Juan José Saer: El entenado
Narrada con el estilo magistral que caracteriza la prosa de Juan José Saer, esta novela seduce e hipnotiza al lector por la riqueza de sus imágenes y la profundidad de sus reflexiones.
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El autor
«Fascinante. Encantador. Seductor. Con un enorme sentido del humor. Juan conseguía transformarse siempre en el centro de la atención. Probablemente, su gran cultura ayudaba. Pero no era solo eso», así lo definió durante una entrevista Laurence Guéguen, su segunda esposa. Cuando Saer y ella se conocieron, él tenía treinta y cinco años y un hijo de su primer matrimonio, Jerónimo; ella tenía veinte. Se casaron y tuvieron una hija: Clara.
Hijo de inmigrantes árabes, Juan José Saer nació en Serodino, provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937. En una entrevista cuenta que, durante su infancia, con otros dos o tres chicos salía al campo a cazar con una gomera. «El pueblo era apenas un punto en medio de la llanura. No era necesario caminar más de tres cuadras para toparse con el campo», recuerda.
Si bien siempre quiso ser escritor, cuando tenía alrededor de veintidós años le gustaba tanto el cine que pensó que podía realizar películas. Pero desistió de esa idea, porque el cine requiere de un gran esfuerzo físico y porque no contaba con el dinero necesario.
Enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica en la Universidad Nacional del Litoral. En 1968 viajó por seis meses a París, tras haber ganado una beca de la Alianza Francesa, y se fue quedando, hasta que pasaron los años: treinta y ocho exactamente. Entre 1974 y 1980, según él mismo ha contado, vive en Francia los momentos más duros: además de los conflictos personales, de residir en el extranjero, siente que ya no tiene un país ni un lugar propio. Ha dicho sobre su vida fuera de la Argentina: «No me puedo considerar un exiliado de la dictadura argentina pero estuve manifiestamente en su contra. Mi literatura no es militante, pero creo que cualquier literatura desprende una determinada moral».
Fue profesor de literatura en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes, ciudad en la que vivió muchos años. En una entrevista de Octavi Martí, publicada en el diario español El País en febrero de 2002, dijo el escritor santafecino:
Los primeros años tuve que dar clases de literatura española y ahí no me sentía tan seguro. Cuando llegué a París lo hice con dos libros bajo el brazo: el volumen de las obras completas de Quevedo y el diccionario de filosofía de José Ferrater Mora. Soy un gran admirador del Siglo de Oro, de Góngora, y un enamorado de Cervantes, pero no me considero un especialista en la cuestión.
Entre las distinciones que recibió destacan el Premio Nadal 1986 por su novela La ocasión y el premio France Culture 2003 al mejor libro de autor extranjero. En 2004 fue distinguido, junto con el rumano Virgil Tanase, con el XV Premio Unión Latina de Literaturas Románicas. El jurado, reunido en París, consideró que había desarrollado «una obra rica y variada de modo silencioso, alejado de los grandes circuitos de la publicidad literaria». En 2005 recibió el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional Del Litoral.
Hugo Gola contó que su amigo no era
un escritor metódico, disciplinado. Saer pasaba tiempo sin escribir, pero
cuando lo hacía era porque ya sabía hacia dónde se dirigiría su escritura.
Siempre estaba pensando en sus historias, en sus libros, y tomaba nota de todo
lo que se le iba ocurriendo. Julio Premat, que revisó y prologó sus borradores
y cuadernos recogidos en el libro Papeles
de trabajo (2012), cuenta que luego de la muerte del escritor encontraron
sesenta cuadernos, veinte carpetas y hojas sueltas en un armario-biblioteca del
departamento de la rue du Commandant Mouchotte donde vivía, al lado de la
estación Montparnasse.
Aunque vivió más
de treinta años en Francia, siempre estuvo unido a su tierra de origen y no
dejó de considerarse argentino. En una entrevista realizada por Alberto
Hernando, expresó:
Me siento argentino y solo
argentino y rechazo toda otra filiación, porque a través de la apropiación del
idioma he ido construyendo mi literatura. A veces pienso, sobre todo estos
días, que el hecho de haber querido escribir era una forma de apropiarme, a causa
del idioma extranjero de mis padres, de ese idioma hablado a mi alrededor. Mi
padre también se sentía muy argentino. Vino a la Argentina cuando tenía
dieciocho años, y mi madre a los tres con sus padres. Después sus otros siete
hermanos ya nacieron allí. De modo que apropiarme del lenguaje y expresarme a
través de él era una forma de completar el proceso de aculturación. Ni siquiera
es una hipótesis, es un sentimiento.
Laurence Guéguen contó que «Juan era un argentino de mate y asado. Era tan argentino que nunca quiso visitar Siria, tierra natal de sus padres». Adoraba Rosario y sentía que sus raíces estaban en Santa Fe.
Juan José Saer murió en Francia el 11 de junio de 2005, a los sesenta y ocho años. Tras su desaparición física, Laurence Guéguen formula una pregunta que, si bien es general, la circunstancia hace que quede acotada al universo exclusivo de Saer: «¿Qué queda del hombre en sus escritos?». Ella responde: «Su humor cáustico y su inteligencia, que daban tanto sabor a su conversación, su honestidad y su generosidad, que explican el afecto que le tenían sus amigos y, más que todo, su rigor y exigencia hacia sí mismo, pero también hacia los otros, incluyendo a su lector, que valoraba suponiéndolo inteligente y abierto».
La obra
En 1988, entrevistado por Mempo Giardinelli para la revista Puro Cuento, dice Saer: «Para mí, todo lo que tienda a destruir la imagen de la profesionalización del escritor, o de la literatura, me parece una buena cosa. Decir “yo soy novelista”, o “yo soy cuentista”, o “soy poeta”, a mí siempre me dio un poco de vergüenza. Y además otra de mis tentativas es justamente tratar de volar las fronteras».
No le gustaba que lo etiquetaran como un escritor rioplatense ni tampoco como latinoamericano. Durante una entrevista pública realizada en la Universidad de San Pablo en 1997, Saer explicó: «La literatura latinoamericana para mí es sólo una categoría histórica, o ni siquiera histórica, una categoría geográfica, pero no es una categoría estética. Para mí no hay nacionalidades de novelistas, para mí hay escritores y punto».
Entre los novelistas,
admiraba a Gustav Flaubert, en especial por el dominio que tenía sobre sus historias;
Saer vio en el escritor francés un modelo para los narradores del siglo xx. De
todos los escritores nacionales, prefería a Borges, aunque le criticaba que
corrigiera sin límite su obra publicada. Como señaló Laurence Guéguen, Saer
pensaba que «un escritor debe saber cuándo dejar de escribir. No se puede
reescribir —insistía— y volver
a reescribir una y otra vez». Admiraba y quería especialmente a Juan L. Ortiz, a quien consideraba
como el mejor poeta argentino. En el marco de un
ciclo de charlas con estudiantes organizado por el Centro Cultural Islas
Malvinas en La Plata, contó:
Tuve la suerte de conocer a Juan L. Ortiz, fue uno de los grandes hechos, no solamente literarios, sino afectivos, de mi vida. No solo lo conocí, sino que lo frecuenté mucho, en términos de verdadera amistad, muy respetuosa pero al mismo tiempo nada solemne. Juanele era un personaje absolutamente extraordinario, nosotros éramos como su guardia pretoriana, particularmente Hugo Gola, nuestro amigo Mario Medina y yo, toda una serie de jóvenes que disfrutamos su enseñanza infinita.
Creo que mi prosa no existiría sin la poesía de Juanele. Mi prosa es el «Juanele del pobre», como se dice en francés, un Juanele de uso popular; la poesía de J. L. Ortiz es mucho más compleja que mi prosa, y algunos ritmos en su manera de trabajar el verso han tenido una gran influencia en mí, y en muchos otros. Se podría decir, erróneamente, que yo he tenido mucha más suerte como escritor que Juanele, aunque en realidad él tuvo más suerte que yo, porque su obra es extraordinaria, inmensa, y seguirá creciendo con el tiempo.
Su obra —traducida al francés, inglés, alemán, italiano y portugués— se despliega dentro de cuatro géneros literarios: el cuento, la novela, la poesía y el ensayo. Sus cinco libros de cuentos —En la zona (1960), Palo y hueso (1965), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976) y Lugar (2000)— fueron reunidos en el volumen Cuentos completos (1957-2000). Saer los ordena de manera invertida, del último al primero, y agrega una sección: «Esquina de febrero». En 1983 se publicó Narraciones, antología en dos volúmenes de sus relatos. Sus doce novelas: Responso (1964), La vuelta completa (1966), Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), Glosa (1985), La ocasión (1986, Premio Nadal), Lo imborrable (1992), La pesquisa (1994), Las nubes (1997) y La grande (2005).
El arte de narrar (1977), aunque su título anuncie otra cosa, recoge su producción poética. En 1986 apareció Juan José Saer por Juan José Saer, selección de textos seguida de un estudio de María Teresa Gramuglio, y en 1988, Para una literatura sin atributos, que reúne artículos y conferencias publicadas en Francia. En 1991 publicó el ensayo El río sin orillas, con gran repercusión en la crítica, y en 1997, El concepto de ficción. La Universidad Nacional del Litoral publicó su libro de ensayos Una literatura sin atributos y Diálogo Piglia-Saer, que rescata varios encuentros realizados en la UNL. Trabajos, publicado de manera póstuma en febrero de 2006, reúne sobre todo los artículos periodísticos escritos a partir del año 2000, y publicados en el suplemento cultural de Folha de São Paulo, El País de Madrid y La Nación de Buenos Aires.
Aunque la obra de Saer se ha traducido a casi todas las lenguas europeas, su reconocimiento estuvo limitado a una reducida elite hasta mediados de los años ochenta, cuando ya había publicado más de diez libros. Que a comienzos de 2008 su obra completa empezara a publicarse en España fue un signo evidente del reconocimiento obtenido.
Con motivo de la publicación póstuma de su novela La grande, dijo su esposa en una entrevista de Hugo Beccacece:
«Juani» se ponía a escribir cuando tenía todo decidido acerca de la novela. El acto de escribir era entonces casi una formalidad: poner sobre el papel (no usaba computadora en la primera versión) lo que había elaborado hasta ese momento. Tomaba muchas anotaciones antes de lanzarse al proceso de escritura. Sabía, al empezar, cuál era la primera frase de una novela y también cuál era la última. Tenía todo bien claro.
Le gustaba mucho observar el campo, los pájaros y, por supuesto, la gente. Se podía pasar horas mirando la naturaleza a través de una ventana o a dos chicos que jugaban a la pelota. De esa contemplación, nacían quizá las descripciones tan exhaustivas de sus libros. A veces, anotaba lo que ocurría ante sus ojos.
Saer era dueño de una escritura ajena —y podría decirse que contraria— a las convenciones de la época y, por extensión, a las necesidades del mercado editorial. Construida en la soledad, desde el rigor, su poética se internaba, sin esquivar los aspectos más problemáticos, en «la espesa selva virgen de lo real». Mientras la mayoría miraba asombrada las luces artificiales del firmamento literario, el santafesino producía, pacientemente, con mano firme, relatos que ponen en duda la capacidad de nuestros sentidos para aprehender el mundo circundante.
Juan José Saer escribió de espaldas a las modas literarias y al mercado. Realmente estaba alejado de la industria cultural, no fue una pose. No le importaba ganar un público, sino crear lectores.
Sobre El entenado
Saer pensaba que algunos trayectos de su obra podían constituir trilogías. Por ejemplo, Cicatrices, Nadie nada nunca y El limonero real son una trilogía sobre el tiempo. El entenado, La ocasión (la historia se ubica hacia 1860) y Las nubes (es el relato de un viaje que tiene lugar en 1804) son su trilogía sobre el pasado. Si bien no sigue fielmente ningún canon genérico, en El entenado, cuyo protagonista y narrador fue cautivo en el siglo xvi de los indios colastinés, Saer convoca algunos elementos de las crónicas de Indias y de los relatos de los viajeros del siglo xix.
El hecho histórico en el que se basa Saer remite a octubre de 1515, cuando Juan Díaz de Solís sale del puerto de Sanlúcar de Barrameda con tres carabelas y alrededor de sesenta tripulantes hacia las Malucas. A principios de 1516 llega a un estuario al que llamó Mar Dulce, que sería conocido después con el nombre de Río de la Plata y donde desembocan los ríos Paraná y Uruguay. Al desembarcar con un grupo de hombres en una de sus costas, cayó en manos de los indios charrúas o guaraníes, que los ultimaron con flechas y se los comieron, ante la presencia de quienes habían quedado en las naves. Sobrevive Francisco del Puerto, posiblemente porque es pequeño y estos indios solo comían los cadáveres de hombres adultos. Este grumete de la expedición de Solís permanece en la región durante diez años, hasta la llegada de Gavoto, a quien luego acompaña en varias expediciones y le sirve de intérprete; según se presume, no regresa jamás a España.
Saer refiere parte de este episodio en El río sin orillas, libro dedicado a sus padres y al que subtitula Tratado imaginario. Comenta allí, sin el menor dramatismo, el destino funesto de la expedición de Juan Díaz de Solís con la misma mirada comprensiva que ya le había adjudicado al protagonista y narrador de El entenado ocho años antes. Enfoca la escena de la matanza y el canibalismo desde la confrontación cultural:
Es la desproporción entre lo que Solís y sus hombres pensaban de sí mismos y la función que le atribuyeron los indios al comérselos crudos en la playa misma en que los mataron —la escena primitiva de la historia del Río de la Plata—, caricatura del relativismo cultural, lo que vuelve al hecho impensable en su desmesura y vagamente cómico a causa del malentendido brutal de dos sistemas de pensamiento.
Saer explicita que ha leído el comentario que hace de este episodio de canibalismo José Luis Busaniche —se refiere al primer capítulo de su ensayo Historia argentina, «El río de Solís en el ámbito de los descubrimientos»—, en el que el historiador narra el episodio en el contexto de la expedición de Solís y se abstiene de emitir juicios de valor al respecto. Saer arriesga una hipótesis que también está presente en El entenado: «Si se los comieron en el acto, inmediatamente después de haberlos matado, es que los consideraban como productos de caza y no como el objeto de un banquete antropofágico». En su novela, Saer hace hincapié en que esta tribu no es guerrera, tampoco caníbal, sino cazadora. Tiene el buen criterio, y hasta el gesto cómplice, de hacer que los indios, antes de comérselos, asen los cadáveres en grandes parrillas —un toque más contemporáneo y autorreferencial, que remite a sus propios gustos, ya que sabemos que a Saer le encantaba comer asado, y a una escena frecuente en sus relatos, en los que es común ver a Tomatis, a Pichón Garay y a otros personajes preparando y comiendo carne asada—, y distingue con un sutil toque irónico, del resto de los colastinés, al grupo de asadores encargados de volver «comibles» los cadáveres, que, como todo buen asador argentino, se preocupa por sus comensales y está ahí, al pie de la parrilla, para servir a los otros, renunciando expresamente a comer.
Juan Villoro dijo durante el diálogo que mantuvo con Ricardo Piglia en El Colegio de México, en 2007: «Rara vez una novela de Saer es histórica en el sentido canónico; no trata de reproducir una época con minucia, sino que se sitúa en ella para indagarla y explorarla desde la mente contemporánea. El caso más emblemático es, por supuesto, El entenado, donde el testigo de los hechos viene de fuera».El entenado se publica por primera vez en 1983, en una edición de Folios. La novela, traducida al francés por Laure Bataillon y publicada con el título L'Ancetre, fue premiada en 1987 por el Festival del Libro de Nantes. Cuando en el año 2003 se reedita en España, Nora Catelli escribe una nota crítica —«Esas cosas de delirio»—, que se publica en El País y en la que dice:
Releída hoy, renovado el asombro ante su vigencia, solo agrego un nuevo motivo para insistir en esta: Saer no elige una posición unívoca, eso que hoy se denominaría «voz del subalterno» y que reivindicaría una alteridad radical y diferente desde la que marcar el territorio del conquistado y separarlo del conquistador. Al contrario, se pone y pone al lector ante la imposibilidad de señalar una frontera visible entre lo europeo y lo americano.
El narrador de El entenado es fundamentalmente un observador. Pasa mucho tiempo hasta que puede comprender el significado múltiple de ciertos términos y expresiones de la lengua que hablan los colestinés. Observa minuciosamente la realidad que lo rodea, los numerosos detalles, actos y gestos de esta tribu en la que cada uno de sus miembros tiene asignada una función específica, de este pueblo que vive como si cada cosa estuviese pautada. Esta característica del narrador convoca una observación que Laurence Guéguen formuló sobre Saer, a quien describió de la siguiente manera:
Podía pasar horas en una ventana, mirando un pájaro. De pronto se reía solo. Seguramente acababa de tener una de esas iluminaciones. Tiempo después, el pájaro aparecía en sus textos. O pasaba horas sentado en un sillón, mirando el techo. ¿Quién podría haber pensado que trabajaba? Sin embargo, vivía en una especie de observación permanente, de introspección o de comunión con el mundo que lo rodeaba. Todo le servía, todo era materia literaria.
Como ocurre con el protagonista de El entenado, para Saer era una preocupación percibir y lograr describir el mundo, y así lo manifestó reiteradas veces. Dijo en una oportunidad: «El mundo es difícil de percibir. La percepción es difícil de comunicar. La descripción es imposible. Experiencia y memoria son inseparables. Escribir es sondear y reunir briznas y astillas de experiencia y de memoria para armar una imagen determinada».
En El entenado —novela que Sarlo define como «fábula filosófica»—, las acciones y las descripciones se fusionan con los extensos y espléndidos pasajes en los que el narrador observa, problematiza y reflexiona sobre algunos temas centrales: el transcurrir del tiempo, los límites del entendimiento, la posibilidad de dar realmente cuenta de lo que acontece, los alcances de la memoria, las paradojas de lo humano y la falsedad de ciertos mitos.
Los sesenta años que han pasado desde que el protagonista cae cautivo de los colastinés y el momento en el que tiene lugar la escritura, de noche, a la luz de la vela, parecen diluirse en un par de escenas y secuencias que vuelven una y otra vez, ayudando a entender un poco más lo vivido, pero nunca del todo. La posibilidad de haber comprendido mal, de no haber captado realmente las experiencias vividas y, sobre todo, a los otros, aquello que es ajeno se sostiene a lo largo de todo el relato. A diferencia de lo que ocurre con aquellos narradores que cuentan su historia cuando ya disponen del conocimiento suficiente para narrarla, el narrador de El entenado va comprendiendo un poco más lo vivido a medida que narra, pero ese «poco más» no alcanza para descifrar determinadas situaciones y claves de lo vivido. Cada escena que retorna —la cacería, la borrachera colectiva, la orgía, la pérdida de sí, la vuelta al orden, las batallas, la instancia misma de la escritura— vuelven, y en cada repetición narrativa van revelando zonas ocultas. Esa continua revelación, si bien augura un enriquecimiento del sentido, paradójicamente señala que el sentido nunca es completo ni se da de manera definitiva. Pareciera no haber límite para la decantación de la realidad, para su comprensión. La instancia de la reflexión, y también de la escritura, como si fuera una red, atrapa solo algunos puntos y deja escapar muchos otros. Siempre hay algo que huye, nunca se alcanza del todo el conocimiento, la claridad de un suceso, su sentido.
En una nota sobre Glosa («La condición mortal», 1993, recogida en su libro Escritos sobre literatura argentina), Beatriz Sarlo dice sobre la literatura de Saer algo que es evidente en El entenado:
Saer elimina la elipsis allí donde la narración clásica la convocaba, y repite los hechos narrados hasta demostrar que, al contrario de lo que podría suponerse, la repetición los vuelve literalmente inagotables. Puede hacerlo porque, como nadie en la literatura argentina, su sentido de lo concreto sensorial se aplica a materias efímeras: la reverberación de la luz, el movimiento captado como sucesivas instantáneas, los procesos que afectan a los cuerpos sólidos.
Para mí, la lectura es un gran placer. La prefiero a la escritura, porque yo no escribo en forma placentera, me cuesta mucho y lo hago en forma muy laboriosa. Ahora estoy escribiendo una novela para dentro de dos años [se refería a La grande]. Al mismo tiempo, la lectura es una especie de puente, una pasarela a través de la cual es necesario transcurrir para poder tener una imagen del mundo. En nuestra época es imposible tener una visión aproximativa del mundo sin la lectura. Por eso es tan importante que los chicos sean alfabetizados y lean.
Juan José Saer: El entenado. Edición especial para el trabajo en el aula con guía de actividades de prelectura, análisis y lectura comprensiva, taller de escritura e introducción a cargo de Graciela Gliemmo. Buenos Aires, Planeta, 2013.