujer, lo que se le permite hacer a una mujer o no, lo que una mujer puede desear y pensar; todo ello aparece inscripto en la educación que una mujer recibe. Y desde esos mismos epígrafes, junto con el mandato que instala una creencia, Ana María Shua desarticula el lugar común con la propuesta de un nuevo ritual, parodiando el tono didáctico e instructivo de los manuales, algo muy presente en toda la novela, por mención expresa o alusión:

Como a toda mujer, se me acusa de ser también araña, se espera de mí esa segregación constante de hilos pegajosos que debo aprender a constituir en red para justificar la cobardía de los hombres, convencidos de mi avidez por sus líquidos vitales cuyo sabor repugnante y amargo ni siquiera imaginan, cuya vergonzosa escasez no se atreven siquiera a concebir (con decir que a veces necesito tres o cuatro para una sola comida).

Para atraerlos, no hay como descubrir ocultando. Un poco de orégano por aquí y por allá y aros de cebolla en los lóbulos de las orejas para disimular los anzuelos. Cuando hay cardumen, mantenga la calma: no es conveniente atrapar a más hombres de los que se puede consumir en un invierno. La primavera los vuelve flacos y tornadizos, toman un fuerte sabor acidulado y su conservación resulta problemática.[1]

Los dos epígrafes señalan muchas de las direcciones que tomará la historia de esta novela: la construcción de una protagonista que se cuestiona acerca de las acusaciones, los mandatos y el horizonte de expectativas que reciben y a los que deben responder las mujeres; el peso de ser mujer a la hora de elegir cómo vivir y qué hacer; la necesidad de argumentar sobre el desvío de las normas pautadas por consenso social; la obligación de aprender a ser mujer y a comportarse como tal de manera unívoca e irrevocable; la reversión de lo consabido al atribuirle a la mujer un rol activo y al hombre un rol pasivo; los saberes cotidianos femeninos, colocados al servicio del placer, y el conocimiento femenino sobre el propio cuerpo y el del hombre.

A través de los cuestionamientos de la protagonista, la novela va desplegando y tirando abajo esas creencias que se han cristalizado en la sociedad como principios indudables. Este eje narrativo, presente en toda la novela, se intensifica a través de dos imágenes fundamentales: la del aborto y la del embarazo.

La escena del aborto, que aparece narrada en el capítulo cuarto, «Cirugía menor», regresa en el recuerdo de Laura muchas veces como posible experiencia traumática. En ese momento, Laura está sola, pero guarda un secreto y comparte un riesgo junto con otras que, como ella, transitan por un escenario clandestino e ilegal, jugándose la vida. Esta idea da vueltas en la construcción de esta escena y en el pensamiento de Laura. El placer y la culpa: el castigo que debe pagar por transgredir un mandato y, a la vez, el grado de compromiso vital al que están expuestas todas esas mujeres que se suceden para abortar. Incluso, la escena se desdobla al presentar un posible arrepentimiento y abrir el conflicto de esa decisión. Cuando la situación parecía olvidada, reaparece en forma de miedo: miedo a no poder quedar embarazada, miedo a que el hijo que está por nacer pague la culpa de haber matado al anterior. Comprobar que esa creencia aprendida por boca de otras mujeres es cierta y se repetirá implacablemente con ella amenaza a Laura constantemente. El lector comprueba, sin embargo, junto con la protagonista, que el ritual de la transgresión, la elección del placer, una sexualidad libre y negarse a ser madre no conllevan el castigo firmemente anunciado. La creencia se evidencia como construcción cultural, como relativa y engañosa. Para la protagonista se desenmascara incluso como mentira.

Capítulo a capítulo, el vientre de Laura va creciendo. La avidez por la comida, el sobrepeso, los antojos, la hipersensibilidad, la dificultad para moverse, la importancia de hacer gimnasia y preparar sus pezones responde a lo esperable y conforma una rutina. No hay efecto sorpresa ante la gula de Laura, ante la asistencia a las consultas médicas o al gimnasio, ante la costumbre de preocuparse por el ajuar del bebé. El discurso médico, la comercialización en torno al cuidado del cuerpo antes y después del parto, los manuales y las revistas sobre el embarazo aseguran las zonas de lo permitido y lo prohibido. No así en lo que respecta al placer y a la sexualidad de una embarazada. La novela se cierra con la desarticulación de dos creencias: la imposibilidad de excitarse durante el embarazo y el privilegio del sentimiento maternal sobre el deseo femenino. La heredera de la señora Laura se lo agradece desde el vientre: Laura ha logrado romper un eslabón más de las cadenas con las que su madre la había atado a la realidad. Ahora puede, simultáneamente, procrear sin perder su condición de mujer. Pero debe hacerlo sola: sin marido, sin madre, sin médico. Laura puede seguir disfrutando de su cuerpo, a escondidas en el baño, mientras lleva a cabo una rutina de higiene. El erotismo desplaza, suspende, revoca la economía del placer que la sociedad productiva impone. El erotismo le permite a Laura reinterpretar las reglas que hace circular el discurso médico.

La creación de una historia que tiene como protagonista a una embarazada es la transgresión más importante que Shúa realiza con respecto al canon de la novela erótica. Las protagonistas de Justina o los infortunios de la virtud del Marqués de Sade, Historia del ojo de Georges Bataille, Roberte esta noche de Pierre Klossowski, Historia de O de Pauline Réage o Nueve semanas y media de Elizabeth McNeill, por citar unas pocas novelas, no son madres. El erotismo aparece totalmente alejado del rol materno. Las madres, cuando aparecen, sirven para regular o para prostituir.

En Los amores de Laurita, la protagonista es la contrafigura de los modelos femeninos que ofrecen estas ficciones con tanto peso en la configuración del canon de la narrativa erótica. Ella va a establecer sus propios rituales, que parecen más definidos por la impronta del deseo personal que por las necesidades sociales de regular el erotismo y la sexualidad. Aunque su hija recibe por vía intrauterina una sensación más que un saber, el camino de Laura ha sido solitario, ha tenido que aprender a escuchar su propio deseo en medio de las interferencias producidas por la educación que ha recibido y las creencias que circulan como moneda corriente. A pesar de esto, toda la novela va preparando el cambio, la ruptura con la que estalla la historia de Laura en los últimos párrafos. La señora Laura, que ha obedecido muchas pautas sociales y rutinas que se le imponen a una mujer embarazada, ha sido fiel a su propia historia de transgresiones, se ha permitido el placer y no ha sufrido tampoco esta vez castigo alguno. La novela deja entrever que es posible que el placer con placer se pague:

Los espasmódicos movimientos de su vagina han desencadenado como reacción una serie de contracciones bastantes fuertes del músculo uterino, que poco a poco van disminuyendo en intensidad y frecuencia. Tampoco esta vez se iniciará el trabajo de parto. Agotada, satisfecha, se acuesta vestida sobre la cama.

Laurita está profundamente dormida. Pero en su vientre, enorme, dilatado, alguien ha vuelto a despertar. Es un feto de sexo femenino, bien formado, con un manojo de pelo oscuro en la cabeza, que pesa ya más de tres kilos y se chupa furiosamente su propio dedo pulgar, con ávido deleite. (p. 196)

A partir del erotismo, Los amores de Laurita le hace jaque mate al sistema de creencias sociales que se basan en las prohibiciones, los miedos y el castigo. Propone, desde la construcción de la protagonista, un desplazamiento hacia los rituales personales, individuales. Frente a las grandes verdades y generalizaciones que esta novela cuestiona solo parece posible la búsqueda del propio placer. No son los mandatos externos los que se imponen. Es aquello que el propio cuerpo pide.

Ana María Shua retoma elementos del imaginario popular, algunos de ellos ya cristalizados, y cuestiona los lugares comunes del lenguaje y de la literatura en buena parte de su obra. Los saberes, creencias, frases y refranes que circulan naturalizados por la herencia y la repetición son la base de muchos de sus escritos. Puede pensarse, entre otros, en los artículos periodísticos que dan lugar a la posterior edición de El marido argentino promedio (1992) y en las compilaciones Sabiduría popular judía (1997) y Cabras, mujeres y mulas. Antología del odio/miedo a la mujer en la literatura popular (1998).

Por otro lado, un conjunto de prácticas y creencias han variado por el avance de saberes específicos. Sin embargo, a pesar del discurso legalizador que las sostiene, la resistencia ante ese cambio se hace sentir. Es el caso de las innovaciones que han tenido lugar en el cuidado de las embarazadas y que señalan diferencias entre las tres generaciones que están en juego en la novela: abuela, madre, hija. Una diferencia se revela como fundamental en el imaginario que ofrece el texto: hay cambios que ya están asimilados, aun con resistencias presentes, que son tema de conversación, que son percibidos tanto por mujeres como por hombres, que no producen cuestionamientos del otro:

La señora Laura comenta que a su madre le resulta llamativa la frecuencia de sus visitas al médico obstetra, ya que ella misma habría comenzado las consultas (pocas, breves y espaciadas) hacia el final del embarazo.

—¿Tu mamá se extraña? Lo que será tu abuelita, entonces —dice el hombre.

—Uh, mi abuelita ni hablemos. Hace el cálculo de lo que pagamos cada visita, le suma los intereses y se vuelve loca. Imaginate ella: tantos hijos y a la partera no la veía hasta que no estaba con los dolores.

Él pregunta, entonces, aunque conoce la respuesta, qué edad tenía la abuelita cuando nació su primogénito, el padre de la señora Laura. Desmintiendo el concepto popular de que los niños, en la actualidad, alcanzarían más rápidamente la madurez estimulados por los medios de comunicación, Laura recuerda que cuando nació su padre su abuelita tenía solo dieciséis años. (pp. 10-11)

El último párrafo puede leerse como una puesta en abismo: Los amores de Laurita «desmiente» un conjunto de saberes y creencias tenidos por ciertos e indiscutibles. 

 

Las transgresiones de Laurita y Frangipani

A medida que el embarazo de la señora Laura avanza, ella rememora los encuentros eróticos con los hombres anteriores a su esposo. Regresan en cada capítulo las experiencias amorosas y sexuales con Jorge, Sergio, el Flaco Sivi, Gerardo, Kalnicky Kamiansky y Pablo, mezcladas con las fantasías de la protagonista. La novela reitera, en sintonía con los ensayos La parte maldita, El erotismo y Las lágrimas de Eros de Georges Bataille, que los interdictos provocan transgresiones y que la función de un interdicto no es solo regular conductas sociales, sino además despertar el deseo de transgredirlo. La noción de la fiesta y del derroche como posibles modos de quiebre del orden burgués se ficcionalizan y parodian en las imágenes de la festichola del segundo capítulo, en el gusto de Laura por las masas frente al asco de su esposo, en la posibilidad de gozar y excitarse mientras prepara su cuerpo para amamantar. Tanto la festichola como los restos de dulces que quedan en el plato de la confitería y el placer de acariciarse los pezones, aunque con signo diferente, remiten a la inutilidad, a lo improductivo, al exceso, al puro gasto. Energías, comida y cuerpo que se asimilan y capitalizan en un placer que no recae sobre la sociedad ni sobre el otro. Mientras su esposo administra el tiempo en torno al trabajo, Laura destina parte del suyo a gozar, a experimentar las sensaciones que el embarazo inesperadamente le produce.

George Bataille afirma en su ensayo El erotismo:

Tenemos fundamentos para pensar que, ya desde el origen, la libertad sexual tuvo que recibir un límite al que debemos dar el nombre de interdicto, sin poder decir nada de los casos en los que se aplicaba. Como máximo, podemos creer que inicialmente el tiempo del trabajo determinó este límite. La única verdadera razón que tenemos para admitir la existencia muy antigua de semejante interdicto es el hecho de que, en todo tiempo, como en todo lugar, en la medida en que estamos informados, el hombre está definido por una conducta sexual sometida a reglas, a restricciones definidas: el hombre es un animal que permanece «interdicto» ante la muerte, y ante la unión sexual.[2]

Cada nueva experiencia de la protagonista permite revisar y poner en entredicho una creencia o un ritual transmitido por su abuela a su madre y por su madre a ella. Si el universo de creencias y rituales que Laura ha recibido se basa en la obediencia fiel a las normas, en su caso solo queda romper con la sujeción para lograr desoír lo aprendido y para construir un nuevo sistema de saberes y prácticas femeninas. La novela muestra una crisis, un momento de fractura generacional, la caída de un orden, el tránsito caótico desde los dieciséis años a la adultez y la posibilidad de instaurar un nuevo sistema de valores. Siempre sola, porque un rasgo de la historia es que Laura no comparte estos cambios con amigas o hermanas. Y las otras embarazadas resultan desexualizadas desde la mirada de quien narra. Otra parece ser la situación que heredará la niña que se chupa el pulgar en su vientre.

Estas experiencias se registran narrativamente en forma de anécdotas. La novela juega a ser un testimonio generacional, de época, a la vez que exalta la importancia de la literatura y de la imaginación como disparadores de transgresiones y cambios. Laura lee a Bataille, a Cortázar, a Miller, a Sade, a Céline. Con sus amigos y amantes hablan de Artaud y de Breton, discuten la teoría del potlach, representan escenas teatrales, recuerdan tanto a Berceo y a San Juan de la Cruz como a Miguel Hernández. Es la literatura la que le permite a Laura entrar en clímax y permitirse transgredir hacia el final el mandato más fuerte de la novela: una madre no tiene sexo. En cierto sentido, el libro reemplaza, sustituye al otro, al par que no está, y aminora el estado de soledad en el que Laura se encuentra. Es la literatura la que ayuda a detonar la transgresión, a desplazar y a revocar los antiguos rituales y creencias.

Primero Laura repasa las imágenes que le han quedado de Miller, Mailer, Sade y otros textos eróticos, pero, contra lo previsible, no es el contenido del libro lo que se impone a la hora de elegirlo, sino su formato. Es el libro como cuerpo: «Elige un libro cualquiera, de lomo ancho, que le resultará perfecto para apretar entre sus piernas mientras sigue, acostada en la cama, masajeándose enérgicamente los pezones». (p. 189)

Laura fantasea desde la adolescencia con un nuevo orden, una naturaleza diferente, una sociedad donde sea posible otro ritmo de vida y haya lugar para el puro placer. De la zona de la utopía, presentada desde trozos de textos que tienen como escenario una isla, la narración se desliza hacia la concreción del placer como punto vital y heredable.

En esa isla con la que Laura sueña al principio de la novela, todo es idílico: mar, corales, pájaros, flores y plantas, perfumes exóticos. En esa fuga de la pesada realidad que debe soportar Laura, la literatura le brinda un personaje femenino en el que compensar y reflejarse: Frangipani, una joven isleña. Esta muchacha, tan joven como Laura, también sigue los pasos de los rituales que su tribu ha transmitido de generación en generación, pero estos parecen sostener una sociedad utópica.

Frangipani no está sola; otras mujeres danzan como ella, comparten el ritmo de los movimientos, acompañan las ceremonias cruzadas por el golpe de los tambores. Aquí también se trata de rituales y Frangipani los sigue con más fidelidad que la que Laura emplea en seguir los suyos. Pero en este mundo paradisíaco, el placer, el cuerpo, el erotismo se distribuyen como bienes sociales, legendarios:

Las Grandes Danzas van a comenzar y Frangipani es la más grácil, la más alada de las bailarinas. Sus pies desnudos pueden convertirse en pájaros y en peces y la fuerza con que sus plantas se apoyan en el suelo es capaz de desviar a la tierra misma de su eje y sus pechos firmes se balancean apenas al ritmo de su cuerpo, ese ritmo que introducen los tambores en el centro de su vientre y que vuelve a derramarse desde allí en ondas vertiginosas que la estremecen hasta las puntas de los dedos. (pp. 22-23)

Y mientras baila y se acerca maravillosamente al éxtasis impulsada por las miradas de los hombres, que se posan como insectos golosos sobre la dulzura de su piel, Frangipani tiene repentina conciencia de una mirada extraña, distinta de las demás, una mirada que en lugar de posarse sobre ella se le clava, la atraviesa. (p. 27)

Frangipani, a diferencia de Laurita, no necesita transgredir porque el erotismo no está interdicto en su cultura. Danza y goza con la aprobación de las otras mujeres, de los hombres de la tribu y de las ancianas, que son las encargadas de iniciar en el camino del placer y del conocimiento del propio cuerpo. Y, sin embargo, tampoco Frangipani es completamente feliz. Ella también se ha cansado de repetir rituales a los que, posiblemente, ya no les encuentre sentido. El cansancio le hace cuestionar hasta el significado de su nombre; es decir, su identidad. La novela de Ana María Shua pone en crisis, a través de las aparentes contrafiguras de Laura y Frangipani, la imposibilidad de salirse de los rituales colectivos y el privilegio de los ritmos sociales, altamente reglados, sobre el ritmo individual:

Y Frangipani desea, y su deseo transgrede, se asoma a lo prohibido, Frangipani desea seguir la corriente de los arroyos, recorrer en canoa las costas de su isla, pescar esquivos, azarosos peces con pequeños arpones de hueso, como un hombre, la pequeña Frangipani. (p. 33)

Más o menos rituales, rituales en la ciudad, rituales en una isla, rituales solitarios, rituales compartidos, rituales femeninos o masculinos, todos congelan. La novela reafirma que el deseo no puede regularse ni volverse un rito. El erotismo se da en el desorden. Es puro derroche y no acepta ningún tipo de contenciones. Tanto Laura como Frangipani, entonces, están solas. La soledad se insinúa como el único camino posible para romper fórmulas, lograr transgredirlas, saltarlas sin correr el riesgo de crear nuevos rituales.

Todas las otras experiencias grupales de la novela se muestran como construcciones, impostaciones, simulaciones colectivas de transgresión. La festichola en casa de Sergio, la representación de los amigos del Flaco Sivi, la provocación desenfadada a Pablo y el posterior castigo físico responden a la obediencia ciega a los nuevos modelos, que aseguran producir rupturas tajantes sin dejar de lado, sin embargo, los preconceptos y abriendo no un estado de libertad ideal sino nuevos mandatos.

Así, las escenas de esta novela desmienten también algunas falsas e inseguras poses de los amigos de Laura. De esta manera, no quedan ya en pie las salidas o los escapes transitorios, sino la búsqueda del propio deseo, ese punto de resistencia que para que no deje de ser contestatario no debe responder a regla alguna, no debe obedecer ni repetir experiencias ajenas. Tal como lo planteara Bataille, Shua sitúa al erotismo en el plano de una búsqueda interior aunque, por otra parte, a diferencia de toda la teoría desarrollada en Las lágrimas de Eros, lo desvincula de prácticas rituales y comunitarias. Shua historiza también el término, pero para mostrar que la transgresión se da solo a nivel individual, y apela al propio interior del individuo.

Dice Bataille en El erotismo:

El erotismo es uno de los aspectos de la vida interior del hombre. Nos equivocamos con él porque busca sin cesar afuera un objeto del deseo. Pero ese objeto responde a la interioridad del deseo. La elección de un objeto depende siempre de los gustos personales del sujeto: incluso si se dirige a la mujer que la mayoría hubiese elegido, lo que está en juego es a menudo un aspecto imperceptible, no una cualidad objetiva de esa mujer, que no tendría quizás, si no afectara en nosotros al ser interior, nada que forzara la preferencia. En una palabra, aunque conforme al de la mayoría, la elección humana difiere aún de la del animal: apela a esa movilidad interior, infinitamente compleja, que es lo propio del hombre. (p. 45)

 

Los rituales narrativos

Mientras la narración desmantela, corroe rituales y mandatos proponiendo la transgresión individual como el camino menos nocivo para resquebrajar la pacatería social, la novela crea sus propios rituales narrativos. Cada nuevo capítulo se abre retomando algún elemento que ha servido de cierre al capítulo anterior: los dieciséis años, la festichola, la prisión, el embarazo y el aborto, la relación con Kalnicky Kamiansky, el café, la despedida, el saber médico. La narración alterna escenas del presente con fragmentos del pasado de la protagonista. La asociación de tiempos liga narrativamente todos los elementos dispersos, parece darle un sentido a la vida de Laura, y es el principio de la mirada de un narrador que focaliza a la protagonista para observar desde ella la historia y a los demás personajes. De esta manera, la historia de Laura significa: las transgresiones anteriores anuncian la posibilidad de la escena final de masturbación y autoerotismo.

Tal vez, podría pensarse que la novela reproduce en su movimiento de composición la cópula como forma, el acto de unir lo que parece tender a desunirse, a separarse, a oponerse, a confrontar, a disgregarse, intensificando de esta manera la posibilidad de que sea la literatura, la narración, el acto mismo de narrar el espacio elegido no solo para la puesta en escena de un conflicto sino de su resolución. Narrar la historia de Laurita, sus amores, sus conflictos, sus contradicciones ayudaría a situar y a explicar la transgresión del final de la novela.

Aunque la escena erótica es absolutamente gratuita y Laura desvía con su placer el sentido con el que el saber médico ha cargado el acto de masajearse los pezones, la narración muestra que cada momento tiene un valor en esa historia y que no hay tanto desorden ni tanto caos como parece insinuarse en algunas escenas. Es la narración la que imprime su ritmo y una organización a esta porción de vida. Los capítulos parecen terminar, cerrarse e inmediatamente los que los suceden desmienten la posibilidad de un cierre. El final potencia este ritmo de apertura en la imagen de una Laura que duerme mientras, en cambio, su hija se chupa el pulgar. Nada resulta del todo previsible, los puntos de fuga y de quiebre se multiplican narrativamente. La novela juega a establecer también su propio ritmo, que parece basarse en la cópula de pares enfrentados: literatura y vida, realidad y utopía, sociedad e individuo, presente y pasado, cuerpo de madre y cuerpo de mujer, sexualidad y erotismo.

La preocupación por el devenir del tiempo se explicita a medida que la historia crece ante el lector. Narración, erotismo y personajes están atravesados por el tiempo. Así como se intenta escapar de lo pautado, de las normas establecidas, la narración muestra otras referencias textuales sobre las que descansa —especialmente la utopía del erotismo según Bataille—, situándose dentro del patrimonio cultural de Occidente, mientras que apuesta al final a una apertura hacia el futuro.

Shua recoge la tradición ya canónica de la novela erótica, ficcionaliza sobre la utopía de una sociedad basada en el puro placer, revisa los parámetros de nuestra sociedad hacia 1980, muestra el conflicto entre rituales y creencias, pone en tensión al individuo mujer en clave genérica y generacional, y apuesta a que la literatura sea uno de los posibles espacios desde el cual desmentir todo tipo de pautas, desde las sociales hasta las literarias.

Si en la novela erótica europea, entonces, la mujer cumple un rol pasivo, solo es objeto de deseo y la maternidad aparece absolutamente excluida de las características de las protagonistas —pensemos una vez más en las ficciones de Sade, Bataille o Klossowski—, Shua compone precisamente una narración en la que el erotismo es el eje central en la constitución de su protagonista. Laura no es soltera, no es pasiva, no se prostituye: está embarazada, goza sola, desea y puede prescindir del hombre para obtener placer. Los amores de Laurita desmiente también un canon narrativo.

Sin caer en un discurso didáctico, más bien proponiendo la suspensión de toda certeza, Laura tira por la borda el saber de su madre, del médico, de los manuales, y también de los libros eróticos que ha leído:

Está descalza y el frío de los mosaicos en la planta de los pies le transmite una anticipada sensación de placer. Tal como en el Bhagavard-Gita el divino cochero aconseja a Arjuna, que desfallece antes de la batalla en la que deberá combatir a sus propios parientes, Laura pretende convertir la ceremonia en un acto gratuito, desinteresado, un acto necesario al que su deseo o sus sentidos deberían permanecer indiferentes. Sin embargo, sus pezones se yerguen, ansiosos, mirando de costado, como dos tímidos ojitos, al jabón celeste que reposa en la jabonera. (p. 181)

El cuerpo desoye todos los mandatos, se corre de la necesidad para permitirse experimentar el placer. La novela, que ha unido y puesto en crisis muchos saberes y rituales, se desata y olvida las comas, los puntos, las frases, y se precipita hacia el orgasmo que la protagonista busca. Se descontiene y sigue el ritmo vertiginoso, caótico de su cuerpo. Después del desorden que ha instalado el erotismo en esta narración, las últimas reglas caen y Laura se permite otro cambio. No hay lugar ya para más mandatos y, entonces, surge la posibilidad de formular para su hija no un interdicto sino un deseo: «patadita, pateá loquito, que me gusta, divertite, loco, pasala bien». (p. 185)

La novela se cierra con un novedoso parto: Laura puede dejar nacer dentro de ella una madre distinta de la que la sociedad le ha propuesto como arquetipo. Puede desmentir un saber médico, familiar, cultural sobre el cuerpo femenino y su sexualidad. Laura puede, por fin, dar rienda suelta a su deseo. 

 




NOTAS

[1] Ana María Shua: Los amores de Laurita, Buenos Aires, Sudamericana, 1984, p. 7.

[2] Georges Bataille: El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1979, p. 72.

 

Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Erotismo y escritura en Los amores de Laurita», en Rhonda Dahl Buchanan (ed.): El río de los sueños. Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua, Interamer 70, Washington, Agencia Interamericana para la Cooperación y el Desarrollo, 2001.

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