Tlatelolco: entre la borradura y la inscripción

 



Si bien existen semejanzas entre el movi­miento estu­diantil mexicano del 68 y otros que tuvieron lugar en diversas ciudades del mundo a lo largo de esa década, la represión ordenada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, perteneciente a las filas del Partido Revolucionario Institucional (PRI), representó para México el violento cierre de todo un período histórico que se originó en 1920 con las luchas entre los revoluciona­rios que se disputaron el poder una vez institucionalizada la Revolución. El PRI, vencedor en la contienda que dio lugar durante décadas al unipartidismo, mostró su perfil autorita­rio hacia fines del 50, con las represiones al movimiento normalista, las huelgas ferrocarri­leras y las sucesivas rebeliones campesinas. La matanza del 2 de octubre de 1968 evidenció de manera exponencial la dinámica del poder en México, los recursos extremos de imposi­ción política e ideológica, los móviles de un sistema que se auto­construyó discursivamente como el más antiguo y eficaz en América Latina, en un contexto continental de sucesivos e intermitentes golpes de Estado, largas y complejas dictaduras.

El movimiento estudiantil mexicano no se detuvo en deman­das académicas, sino que comprometió sus acciones en el pedido que se concentra en el Pliego Petitorio, el documento que sintetiza el afán democratizador de los jóvenes mexicanos y la comunidad universitaria. La críti­ca al sistema político imperante y la demanda de diálogo público lograron reactualizar y am­pliar zonas del debate que se instaló en la década del 50 sobre los alcances del movimiento armado de 1910.

La simultaneidad entre la evolución del movimiento estudiantil –en especial, su cierre con la matanza del 2 de octubre– y la organización e inauguración de las XIX Juegos Olímpicos suscitó un entramado discursivo en el que se constru­yeron mode­los diversos del «ser joven» y del acto ejemplar de «cumplir con la patria». El discurso del poder presentó como modelo a seguir a los jóvenes atletas, imáge­nes exportables como logros de un siste­ma basado en la paz y la libertad. El Gobierno intentó imponer que los actos estudianti­les fueron parte de un complot mundial para sabotear que México se incorporara a la dinámica de progreso representada por Estados Unidos y los países europeos. En este contexto sociopo­lítico, la sus­tentación que se esgrimió desde el discurso oficial sobre el «joven atleta» y, por ende, las Olimpíadas estuvo acompañada por el cuestionamiento explícito o solapado del «joven estudiante». Por su parte, el discurso producido por estudiantes, docentes e intelectuales cuestionó los logros del PRI y, a través de él, la institucionalización de la Revolución mexicana.


La matanza de Tlatelolco

La represión del 2 de octubre de 1968 fue ejecutada por el Batallón Olimpia, un grupo para­policial especialmente entrenado para dar un fin rápido y radical a la revuelta estudiantil. El accionar de los militares y policías que actuaron de manera encubierta, iden­tificables sin embargo por llevar un guante o pañuelo blanco en la mano derecha, adquirió particular repercusión en la prensa del mundo debido a la presencia de periodistas extranjeros que se hallaban cubriendo los preparativos de las Olimpíadas. Sobre todo, tuvieron una difusión y trascendencia significativa las declaraciones que la perio­dista italiana Oriana Fa­lla­ci, herida durante el tiroteo, dio a la prensa extranjera y mexicana. En el caso particular de México, la revista Presagio publicó su testimonio en dos partes, en los números del 15 de enero y 15 de febrero de 1969.

El crimen cometido el 2 de octubre de 1968 no fue indi­vidual, sino masivo. Se reprimió a través de disparos simultá­neos y prolongados a quienes estaban reunidos en la explanada que une la Iglesia de Santiago de Tlate­lolco con las ruinas precolombinas descubiertas en ese sector. Como puede reconstruirse gracias a videos y testimonios de testigos directos, alrededor de las seis de la tarde un heli­cópte­ro sobrevoló la plaza y de inmediato se lanzó una bengala, la señal que dio lugar al inicio de los dispa­ros. Puede observarse en varias filmaciones realizadas en el lugar de los hechos que segundos antes de la presencia del helicóptero comenzaron a ingresar tanques del ejército por la parte abierta de la Plaza de las Tres Cultu­ras.[1] La balacera fue específica, pues se descargó sobre los manifestantes, y, a la vez, indiscriminada, bajo la fórmula de «caiga quien caiga». No hirieron a ningún dirigente estudiantil, que en ese momento se encontraban reunidos en el edificio Chihuahua para resol­ver los pasos que conducirían al diálogo público, su principal demanda al Gobierno.

La matanza, que tuvo como escenario un espacio público, no respondió a la lógica de un siste­ma democrático, sino a aquello que Michel Foucault denominó «la lógica del Rey», mediante la cual se argumenta y legaliza que debe dársele castigo y guerra a los enemigos del sistema. No fue producto de un enfrentamiento, sino del accionar directo del Batallón Olimpia, entrenado especialmente para esa situación. El nombre del grupo ratifica que el objetivo era acallar al movimiento estudiantil, darle un corte definitivo para poder celebrar sin ningún tipo de disturbios las Olimpíadas. Entre las víctimas, se encontraban estudian­tes, padres y madres, familias completas, niños, corresponsales de prensa nacionales y extranjeros, intelectuales, vecinos.

Más allá de las denominaciones que le ha asignado la variedad discursiva que lo refiere e interpreta, se trató de un crimen de Estado que generó versiones contrapuestas: la oficial, reproducida con algunas diferencias por gran parte de la prensa y las revistas mexicanas, y la contraversión, gestada por el campo intelectual mexicano, los diri­gentes estudiantiles y los sobrevivientes de la matanza. Como parte de la versión oficial, a través de diarios como Novedades y algunas revistas, el Gobierno echó a correr argumentos que se contradecían entre sí. En el primero, se hacía responsable a un grupo de agentes de la CIA, de los que se decía que habían actuado para sabotear las Olimpíadas; el segundo sostenía que se trató de infiltrados comunistas. El diario El Nacional informó al día siguiente de la matanza: «Criminal provocación en el mitin de Tlatelolco causó sangriento zafarrancho. La multitud fue ametrallada en la Plaza de las Tres Culturas desde el edificio Chihuahua. Intervino el ejército para restablecer el orden y fue recibido a balazos por los francotiradores aposta­dos en varios edifi­cios».

La versión de que había francotiradores entre los manifes­tantes con el fin de instaurar un tiempo de desorden público fue el motivo que se acuñó para reprimir y legalizar la repre­sión. Desde esa posición, se aludía a la inexperiencia de la conduc­ción estudiantil, que había permitido la infiltración de grupos extraños. Incluso, se tomó como chivo expiatorio al filósofo y escritor José Revueltas, que fue señalado como el máximo responsable del proceso de ideologización de la juventud mexicana. En las ediciones de los periódicos oficialistas posteriores al 2 de octubre, se fue construyendo la imagen de que la «responsabilidad» de lo ocurrido se ocultaba entre los profesores univer­sitarios e intelectuales prestigiosos. Heberto Castillo, José Revueltas y Carlos Monsiváis, entre otros, fueron señalados como culpables de las decisiones de los jóvenes manifestantes. De este modo, se transfería la responsabilidad del poder al sector universitario.

Desde la prensa oficialista y las declaraciones de las autoridades policiales y gubernamentales, se argumentó la matanza con expresiones semejantes a las utilizadas por dictaduras y gobiernos totalitarios para calificar y justificar los actos represivos ejercidos sobre la población civil: «puesta en orden», «encauzamiento del sistema», «pacificación», «regreso a la tranquilidad», «restitución de la legalidad». Este modo de nominar el violento acontecimiento, cuyas imágenes y testimonios traspasaron las fronteras mexicanas, perseguía no solo el objetivo de cambiar de signo el asesinato, de legalizarlo, sino también de justificar y sostener las detenciones de los diri­gentes estu­diantiles, muchos de los cuales permanecieron durante un largo tiempo en la cárcel o se exiliaron años después. Entre otros, José Revueltas, Raúl Álva­rez Garín, Luis González de Alba y Eduardo Valle dieron a conocer sus alegatos de defensa desde la prisión de Lecumberri, donde funcionaría a partir de 1976 el Archivo General de la Nación; y los testimonios diversos que salieron a la luz en 1971 gracias a la publicación de La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska.

A modo de réplica, algunas revistas como Siempre! publicaron testimonios, cronologías y textos literarios, en especial poemas. De este modo, comenzaron a circular de manera simultánea versiones contrapuestas del acontecimiento, entre las que se disputaba no solo el grado de veracidad que cada una construía para lograr consenso, sino, además, los términos con los que debían rotularse los últimos aconte­ci­mientos que clausuraron el devenir del movimiento estudian­til mexicano en 1968, con el posterior retorno a clases. Este conflicto en torno a rotular un 
aconteci­miento violento producido por el gobierno recuerda otros episodios de la historia de América Latina. Basta pensar en el eufemismo que se impuso en 1992 para conmemorar el quinto cente­nario de la llegada de los españoles: «encuentro de culturas», en lugar de «conquista» y «colonización».

En este contexto, la noti­cia de que el Comité Olímpico Internacional (COI) seguiría adelante con los preparativos y no se suspenderían las Olimpíadas desplazó rápidamente de la primera página de los diarios los sucesos ocurridos en Tlatelolco, tal como puede observarse en algunos de los titulares del 4 de octubre: «Se efectuará la Olimpíada» (El Universal); «“La Olimpíada se reali­zará”, declara categórico el COI» (El Día); «“La Olimpíada se hará tal como fue programada”, dice el COI» (Excelsior); «No se suspenderán los Juegos Olím­picos» (El Heraldo).


Tlatelolco en la literatura mexicana

Dentro de la producción literaria en torno al 68 mexicano, se destacan un conjunto de textos en los que la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas se asimila a otros hechos violentos de la historia nacional. En los poemas «Manuscri­to de Tlatelolco» de José Emilio Pacheco y «Cuahutémoc» de Máximo Simpson, se relaciona con el enfrentamien­to desigual entre indígenas y conquistadores, cuyo epígono es la figura de Hernán Cortés, y se nominan ambos momentos con el término «genocidio».

Desde el punto de vista creativo, la primera parte de «Manuscri­to de Tlate­lolco» está construida, tal como indica su título, como una «Lectura de los “cantares mexicanos”». En una nota al pie, Pacheco explicita el material con el que arma estos versos: «Con los textos que tradujo del náhuatl el padre Ángel María Garibay y Miguel León-Portilla dio a conocer en Visión de los vencidos (1959)». Del título de la segunda parte –«Las voces de Tlatelolco. Octubre 2, 1978»–, se desprende la siguiente nota:

Este es un poema colectivo e involuntario hecho con frases entresacadas de las narraciones orales y, en menor medida, de las noticias periodísticas que Elena Poniatowska recoge en La noche de Tlatelolco (1971). No se emplearon los textos literarios allí transcritos, con la excepción final de unas líneas tomadas del artículo que José Alvarado publicó en Siempre! unos días después de la matanza.

A través de ficciones, crónicas y ensayos, muchos otros escritores, en su mayoría mexicanos, se sumaron a la disputa discursiva en la que estaba en juego la interpretación de este hecho histórico singular y su correspondiente denominación. La literatura conformó un corpus heterogéneo del que también formaron parte las versiones oficiales y las que la prensa fue construyendo a través de diarios, semanarios y demás revistas durante los días posteriores.

Si bien Octavio Paz escribe «México: Olimpíada de 1968», que se alinea con los poemas ya citados, el suyo propone una vinculación esencialista entre la matanza y los sacrificios llevados a cabo por los aztecas, anteriores a la Conquista y colonización. En este poema, la Plaza de las Tres Culturas recibe el nombre de Plaza de los Sacrificios. Al año siguiente, escribe los ensayos Posdata y «Críti­ca de la pirámide», donde retoma la interpretación de la matanza de Tlatelolco como un ritual semejante al que oficiaban los aztecas. Ve en este hecho histórico la emergencia de un rasgo propio e inconsciente del «ser mexicano», que resurge en determinadas ocasiones. Dice en «Críti­ca de la pirámide»:


Lo que ocurrió el 2 de octubre de 1968 fue, simultáneamente, la negación de aquello que hemos querido ser desde la Revolución y la afirmación de aquello que somos desde la Conquista y aun antes. Puede decirse que fue la aparición del otro México o, más exactamente, de uno de sus aspectos. (…) Es un México que, si sabemos nombrarlo y reconocerlo, un día acabaremos por transfigurar: cesará de ser ese fantasma que se desplaza en la realidad y la convierte en pesadilla de sangre. Doble realidad del 2 de octubre de 1968: ser un hecho histórico y ser una representación simbólica de nuestra historia subterránea o invisible. Y hago mal en hablar de representación pues lo que se desplegó ante nuestros ojos fue un acto ritual: un sacrificio.

En esta misma dirección, analiza el porqué del nombre del espacio donde ocurre la matanza: «El nombre que escogieron para la plaza fue ese lugar común de los oradores el 12 de octubre: Plaza de las Tres Culturas. Pero nadie usa el nombre oficial y todos dicen Tlatelolco. No es accidental esta preferencia por el antiguo nombre mexica: el 2 de octubre de Tlatelolco se inserta con aterradora lógica dentro de nuestra historia, la real y la simbólica».

Paz señala que para los españoles la Conquista fue una hazaña y, para los indígenas, «un rito, la representación humana de una catástrofe cósmica». A partir de estas ideas, tras señalar que existe una conexión en México entre «los ritos religiosos y los actos políticos», esgrime como constante de la historia de su país la imagen de la pirámide y el sacrificio, sostenidos de manera inconsciente por «los herederos del poder azteca», en lo que sería una tradición que va «del tlatoani al virrey y del virrey al presidente».

Octavio Paz deshistoriza y mitifica los episodios del 2 de octu­bre al eliminar las fechas y poner en rela­ción la matanza de Tlatelolco con los sacrificios aztecas. Recupera la mancha de sangre, pero la reubica en una serie histórica que desdibu­ja el lugar de los responsables, condenando el asesinato masivo a la repetición ininterrumpida. Señala además la convivencia de dos identidades irreconciliables, que se reactualizan en 1968: el México prehispánico, que describe como «irracional», y aquel que surge tras la Revolución mexicana, el «desarrollado».

La debilidad fundamental de toda esta interpretación, más allá de la homologación esencialista entre dos episodios disímiles y alejados en el tiempo, es que piensa la matanza como producto de una pulsión inconsciente, mientras que fue planeada y ejecutada según un guion previo, tal como quedó registrado en varias filmaciones periodísticas y testimonios de sobrevivientes. A diez días de la inauguración de las Olimpíadas, lo que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y sus funcionarios se propusieron deliberadamente fue silenciar por completo al movimiento y limpiar la calle de la presencia de manifestantes.


Limpiar/borrar versus inscribir

El Gobierno mexicano silencia la matanza con dos actos paralelos: el 3 de octubre la plaza amanece limpia, como si nada hubiera pasado la tarde anterior, y niega discursivamente o cambia de signo el asesinato masivo. En este contexto, el término «limpiar» adquiere la conno­ta­ción de eliminar los núcleos rebeldes, los focos de distur­bio: «Tlate­lolco, ya limpio de francotira­dores, en calma», titula el diario mexicano El Universal, el viernes 4 de octubre de 1968. La borradura de la sangre, la limpie­za de las huellas tras la matanza, a diferencia de lo que podría ocurrir con un crimen individual, producido a puertas cerra­das, buscaban desreali­zar el acon­te­cimiento mismo y así poner en duda su existen­cia, negar­lo.

Para argumentar sobre los episodios violentos ocurridos en la plaza de Tlatelolco, además de los términos ya mencionados, se utilizaron expresiones como «represión de focos rebeldes», «pacificación interna», «enfrentamientos entre fuerzas del orden y rebeldes», «intervención de las autoridades para normalizar la situación». La inauténtica descripción de lo ocurrido, justificando la violencia, puede observarse en los siguientes titulares del 3 y 4 de octubre de ese año: «Balacera entre francotiradores y el ejército, en Ciudad Tlatelolco» (Noveda­des); «Durante varias horas terroristas y soldados sostuvieron rudo combate» (El Universal); «Muertos y heridos en grave choque con el ejército en Tlate­lolco» (El Día); «El ejército mantiene la tranqui­lidad y se informa oficialmente de 29 muertos» (Novedades).

Con unos pocos recursos argumentales, el poder intentó revertir los elementos del crimen para crear consenso y un marco legal ante una situación absolutamente ilegal. Al igual que en muchos de los casos de violación, las víctimas pasaron a ser sospechosas y culpables, provocadoras y finalmente responsables del acto de violencia. Como puede verse muy bien en el enfoque dado en la película Rojo amanecer (1989) –dirigida por Jorge Fons y protagonizada por María Rojo y Héctor Bonilla–, además de una reversión, se produce una transferencia de la responsabilidad a los padres de familia. Muchos diarios y revistas pusieron en evidencia este traspaso de la figura del poder de la nación al familiar, sustentado durante todo el desarrollo del movimiento estudiantil por el sector que apoyaba al gobierno: «Exhorta García Barra­gán a los Padres de Familia» (Nove­dades, 3 de octubre de 1968), «Exhorta­ción a los Padres de Familia» (El Heraldo, 3 de octubre de 1968), «¿Aún tienen autoridad los padres de fami­lia?» (Alarma!, 7 de agosto de 1968).

También existen algunas excepciones en la prensa a la hora de construir la noticia sobre la matanza. El diario Excelsior ofrece datos y cifras más cercanos a la realidad de lo ocurrido y, en especial, el suplemento La cultura en México, del semanario Siempre!, permite la publicación de crónicas, cronologías exhaustivas y notas de opinión de los intelectuales mexicanos. Por su parte, los semanarios amarillistas Impacto y Por qué? restituyen, fieles a su estilo, la escena del cri­men, al poner en primer plano la sangre y las imágenes de los jóvenes muertos.

Sin embargo, es en realidad el discurso de los intelectuales el que logra inscri­bir, de modo no coincidente con la versión oficial, el aconte­ci­miento a partir de la restitución del nombre, de la mención de las manchas de sangre y los cadáveres en la escena original del cri­men. La literatura sobre el 68 mexicano construye una versión contraoficial que permite sacar del olvido y del silencio este acontecimiento criminal. De este modo, frente al silencio o la negación del poder, se reitera la necesidad de escribir cronologías, porque el solo hecho de mencionar y ordenar en una línea temporal los sucesos ya les da calidad de existentes, los inscribe en la historia. Se trata de mostrar que la matanza existió como tal y que la reacción del gobierno fue sumamente desproporcionada en rela­ción con los actos organizados por el movimiento estudian­til.

Son varios los textos literarios que registran el intento del Gobierno de borrar las huellas de la escena del crimen, como puede observarse en los siguientes ejemplos:


La plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron como noticia principal
el estado del tiempo.
Y en la televisión, en el radio, en el cine
no hubo ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un
minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete.)

Rosario Castellanos, «Memorial de Tlatelolco»


La limpidez
    (quizá valga la pena
escribirlo sobre la limpieza
de esta hoja)
    no es límpida:
es una rabia
    (amarilla y negra
acumulación de bilis en español)
extendida sobre la página.
(…)    
    (Los empleados
municipales lavan la sangre
en la Plaza de los Sacrificios.)
Mira ahora,
    manchada
antes de haber dicho algo
que valga la pena,
    la limpidez.

Octavio Paz: «México: Olimpíada de 1968»


Los cuerpos de las víctimas que quedaron en la Plaza de las Tres Culturas no pudieron ser fotografiados debido a que los elementos del ejército lo impidieron, y amenazaron a los fotógrafos con despojarlos de sus cámaras si imprimían alguna placa. 

Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco


Su mano firme [se refiere a Gustavo Díaz Ordaz] había salvado la Olimpíada y conservaba limpia la imagen de México ante el mundo.
(...)
Di­suelto el mitin de Tlatelolco al precio de la san­gre, la ilegalidad pasó a ser descarada sobre el país. Contra la evidencia negaba el gobier­no que las puer­tas de las cárce­les se abrieran y cerraran a su antojo, como negaba también la existencia de prisiones clan­destinas.

Julio Scherer García, Los presidentes

 

La sangre se limpia con la intención de borrar los sucesos, a los que también se intenta disfrazar, cambiar de signo discursivamente al renombrarlos. Sin embargo, en la disputa que se genera entre las versio­nes, los dis­cursos contraoficiales hacen visibles las manchas de sangre, exhiben las pruebas de que se trató de una matanza programada, y dan lugar a los términos que permiten inscribir de otro modo el acontecimiento y preservarlo en la memoria colectiva no solo de México, sino del resto del mundo.



NOTAS

[1]El orden de la descripción se basa en los docu­mentales a los que pude acceder en la cinemateca de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en el Centro Nacional de Comunicación Social (CENCOS), así como en una multiplicidad de testimonios, algunos recogidos en La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska.


Imagen de apertura de esta entrada: detalle de Tlatelolco, lugar del sacrificio (1989), de Arnold Belkin. Mural portátil, tríptico, acrílico sobre tela. 


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