Escritoras colombianas: la atemporalidad del deseo
La publicación en 2003 de dos antologías de narraciones breves —Ellas cuentan y Ardores y furores[1]— muestra la ambición de rescatar y a su vez construir dentro de la literatura colombiana contemporánea una zona marcada por algunos nombres y textos producidos por mujeres. Como parte del mismo movimiento se concreta durante ese año la publicación de los Cuentos completos[2] de la escritora costeña Marvel Moreno (Barranquilla, 1939-1995), hecho que recoloca otra vez una escritura novedosa, llena de interrogantes sobre el lugar que ocupa la mujer en el imaginario social, fundamentalmente caribeño, y con historias donde la transgresión a ciertas normas, el poder femenino ejercido contra un mundo patriarcal y el erotismo están presentes de manera privilegiada.
Si bien no todas las narraciones de estos tres libros son eróticas —salvo las de Ardores y furores—, en una gran proporción muchas de ellas hacen ingresar el erotismo como un componente fundamental del género, como un punto de subversión frente al orden social establecido y como posibilidad de ficcionalización desde la recuperación del cuerpo y del deseo femeninos. Con diferentes estéticas, insinuando sin decir o deteniéndose en precisas descripciones, las escenas eróticas forman parte del entramado narrativo.
Desde las imágenes dobles —dolor y placer, alma y cuerpo— de los Afectos espirituales de Francisca Josefa de Castillo (Tunja, 1671-1742) hasta Delirio (2004) de Laura Restrepo (Bogotá, 1950) la trama muestra diversidad de texturas, pero siempre se adivina como búsqueda ininterrupida de respuestas de estas diferentes voces posicionadas frente a una realidad en la que el cuerpo ha padecido represiones, ya sea por el peso de las creencias religiosas, por los mandatos provenientes del orden social y familiar o por circunstancias histórico-políticas. Son representaciones de mujeres que sufren y pueden caer hasta en la locura.
Una constante emerge en este heterogéneo conjunto narrativo: cuerpos de mujer y deseos de mujeres que se imponen expresa o veladamente para cuestionar cada uno a su manera los diversos mandatos sociales y culturales que han puesto en un segundo plano el imaginario, el lenguaje y el accionar femeninos. Incluso muchos relatos rescatan a la vez que revisan figuras y roles míticos, cercanos en algunos casos al prototipo: la beata, la prostituta, la viuda, la solterona, la loca. Es el caso de «Sinfonía erótica» de Lina María Pérez (Bogotá, 1949), en el que se recrea la figura masculina del voyeur y se construye un personaje femenino en el que se fusiona la esposa celosa, posesiva, con la prostituta.
Dentro de esta ampliación del imaginario, hay una propuesta muy puntual que establece una sugestiva intertextualidad con la teoría del erotismo de Georges Bataille y con el núcleo ficcional de una de las novelas del patriarca de las letras colombianas: Gabriel García Márquez. Me refiero a El amor en los tiempos del cólera[3], en la que el erotismo juega una pulseada con el paso del tiempo y la vejez. En la otra orilla, se posicionan, por ejemplo, «El elegido» o «Videogamia» de Freda Mosquera (Barranquilla, 1960), en los que el imaginario del presente —cuerpos esbeltos, delgados y eternamente jóvenes, trabajados en el gimnasio y en contacto con el mundo de la tecnología— determina las claves de un erotismo escrito en puro presente, sin ningún afán de trascendencia.
Pero si como sostenía Aristóteles el principio es la mitad del todo, es llamativo que «10, Chemin du Devin» de Helena Araújo (Bogotá, 1934), el primer relato de Ardores y furores, ficcionalice, como parece ser ya una tradición en la narrativa erótica, el encuentro clandestino, fuera del matrimonio, interrumpiendo y hasta poniendo en peligro la rutina del trabajo. También hay que precisar que se trata de la unión entre una mujer joven y un hombre ya maduro.
Rosella, la protagonista, se deja llevar por un impulso irracional hasta los brazos de Henri Ruegg, «un personaje excéntrico y locuaz», ya envejecido y con la mirada perdida, de alrededor de sesenta años, que la contrata para traducir una serie de documentos antimilitaristas y antiarmamentistas. Sin poder luego explicarse a sí misma el porqué de un encuentro erótico con este personaje que no le resulta ni siquiera atractivo, ya presentada su renuncia, Rosella busca una vez más a este hombre y se deja arrastar por él. No hay un solo elemento estético del cuerpo masculino que justifique la atracción, sin embargo esta se produce: «No, no, para lo que siguió no podía haber explicación. Había sido tan absurdo que ni siquiera podía recordarlo bien, le llegaban apenas fogonazos como de una película velada a trechos. Ella y Ruegg allí, en esa oficina. Ella abalanzándose, balbuciendo, azogándose». (Ardores y sudores, p. 25)
El relato se detiene en la descripción de la nariz ganchuda de Henri, en su sordera, en los ojos celestes ocultos tras las gafas, en el olor agrio de su cuerpo, que se suma a las manchas de la nicotina; en su piel vieja y seca; en las mejillas un poco amoratadas; en su cuerpo magro; en la piel fofa y ligeramentre belluda, salada; en las costras de caspa de su cabeza. Si algo pone en escena este relato es el impulso irracional que desata la escena erótica, la ausencia de una motivación que le aporte un sentido al encuentro. También esa cuota de violencia que acompaña al erotismo.
A pesar de las cuatro décadas que los separa, en los cuentos «El contabilista» de Elisa Mújica (Bucaramanga, 1918) y «El brazo de reina» de Alexandra Samper (Bogotá, 1952) también las protagonistas son mujeres mayores, con cuerpos que muestran la ausencia absoluta de juventud, cuerpos cerrados al placer. Contra los modelos actuales de belleza femenina que pretenden eternizar una imagen adolescente y anoréxica, las carnes de estos relatos son exuberantes, se derraman, son incontenibles.
En «El contabilista» el impulso se detiene, no bien descubierta la atracción física, bajo el peso de la moral de la época. La culpa frena, pone coto al deseo de una mujer mayor frente a ese joven que juega a confundirse en el pensamiento con la hija muerta, pero que se impone finalmente a través del apetito que despierta como hombre.
En «El brazo de reina» las manos de la cocinera son lamidas como si fueran trozos de masa: todo el cuerpo de María del Pilar es un gran pastel delicioso. La similitud del repartidor del almacén con el arcángel san Gabriel no logra cambiarle el signo a este contacto erótico y la cocinera se deja llevar por los impulsos desatados del joven dejando por un momento a un lado su propia vergüenza.
En esta misma dirección, en otros dos largos relatos se experimentan y pulen algunos de estos puntos temáticos y teóricos. «Barlovento» de Marvel Moreno y Olor a rosas invisibles[4] de Laura Restrepo trazan un recorrido particular entre los cuerpos y el erotismo, arrojando dudas sobre el paso del tiempo, la temporalidad de la carne, la brevedad de las pasiones y el encuentro amoroso como un fugaz interruptor de la marcha feroz de los relojes. En ambos relatos lo que está en juego es la búsqueda de una permanencia.
En «Barlovento» el erotismo toma la forma de una triangulación entre la abuela Josefa, el mandinga e Isabel. El brujo provee a la protagonista, y por rebote al lector, una escena iniciática: cuando dos siglos atrás la marquesa Juana María Arimendi va en busca de una de sus esclavas negras, que se fuga con un cimarrón y está a punto de parir a su hijo en el Caribe venezolano, funda la tradición de las mujeres blancas que se mezclan con los negros y contraen el «mal de amor». Al morir, estas mujeres regresan para unirse para siempre con el mandinga que las poseyó por primera vez.
A través de la fiesta, de la superación de los límites y de las pautas sociales, en la unión con ese cuerpo sagrado que logra burlar la vejez, la temporalidad, la muerte, los habitantes de ese lugar son los cómplices absolutos de un secreto al que solo tendrá acceso Isabel, lo que la capturará a su vez como eslabón de una cadena interminable y la arrojará en la hamaca del mandinga. El brujo hace suyo un cuerpo joven, logra detener el tiempo y recupera esa alma, la atrapa cuando la muerte llega. El mandinga es un hombre negro con rasgos atemporales, con un cuerpo que no da muestras del correr de los años: «Era muy hermoso, según los criterios de su raza, con su pecho que parecía una coraza de músculos y sus manos de dedos largos y muy finos». (Cuentos completos, p. 340)
La fiesta, el derroche, la caída de los interdictos, de los límites dan lugar al erotismo y a la ilusión de una continuidad, que en este relato toma la forma del realismo mágico. El tiempo de fiesta pone entre paréntesis la productividad y genera la inversión de estamentos y roles: los hombres actúan como mujeres y las mujeres, como hombres. La fiesta abre la posibilidad de negar los límites. En El erotismo[5] Bataille expone: «La sexualidad y la muerte no son más que los momentos agudos de una fiesta que la naturaleza celebra con la multitud inagotable de los seres, pues una y otra tienen el sentido del despilfarro ilimitado al que procede la naturaleza en contra del deseo de durar que es lo propio de cada ser». (El erotismo, p. 88)
No solo el cuerpo de la abuela, que se adivina viejo y ajado, cobra vida. También el cuerpo de Isabel, que había perdido el sentido al elegir la castidad, movida por la culpa cristiana. Isabel es recatada, contenida. Representa la ley en la familia. Es quien llega para imponer un orden que todos ven simbolizado y concentrado en la figura de Josefa. Sin embargo, detrás de la historia familiar, paralela a su relación matrimonial canónica, Josefa guarda una versión escondida: su encuentro erótico, vital, salvador con el mandinga. Él es quien la transporta hacia el más allá, la rescata, y, en la unión con ese cuerpo que practica una religiosidad donde los desbordes son posibles, Josefa alcanza una continuidad que suspende las limitaciones terrenales.
Como ella, Isabel conocerá la felicidad al desnudarse, sumergirse en el agua y unirse con el mandinga mientras los tambores suenan y el pueblo se entrega al desenfreno. Su cuerpo adquiere vida, se erotiza y deja de ser «ese cuerpo despreciado, maltratado». Isabel reescribe el pacto de su bisabuela y, como ella, superará la vejez y volverá allí con la muerte, «a aquel rincón de la selva, al río San Juan, al lecho de tiernas algas donde aprisionado por ellas el mandinga la estaría esperando por la eternidad». (Cuentos completos, p. 344)
La fiesta en «Barlovento» se opone al matrimonio que tendrá lugar entre Isabel y el serio Marco Antonio. Es un tiempo de encuentro diferente, propio de los habitantes de Las Camelias, la antigua hacienda familiar, que interrumpen por un par de días sus trabajos, abandonan sus casas y hacen el amor libremente, ante la mirada horrorizada del cura del pueblo. Es allí donde regresa Josefa cada vez que presiente la cercanía de la muerte, con el impulso de dar lugar a la leyenda de Barlovento. La estancia ha tenido siempre como propietarias a mujeres, y el mandinga las ha poseído, una tras otra, mediante un ritual en el cual el erotismo de los cuerpos da lugar al erotismo religioso.
El viaje hacia la estancia es a la vez un viaje en el tiempo gracias al cual Josefa recupera su vitalidad, se recobra de sus males físicos y hace suya una porción de su pasado, durante el cual ha logrado olvidarse de los otros, dar rienda suelta a sus impulsos y ser dichosa. La abuela Josefa muere la misma noche en que arriba a la estancia, mientras los tambores no paran de sonar y desde la selva se escuchan «gritos inarticulados y salvajes como de hombres presos en el tormento de la lujuria». La fiesta desata los instintos del pueblo y esos cuerpos envejecidos antes de tiempo por la dureza de la actividad en la estancia cobran otra vez vida.
Aunque sin la escena de la fiesta, en Olor a rosas invisibles Laura Restrepo también ficcionaliza a partir de la relación erotismo-vejez y crea un relato en el cual la relación entre Eloísa, la coprotagonista, y su hija Alejandra recuerda el vínculo entre Josefa y su nieta Isabel. Ambas son jóvenes, llevan un noviazgo que parece feliz y muestran físicamente un contraste con sus antecesoras familiares. Detrás de la historia anecdótica del reencuentro de Eloísa y Luicé, tras unos meses de pasión y cuarenta años de distancia, matrimonios y nietos mediante, se esconde también un hilo narrativo sobre el cual el erotismo cumple la función de parar momentáneamente el tiempo, produciendo un rejuvenecimiento en los amantes.
Como en El amor en los tiempos del cólera, las carnes femeninas se han reblandecido y el miembro masculino acusa una indeseada falta de potencia. Solita, la esposa, es testigo de esos cambios pero también víctima del tiempo: se trata de señoras y señores para los cuales las horas del fervor amatorio han quedado atrás. Sin embargo, el reencuentro con Eloísa le posibilita a Luicé tramitar el miedo, el rechazo de su propio cuerpo frente al deterioro de los años.
El narrador, que es a su vez un viejo amigo que comparte la melancolía por la juventud, el erotismo y los amores perdidos, comenta en un fragmento:
Eloísa —esta Eloísa apócrifa de ahora— lo abrumaba con explicaciones no pedidas sin intuir siquiera hasta qué punto era irracional y oscuro, e independiente de ella, el verdadero motivo por el cual él había venido: buscar una prórroga para el plazo de sus días. No creo que ni él mismo supiera a ciencia cierta, pero era por eso que estaba aquí, por recuperar juventud, por ganar tiempo, y ella le estaba fallando aparatosamente. Eloísa, sagrada e inmutable depositaria de un pasado idílico, se le presentaba en cambio, como por obra de un maleficio, convertida en fiel espejo del paso de los años. (Olor a rosas invisibles, pp. 49-50)
Cuando el narrador relata el reencuentro en el aeropuerto de Miami, juega a confundir al lector presentando a Alejandra como una Eloísa eternamente joven, frente a la cual Luicé se llena de temores y advierte una vez más que tiene panza, mal aliento y ha envejecido sin remedio. Tras la aclaración del equívoco, emerge una muchacha que no puede ser sino la continuación de su madre. No hay posibilidad de detener el tiempo, dice la novela de Restrepo, pero también afirma que el deseo y el erotismo son atemporales. ¿Cómo no convocar el mito del dios Eros dándole vida al mundo? En estas narraciones, Eros triunfa sobre Thánatos.
Olor a rosas invisibles reformula una ley irreversible: los cuerpos envejecen y se calman. Si no hay magia, mandingas o fiestas —como en el caso de «Barlovento»—, los protagonistas sucumben al paso del tiempo y deben contentarse, como Fermina Daza y Florentino Ariza de El amor en los tiempos del cólera, con unos breves instantes de amor y erotismo, ya que no cabe la pasión irrefrenable.
Eloísa es viuda y tras el encuentro vuelve a quedarse sola con su viudez. Luicé, en cambio, prefiere regresar al cómodo lecho matrimonial, arroparse y amar, hasta que la muerte los separe, a Solita, su mujer y la madre de sus hijos. La realidad se impone y el único aroma que logra traspasar los estragos del tiempo es el de las rosas invisibles. Léase: los productos puros de la imaginación y la literatura.
Pero a pesar de esta certeza, Luicé y Eloísa disfrutan de esos pocos días de recuerdos y erotismo que les posibilita terminar una historia a la que le faltaba un cierre. Como Fermina y Florentino, disfrutan «porque habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo, en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte». (El amor en los tiempos del cólera, p. 447)
Los encuentros eróticos de «Barlovento» y Olor a rosas invisibles reconstruyen desde la ficción una de las afirmaciones de Bataille: «Puede decirse del erotismo que es la aprobación de la vida hasta en la muerte». Del mismo modo que los viejos amantes de García Márquez, cercados por el tiempo, estos protagonistas son conscientes de su vejez y de la proximidad del final, pero es el encuentro erótico el acto que desde un presente los reafirma como seres vivos. El deseo de amar, de entregarse los mantiene en pie. El perderse en el cuerpo del otro interrumpe, al menos por unos instantes, el devenir del mundo y crea la ilusión de una continuidad en el cuerpo amado.
[1] Luz Mary Giraldo (sel. y pról.): Ellas cuentan. Una antología de escritoras colombianas de la Colonia a nuestros días, Bogotá, Seix Barral, 1998. Ardores y furores. Relatos eróticos de escritoras colombianas, Bogotá, Planeta, 2003.
[2] Marvel Moreno: Cuentos completos, Bogotá, Norma, 2003 y El encuentro y otros relatos, Bogotá, El Áncora Editores, 1992.
[3] Gabriel García Márquez: El amor en los tiempos del cólera, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.
[4] Laura Restrepo: Olor a rosas invisibles, Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
[5] Georges Bataille: El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1985.
Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «La atemporalidad del deseo en algunos relatos de escritoras colombianas», en dossier Erotismo femenino en la literatura hispanoamericana, Reina Roffé (coord.) de Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 659, Madrid, mayo 2005.