Juan Carlos Onetti: una poética del fragmento

 


Entre un libro y otro, cada autor parece sumergirse en el silencio. Muchos suelen confesar ese vacío inmediato a la finalización del texto, ese hueco que amenaza con ser eterno, con volverse puro mutismo. Cuando se agrega a esto una producción considerable en páginas y años de trabajo, puede pensarse que el escritor de alguna manera se despide en cada nuevo libro, sin saber ni él ni el lector, por fortuna, cuál será el que concluya la labor de escritura.

En el caso particular de Juan Carlos Onetti, pudo interpretarse en su momento que con la publicación de Cuando ya no importe[1] concluía lo que se conoce como el ciclo o la saga de Santa María. Pero también otras narraciones anteriores se vislumbraron, hasta que apareció la siguiente, como cierre. En su momento lo fueron Juantacadáveres, La casa en la arena, Dejemos hablar al viento. Por ejemplo, Omar Prego y María Angélica Petit aseveran con recato: «La última novela de Onetti, Dejemos hablar al viento es, bajo la engañosa apariencia lineal, acaso la más compleja y desconcertante de las que integran la Saga de Santa María, que al parecer clausura definitivamente». (Juan Carlos Onetti o la salvación por la escritura, Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1981, p. 184)

A pesar de que en su exhaustivo estudio Onetti: el ritual de la impostura Hugo Verani hace referencia, incluso desde el título del capítulo en el que lee la saga de Santa María, a los «fragmentos de un mundo propio», sin embargo no abandona el gesto de abarcar distintas entradas al texto e interpreta diversos aspectos de la obra de Onetti como producto de su afán totalizador. Es por esta razón que prefiero poner entre paréntesis la idea de un final del mismo modo que, supongo, Onetti ha puesto entre paréntesis los conceptos de totalidad y todo.

En este sentido, desde la saga de Santa María, Cuando ya no importe reafirma algunas opiniones de la crítica, pone en tensión otras e impulsa a revisar textos que fueron leídos en diferentes momentos como la posibilidad de clausura, gesto no solo anunciado por la crítica sino por el propio autor. Esta novela refresca el juego que Onetti inaugura con La vida breve y que reitera, siempre con importantes diferencias, en la creación de una serie de narradores dedicados a convocar recuerdos, supuestos e imaginación. Este hecho excede la saga pero, si miramos dentro de ella, recuerda el lugar provisorio que asume cada uno de los libros que le dan forma, la fragmentación de un universo narrativo y la puesta en la página que Onetti ha fundado al incluir el vacío, el pasaje abismal entre escritura y escritura desde diversos niveles, poético y temáticos.

Es verdad que se ha pensado la saga como totalidad, como suma. En relación con Balzac, con Faulkner, también con Onetti. Pero creo que podría darse vuelta el guante para reinterpretar el término a partir del propio imaginario onettiano, lo que produce un cambio de signo y de sentido. La saga, sin negar el territorio en sí que compone cada novela o relato, muestra en Onetti no solo un sistema de interrelaciones exclusivamente literarias sino la propuesta de una poética sobre el fragmento que se reactualiza intra e intertextualmente con la publicación de cada nueva historia cuyo espacio elegido es Santa María.

En primer lugar, el fragmento materializa la propuesta de escritura en los espacios concretos de la «página» y la «obra». La distribución de la palabra en contraste con la blancura de la página, la tensión entre el lenguaje y el silencio, el corte y el pasaje, así como el trabajo sobre el proceso de creación enfocado desde la propia interioridad, fueron introducidos por los escritores de vanguardia. El tratamiento del recuerdo, la escritura como acto de voluntad y provocación, y la autorreflexión en el relato sobre la génesis y el proceso de escritura que aparece en El pozo hacen pensar en Felisberto Hernández, Macedonio Fernández, Pablo Palacio, entre otros.

Pero a nivel «obra», Onetti incorpora con la publicación de La vida breve la saga como posibilidad de organización de una parte muy valiosa de su escritura. Si se renombrara su producción como «La saga y otros relatos», tal vez podría pensarse en un gesto paródico, no solo desde el lugar del autor, la autoría y la creación, sino en estrecha relación con el modo en el que Onetti se coloca frente a lo solemne y lo consagrado, en obvia asociación con las nociones de «obra completa» o «suma». Esto resuena por otra parte también en el contexto de la narrativa latinoamericana contemporánea. No dejo de vincular todo esto con la parodia que lleva a cabo Augusto Monterroso, en ese juego de desmontar el afán totalizador presente en el sistema literario, tal vez por el simple hecho de ser sistema, cuando titula uno de sus libros Obras completas (y otros cuentos). De todos modos, en cada uno de esos espacios, desde lo mínimo a lo máximo —«página» y «obra»—, se pone en crisis el todo desde la exhibición de una o varias fracturas de las que resurge la materialidad del blanco, del vacío y del silencio.

La idea de silencio está presente en muchos de los últimos capítulos de las novelas de Onetti. El final no deviene causalmente de la propia historia, sino que se presenta como producto de la voluntad del narrador. Se trata de aperturas y cierres ficcionalizados como necesarios, presentados mediante un anuncio y desplegados ante los ojos del lector.

Ese mismo juego con la fragmentación se presenta en la letra misma, a través de la construcción de historias, personajes, tiempos y espacios narrativos e, incluso, en toda una suerte de reinterpretación a partir de un despliegue de términos que remiten a la noción de quiebre, rotura, dispersión o, para decirlo por la negativa, la ausencia de unidad, la dificultad de integración que solo parece posibilitar el acto mismo de escritura.

Josefina Ludmer reflexiona sobre el vacío y el corte en La vida breve desde diversos ángulos, pero centralmente en lo que se refiere al proceso de creación de la narración y la saga:

Se escribe a partir de corte y de lo que falta; se escribe porque hay algo que falta. El incipit de La vida breve manifiesta que no hay relato sin amputación y sin algún objeto desaparecido; manifiesta, a la vez, que no hay relato sin algún tipo de irrupción o advenimiento; que es necesario encontrar otro «objeto» (signo) que sustituya (signifique) al perdido y recurre para eso al departamento vecino; manifiesta que los elementos que rodeaban al objeto perdido encuentran su lugar en los lugares materiales de la escritura y son representados por ellos, como si el pecho cortado se hubiera transformado en la página en blanco que es necesario circunscribir y cubrir: la rosa en el título del capítulo; lo auscultable —el corazón, debajo del pecho— en el «tema», que narra una audición ciega; la cadena con la cruz (el lugar del Salvador) en la oscilación desde donde se narra, en la articulación de las dos series. (Onetti. Los procesos de construcción del relato, Buenos Aires, Sudamericana, 1977, p. 26)

Para una tumba sin nombre, La novia robada y Cuando ya no importe se muestran en primera instancia como relatos cuyo motivo original es la reconstrucción de una historia y esto se realiza desde la confrontación, articulación de diferentes y hasta contradictorias versiones, con especial inclusión de la mentira. Construcción y reconstrucción son actividades centrales en el narrador de Onetti, y ambas se confunden y hasta superponen. Pareciera que, a partir de un vacío original (el espacio y el tiempo anterior a una escritura y a una fundación) y de la negación de elegir el camino hacia una mimesis o representación de lo real, lo que se narra se da como reorganización o religación de elementos que no son ajenos, que no están afuera de la trama literaria y del narrador, sino en la literatura y el narrador mismos. De ahí que el texto se organice, como lo muestra magistralmente La vida breve, generando en sí mismo la ficción, como ya lo había hecho Felisberto Hernández en «La envenenada» o Pablo Palacio en «Un hombre muerto a puntapiés», pero ahora expandiéndose hacia una intertextualidad en torno a una misma firma y una idéntica ciudad.

La fragmentación se hace particularmente visible en El pozo y Cuando ya no importe, y contamina la búsqueda del género. Aunque se trata de novelas, cada narrador construye un diario o sus memorias, remite a un álbum o incluye cartas, modos que son de por sí fragmentarios, porque se aferran a la evocación, a la historia personal y al tiempo. La memoria en Onetti no fluye precipitada, sin contención, a través de un monólogo que se derrama, sino a saltos y debido a la voluntad de recordar, acto que a veces parece convertirse en un mandato.[2] Estos narradores recortan de toda la historia algunos bloques y permanentemente declaran la ausencia de afán totalizador.

 


 

Es interesante cómo, con el devenir de los años, el proyecto de Onetti puede dialogar con otros textos y resignificarse en el conjunto de la producción latinoamericana, para salir del margen en el que se inicia. Es conocido que El pozo es al principio muy poco leído y que pasa casi desapercibido como texto, con seguridad por la fuerza de su ruptura, pero ocupará un lugar menos solitario junto con Felisberto Hernández y Rulfo al producirse el boom. Por otra parte, también en los sesenta, con el resurgimiento del testimonio y de la crónica, que se pretenden en cierta medida como portadores de una verdad y como lo que se conoce como «non fiction» o «literatura de combate», la saga se recorta no solo por su poética sino además por la revelación constante de la mentira como uno de los artificios que hace avanzar el relato, aunque Onetti, en otra posición de la de Vargas Llosa, no esgrime la idea de «novela como mentira».

Es verdad que recordar implica por naturaleza entresacar de, truncar una historia, el contraste entre lo que se desecha mediante el olvido y aquello que la memoria conserva. Hacer memoria impone necesariamente fragmentar, sostener y a la par borrar episodios. Esto aparece en Onetti desde la obsesión y, así como hay motivos que se presentan o se adivinan como irrecuperables, hay escenas que se reiteran sin descanso. El acto de recordar se mueve entre la presencia fija y la fuga más perspicaz.

La idea misma de fundación remite a una elección, a un recorte de un espacio que promete ser mayor, a una focalización primera para la edificación de lo que pasará por una transformación basada en la acumulación de partes: de proyecto a ciudad. En Onetti la maqueta, el plano, el mapa y también el guion y los planes espontáneos de escritura avanzan sobre el espacio de la tierra y de la página sectorizando, seccionando, recortando en un juego constante cada avance y cada marca en una oscilación entre trozos y límites.

En la continua actitud de creación de Santa María, la edificación se irá dando con la incorporación no solo de casas y muros sino también de personajes e historias. La edificación aparece en la letra. Solo para dar un ejemplo: «Dentro de la ciudad que alzaba cada día un muro, tan superior y ajeno a nosotros —los viejos—, de cemento o cristal, nos empeñábamos en negar el tiempo, en fingir, creer la existencia estática de aquella Santa María que vimos, paseamos; y nos bastó con Moncha». (Juan Carlos Onetti: La novia robada. México, Siglo XXI, 1978, p. 54). Moncha, a diferencia de la ciudad y de la narración, se coloca fuera del tiempo, en un estado de eterno presente.

Ya se ha señalado cómo en La vida breve la fundación de la ciudad es simultánea a la fundación de una saga. Ambas se muestran como crecimiento, pero la linealidad aquí es engañosa. La sucesión de palabras, oraciones, párrafos y textos ocultan un montaje de fragmentos y borran el salto de un material narrativo que se quiebra en lo real y lo ficcional. En la saga hay superposiciones, cambios de punto de vista y omisiones. A partir de La vida breve, los otros relatos expulsarán lo que en la novela aparece como «la realidad» —Brausen será el dios de las oraciones o una estatua en la plaza— y avanzarán solo sobre la fabulación. La novela y el cuerpo se parcelan, se descomponen para recomponerse. También debe parcelarse la ciudad. El cuerpo pierde e incorpora, la novela desecha y agrega, y la ciudad crece a la vez que se desmonta. Concebida Santa María en el cruce entre los términos «maqueta» e «imaginación», la ciudad traspasa los límites de la realidad, se desborda y, a la vez, se sectoriza.[3]

No solo en La vida breve, con el surgimiento de Santa María, se exhibe el acto fundacional. La ciudad y la escritura se presentan en continua actitud de inauguración y cambio por incorporación. En ese comienzo y hasta la publicación de Cuando ya no importe, el nombre propio aparece quebrado, bimembrado a partir de la acumulación de dos palabras. Es curioso que en Cuando ya no importe se fusione el nombre de la ciudad en un solo término, «Santamaría», a la vez que se presenta desde una particular distribución geográfica una ciudad repartida en porciones: Santamaría Vieja, Santamaría Nueva, Santamaría Este. Esto convoca la configuración del espacio quebrado de la novela El astillero en «Santa María», «el astillero», «la glorieta», «la casilla», «la casa»; todos subdivididos a su vez y superpuestos algunos en el capítulo final.

En la narrativa onettiana se le da forma, se explota hasta la hipérbole una poética que expone nudos y zonas de coincidencia con buena parte de la narrativa latinoamericana de nuestro siglo. Quiero aclarar que no niego que esto ya haya sido planteado con anterioridad por autores europeos desde la propia vanguardia de principios de siglo, simplemente pretendo focalizar el «caso Onetti» y su relación con la literatura latinoamericana.

No se trata de perseguir la construcción de un todo o de señalar la imposibilidad de lograrlo, sino de mostrar como ya aceptado que lo que se edifica tiene al fragmento como núcleo original y que la noción de «agregado» no implica como meta final el todo. Se acepta esa imposibilidad, la ruptura de esa ilusión de completitud. Se trabaja con la ausencia, lo no dicho, lo aludido, lo callado, lo borrado, las lagunas en la escritura y en la memoria, que parece ser una de las formas privilegiadas de «hacer que se hace» escritura, de ficcionalizar la actividad del narrador que indistintamente recuerda o imagina, como actividades humanas aparentemente homologables.

El vacío —lo hueco, desocupado, deshabitado, despoblado, desierto, vacante, la nada, la carencia— conforman el corpus, no están fuera de él, y su sentido descansa en hacer visible lo invisible, en el aviso de que ese espacio ficcional —libro y saga— son fragmentos y, por lo mismo, lo que ha quedado de un estado de completitud anterior. En relación con el imaginario de Onetti, es un estado de felicidad casi irrecuperable. Algo que ha quedado perdido tal vez para siempre y en otra parte. Una felicidad que también se recibe «a pedazos».

Onetti elige narradores que fundan y narradores que recuerdan. Escribir memorias, autobiografías, diarios íntimos implica aceptar desde el comienzo la imposibilidad de dar cuenta del todo. El todo aparece como lo innombrable, lo indecible. Creo que de todas las referencias al silencio y lo innombrable o imposible de escribir que presenta la obra de Onetti la más significativa es la reflexión que el narrador de Cuando ya no importe hace después de leer la carta de Aura:

Miré mucho tiempo la carta. Debajo de la firma o nombre había una línea de margen a margen, hecha con una guarda griega que aludía a un recuerdo, a un secreto que solamente Aura y yo podíamos descifrar con nada más que mirarla. El secreto o recuerdo exigiría muchas páginas para ser aclarado a un neófito. La guarda se extendía hasta caerse del margen y prolongarse, vibrando, en mi memoria. (pp. 84-85)

Es por ello que el fragmento asume múltiples y diversas modulaciones, se despliega en un abanico de términos que lo convocan: es párrafo y es muro, es apunte y es astillero, es diario y es un vestido de novia corroído por los años, es guion y es cada parte de la ciudad a los lados de un puente.

El núcleo de creación de la saga es una ficción preñada, la narración que se guarda en el interior de otra ficción. El narrador es lector de su propia historia y está en condiciones de poner, sacar, agregar, restar, decir, desdecir, aunque las marcas de ese montaje entre ambos mundos —el de Brausen y el de Díaz Grey— se van borrando hasta que las comillas desaparecen. En cambio, en El pozo y en Cuando ya no importe el lector «ve» que la escritura sostiene visualmente el fragmento. No en vano ambas toman forma en las memorias y el diario: son los fragmentos de una vida. Historia y escritura se acompañan.

Las historias no se van armando exclusivamente con informaciones y recuerdos, con confesiones y versiones, sino además con la exhibición de omisiones e interrogantes que provienen del «no saber», también del «no imaginar» del narrador. Y en ese juego de versiones, está deliberadamente ausente lo que se entiende por «última palabra». Las novelas rehúyen encontrar un cierre «perfecto», y acaban donde pueden. El narrador en Onetti suele confesar no seguir un camino deliberado o pretender seguirlo y perderse. Es el caso de Brausen, que no consigue terminar el guion pero se convierte en el fundador de una ciudad, o del narrador de Cuando ya no importe, que explica: «Me resulta fácil empezar estos apuntes pero no sé si podré cumplir la autopromesa de continuar apuntando diariamente. Porque ignoro adónde voy y para qué me llevan». (p.22)

En esta dirección se recoloca el deseo que el narrador de Para una tumba sin nombre[4] adjudica a Jorge Malabia: que antes de su nacimiento no haya sucedido nada:

No quiero esto o aquello de la vida, lo quiero todo, pero de manera perfecta y definitiva. Estoy resuelto a negarme a lo que ustedes, los adultos aceptan y hasta desean. Yo soy de otra raza. Yo no quiero volver a empezar, nunca, ni esto ni aquello. Una cosa y otra, por turno, porque el turno es forzoso. Pero una sola vez cada cosa y para siempre. Sin la cobardía de tener las espaldas cubiertas, sin la sórdida, escondida seguridad de que son posibles nuevos ensayos, de que los juicios pueden modificarse. Me llamo Jorge Malabia. No sucedió nada antes del día de mi nacimiento; y, si yo fuera mortal, nada podría suceder después de mí.

Pero no habló de nada de esto; lo hubiera escuchado y le habría dicho que sí. (pp. 117-118)

El hecho de que sí existan irremediablemente otros acontecimientos delata que una historia «completa», «toda una vida» también resultan fragmentarias dentro de un devenir mucho más amplio que se escapa. Esto tanto en los términos de lo «real» como de la «ficción». A diferencia de varios personajes de Onetti que consiguen huir de la ciudad, de los límites que imponen el tiempo y el lenguaje no hay por donde fugarse. La vida humana, el ser humano es, obviamente, solo una parte de una historia mayor que puede denominarse, imaginarse, intuirse como «toda», como «completa». Esta misma idea repite el Díaz Grey avejentado de Cuando ya no importe, que resuelve ante la amnesia tomar como momento primero de su autobiografía la llegada a la ciudad: lo anterior es vacío. La ficción de Brausen debe arrancar de algún punto original, pero ¿dónde y cómo se recupera ese antes y ese después?

Pero lo que quiero decirle es que mi memoria no ha registrado nada anterior a mi aparición en Santamaría a los treinta años de edad y con un título de médico bajo el brazo. Puede ser, lo pienso a veces, un caso muy extraño de amnesia. Imagino que yo también tuve, como usted, infancia, adolescencia, amigos y padres, lo inevitable. Hace años jugué a imaginar sustitutos para llenar esos vacíos. Pero, por ejemplo, ninguno de los padres que fui inventando fueron nunca definitivos. Los iba cambiando para mejorarlos o darle calidad de malditos. Cualquier cosa, el juego. Hasta que llegué a olvidar todos los pasados que nunca tuve y conformarme con mi arribo a Santamaría, médico y treintañero. (pp. 115-116)

El lector que ha leído La vida breve sabe que es allí donde nace Díaz Grey como personaje. Esta ausencia de recuerdo es el vacío que el propio Brausen provoca. Quien dispone estas reglas del juego es el propio Onetti, que incorpora la falta, la ausencia como asunto narrable.

Se construye y/o reconstruye desde lo mínimo sin aspirar a un saber o a una narración total y admitiendo la existencia de otras combinaciones. Jorge Malabia le confiesa al narrador: «Tito y yo inventamos el cuento por la simple curiosidad de saber qué era posible construir con lo poco que teníamos: una mujer que era dueña de un cabrón rengo, que murió, que había sido sirvienta en casa y me hizo llamar para pedirme dinero». (p. 142)

Hacia el final, la historia de Cuando ya no importe se revela como «nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentidos dudosos, desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para formarlo» (p. 146). Por su lado, en Para una tumba sin nombre se ficcionaliza la construcción de una historia y un relato a trozos, que crece mediante agregados. A partir de unos pocos datos se construye una narración que coloca una posible verdad también en otra parte. El acto de escribir, de narrar se limita a plantearse como desafío. No hay frustración por lo poco que se tiene y lo mucho que debe mentirse, solo manifestación y, por qué no, manifiesto de escritura.

Onetti ha expuesto sus ideas sobre la literatura y sobre su propia producción tanto en artículos como en entrevistas. Pero en sus mismas creaciones le ha dado forma a su poética. Sus historias, sus narradores, sus personajes reiteran un trabajo con la palabra, con el recuerdo y la escritura que ilumina y explica tanto su proyecto literario como su lectura sobre la realidad humana. Entre las muchas referencias, sigue resultándome especial una de las confesiones que formula Jorge Malabia en Para una tumba sin nombre al referirse a la historia de Rita y el chivo:

Porque eso lo viví, o lo fui sabiendo, a pedazos. Y los pedazos que se iban presentando estaban muy separados —sobre todo por el tiempo y por las cosas que yo había hecho en los entreactos— de cada pedazo anterior. Nunca vi verdaderamente la historia completa. (p. 82)





NOTAS

[1] Juan Carlos Onetti: Cuando ya no importe, Buenos Aires, Alfaguara, 1993.

[2] En Juan Carlos Onetti: el ritual de la impostura (Caracas, Monte Avila, 1981), Hugo Verani revisa el modo con el cual la novela confesional trabaja el recuerdo y establece también la diferencia entre el fluir de la conciencia en Faulkner y la selección del recuerdo como criterio en Onetti. 

[3] La idea de ver a la ciudad como maqueta me la sugirió la última novela de Onetti: «Y luego entré en callecitas, calles, avenidas, plazoleta de inverosímil héroe desmontado. Allí estaba alto y gris, enfundado en un levitón de plomo, sosteniendo paciente con ambas manos un racimo de uvas muy gruesas, acunadas en una hoja de parra. Era como una maqueta grande de una proyectada ciudad desierta con muchos eucaliptus jóvenes, con cortinas de hierro tapando y prohibiendo negocios variados». (p.35)

[4] Juan Carlos Onetti: Para una tumba sin nombre, Barcelona, Seix Barral, 1980.

 

Ensayo corregido para este blog; publicado en Actas de Homenaje a Juan Carlos Onetti, Montevideo, Univer­si­dad de la República, 1997.





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