Juan García Ponce: Crónica de la intervención
I. Las mujeres y las casas
Figura de paja (México, Joaquín Mortiz, 1964) abre el ciclo de novelas de Juan García Ponce. El narrador, voz masculina del triángulo erótico y amoroso, relata como en off una travesía, la del viaje a Cuernavaca, que se cierra con el regreso y posterior suicidio de Leonor. Si bien los espacios se multiplican bajo el recorrido del automóvil así como del recuerdo, hay un centro espacial fijo, supuesto, desde donde se articula la narración: la interioridad de ese narrador que inaugura su relato con la anécdota de la compra del ángel de petate, el que está presente en el título y el que se vuelve imagen visual en la tapa del libro en la edición de Joaquín Mortiz.
El adentro de los cuartos sostiene la representación de un mundo de a dos, el avance de una historia sentimental y erótica, la problemática individual sobre los afectos y los conflictos interpersonales ajenos a las relaciones sociales. Todo excluido y a la vez resguardado del afuera. Lo social se inserta en un sistema de referencias menor. El mismo suicidio de Leonor se presenta como resolución del triángulo y permite mantener el equilibrio amoroso entre el narrador y Teresa. El sonido del teléfono, eso que viene a invadir y quebrar la quietud de la soledad, trae la información de la muerte trágica de Leonor y coloca en primer plano la expulsión del tercero desarmónico. No hay causas exteriores a la pasión: todo queda encerrado en un pequeño perímetro, en una focalización de los personajes y su evolución afectiva.
Esta primera novela es el inicio de una línea narrativa constituida alrededor de tiempos privados, alejada, como ya lo observara Ángel Rama, del tiempo histórico y social.[1] Esta concentración narrativa se asienta en una temática en la que erotismo y amor se entrelazan bordando un transcurrir que escapa a los relojes que regulan la producción y el trabajo. En novelas siguientes como La casa en la playa (México, Joaquín Mortiz, 1966), La cabaña (México, Joaquín Mortiz, 1969) y La vida perdurable (México, Joaquín Mortiz, 1970), por citar solo algunas, la narración se delinea a partir de situaciones cotidianas, de cruces y contratiempos afectivos, de alteraciones individuales bajo la mirada de un narrador hacia el centro de sí mismo o del resto de los personajes. Esta focalización se torna casi obsesiva al detenerse reiteradamente en las relaciones entre hombre y mujer. Esta elección, que Rama planteara como un enigma, obedece a un evidente recorte que hacia los 60 vuelve extraña la obra de García Ponce, aunque hoy, en relación con una serie de gestos contemporáneos, ya no aparezca tan aislada.
Pensándola no solo en relación con la teoría del erotismo de Georges Bataille, sino con toda una vuelta de tuerca sobre la individualidad (Sennett, Lipovetsky); el amor, la erótica y el deseo (Lacan, Barthes, Kristeva); la seducción (Baudrillard); la cotidianidad y el lugar de los pequeños grupos (entre otros, los sociólogos norteamericanos de la década del 70), esta narrativa encontrará años después un punto cultural de anclaje fuera de América Latina.[2]
Anticipando esta preocupación teórica, esta temática particular, centrada en el individuo y su placer, opera incluso como transformadora de espacios sociales: en El libro (México, Siglo XXI, 1970) la universidad se circunscribe a ciertos microespacios. El ojo y el oído están puestos en el aula, los pasillos y el cuarto casi en desuso donde Eduardo y Marcela concentrarán su amor. Por efecto de este recorte, bienes comunitarios se convierten en escenarios privados, sellados por el erotismo.
Por otra parte, en estas historias ocurre una suerte de resignificación de los lugares amorosos, que absorben a los amantes y, a su vez, son marcados por estos. En La cabaña la muerte del marido de Claudia instala la caracterización de la cabaña, determinada, a partir de la ausencia, por la presencia masculina. Cada rincón, como una parte del cuerpo varonil, convoca los gestos, las sensaciones, y se vuelve, desde la percepción de la protagonista, paradigmático. Al respecto, resulta interesante observar que en esta historia, así como en La invitación (México, Joaquín Mortiz, 1972), Crónica de la intervención (Barcelona, Bruguera, 1982) y De Ánima (México, Montesinos, 1984), la muerte se representa desde la desaparición del cuerpo; para ser más precisa, la muerte se articula como un no lugar y anula la posibilidad de que la voz que se hace cargo de la historia continúe con la narración. Borrado de la ficción el complemento erótico y amoroso, la desaparición física disuelve el relato, ocasiona un hueco que la palabra no intenta llenar. Ese agujero en la trama de estas novelas precipita el final.
En cada texto hay elementos que reaparecen en otros, de ahí que pueda plantearse la narrativa de Juan García Ponce como un ciclo y resaltar los cortes internos.[3] En este sentido, la red intertextual con sus autores predilectos —Musil, Bataille, Klossowski— ilumina ciertas zonas de sus propias novelas y plantea una poética de reescritura. En La casa en la playa, por ejemplo, la protagonista narra un paréntesis vivido durante unas vacaciones y se detiene en la relación con Rafael. A partir de su alejamiento de lo cotidiano y de la interrupción de su trabajo, que tiene como detonante un desplazamiento espacial, surge un espacio regido por otro tiempo. En La realización del amor de Robert Musil, el cuarto en el que Claudine y su esposo están juntos es el núcleo sobre el que se sostienen todos los objetos que reciben y se hacen eco del crecimiento de sus sentimientos. Las infidelidades se ubican en un antes y un después a ese espacio común. Cuando su viaje se concreta, Claudine siente el retorno del pasado hasta sentirse conducida hacia otro cuarto, esta vez en un hotel. La infidelidad, percibida como diferente del engaño, se hace posible en el instante en que imagina que el consejero ministerial la espía por el ojo de la cerradura. En ese mismo sentido, en esa identificación entre espacio íntimo y personaje, entre cuarto y relación amorosa, entre el viaje y la entrada en la ficción que construye una relación tanto erótica como afectiva, el conjunto de las novelas de García Ponce recuerdan al mismo tiempo a Bataille y a Musil, en una intersección que hace del amor y del erotismo, como ya se ha señalado en esta lectura, una escritura atípica. García Ponce coloca a Claudina allí donde Musil abandona a su Claudine. Una narración parece abrirse donde la otra se cierra.
Es en Crónica de la intervención donde se produce un quiebre o, si se quiere, una mixtura a partir de dos ingresos: el del tercero, que instala el triángulo y lo múltiple como posible, y el de la irrupción de una porción de historia mexicana. La casa parece abrirse hacia un afuera que deja caer la construcción de la fidelidad y de la obstinada mirada sobre la pareja. En esta apertura, el texto gana en complejidad, a la vez que permite acotar los modelos presentes hasta este momento: dos epígrafes citan a Bataille y a Klossowski. Esta novela hace explotar un imaginario erótico y un lenguaje casi murmurado en las narraciones de García Ponce anteriores a 1982. Además, una poética de escritura y un sistema de lectura se desnudan junto con los personajes: la caída de los velos parece jugar temática y metatextualmente.
II. Dos rieles por los que la crónica avanza
Podría decirse que en Crónica de la intervención se fusionan dos objetivos de las juventudes del sesenta: el compromiso social con el correspondiente deseo de cambio y el pedido de liberación sexual. Esto, eminentemente un nudo político y cultural, pasa a ser la expresión de una ruptura, una problematización en el universo de ficción de García Ponce. La novela lo anuncia ya en su título: una sucesión de acontecimientos intervendrán, irrumpirán dentro de algo que el título mismo calla. El texto ficcionaliza el deslizamiento de un mundo en el otro, enfrenta lo privado y lo público y se encadena con otros textos mexicanos (novelas y testimonios) que ponen en entredicho el mentado «progreso mexicano», construido a través del discurso del poder y que la matanza del 2 de octubre de 1968, conocida como la noche de Tlatelolco, desmiente desde los hechos.[4]
Crónica de la intervención interviene a favor de la intimidad, de la transgresión, de la no represión. A partir de la escenificación del erotismo y de la manifestación política de los jóvenes levanta ideológicamente la imaginación y la libertad, así como la no corrupción.
Lo cotidiano aparece a través de las relaciones familiares, antes ausentes o puestas entre paréntesis, y desde un erotismo no siempre asociado al amor. Como el diario de fray Alberto, jugando con la misma técnica que utiliza Klossowski en Roberte esta noche, toda la novela hace las veces de diarios íntimos por los que el ojo del lector se inmiscuye. Lo que hasta ese momento se aludía, ahora se expresa detalladamente. La exhibición de lo secreto, de aquello que ocurre entre cuatro paredes revela el movimiento constante de meter las narices en el silencio. De hecho, el publicar la novela es volver pública una ficción privada junto con la Historia que no es vendible para el extranjero. Estos aconteceres diarios lanzan la acción hacia adelante, a la vez que las XIX Olimpíadas van organizándose argumentalmente. El cruce definitivo se produce el día de la matanza.
Las referencias más explícitas de lo que la novela narrativiza como «el país» pasan por la topología, la literatura y el discurso histórico canonizado: los lugares del Distrito Federal, la Fiesta Mundial de la Juventud, los versos de Villaurrutia y Sor Juana y la parodia en el capítulo once, «Grandes perspectivas», del discurso histórico que parte del México independiente y se define en la Revolución Mexicana. Las historias individuales, condimentadas con erotismo y perversión, se enfrentan a esa otra línea mostrando una organización en la combinación de dos géneros del sesenta y el setenta: la novela erótica y el relato testimonial. La novela se erige en el cruce y alternancia de ambas especificidades que, por momentos, rozan la parodia genérica. Esta mixtura permite la variedad de puntos de vista, registros y tonos. El bien de los personajes está ligado a todo aquello que los acerca al placer. Esto inaugura una ética que incluye el desorden. Si lo perverso está en el trasfondo de algunas relaciones privadas, todo cuestiona la perversión de las muertes en Tlatelolco. Como según reza la novela, «las exigencias de la vida privada», la ficción propone esa unión a través de la imaginación. Crónica de la intervención, que se muestra constantemente como invención y armado mental, es el espacio de esa coincidencia: un mundo interviene en y con el otro, y es, además, el arte el que interviene en la realidad, en un juego borgeano de espejos enfrentados o círculos que se entrelazan.
En un roce con la teología, la mujer como divinidad es objeto de culto y constituye su unidad a partir de su diversidad. Esto se tematiza a través de la técnica del doble en la constitución de una protagonista femenina bimembrada en dos idénticas imágenes: María Inés y Mariana. La novela, no arbitrariamente publicada en dos tomos, también se presenta ya desde lo visual como cuerpo múltiple. En un gesto de corte, García Ponce acota y a la vez amplía algunos elementos de sus novelas anteriores y del género erótico consagrado. Crea un personaje femenino polifacético, en conflicto, marcado ahora por la infidelidad, pero recortando el placer del dolor, clave del imaginario de Sade, Bataille y Klossowski y vuelto poética de escritura a partir del trabajo con el fragmento en Farabeuf de Salvador Elizondo. En Crónica de la intervención, en la que todo un conjunto de elementos perversos se vuelve prolífico, el sadismo está borrado en el mundo privado y condenado en el mundo público, siguiendo un imaginario mucho más emparentado con la narrativa latinoamericana, en la que la violencia sexual entra en íntima relación con la violencia social y el sistema de explotación del poder. Lo que en la novela erótica europea se da a través de la reescritura de la huella sadeana (azotes, violaciones, todo tipo de castigos) aquí se corre de eje y se lee en el horizonte social. La muerte, las víctimas de la novela, aquellas que no entran en un final natural o en el suicidio, mueren durante Tlatelolco y las descripciones de los cadáveres produce en el testigo que relata una reacción de rechazo.
El retoque al imaginario de la novela erótica también está dado por el tratamiento de la protagonista. Juliette, Roberte, O, las protagonistas de Bataille y del propio García Ponce se mantienen en un solo extremo de la dicotomía erotismo/sexualidad planteada por Bataille en sus ensayos. Estas protagonistas femeninas gozan sin reproducir, no son madres ni están marcadas por la maternidad. María Inés, en cambio, es objeto de deseo y simultáneamente madre. Ambos roles no están enfrentados sino fundidos: el erotismo, opuesto a la maternidad, se incorpora a la esfera de la familia.[5]
Si en el plano de la intimidad las reglas son elásticas, la institución familiar y el grupo social están regidos por una ética. El bien, asociado al placer y al goce sin límites, tiene como cotos a la familia y al hombre público. Podría recordarse como contrapunto y en contraste el juego de inocencia y perversidad de Justine y Juliette, y la victoria del mal frente al bien en Sade, en el marco de una relación fraterna; la amoralidad de Roberte, que en las novelas de Klossowski pervierte a su sobrino a la par que es miembro de un comité de censura; el voyeurismo de la madre del jovencito de Historia del ojo de Bataille. A través de la puesta en funcionamiento de una ética, en la novela de García Ponce se establecen claras diferencias con los modelos narrativos a los que remite.
En Crónica de la intervención, la ética general que rige es la que se pone en boca de la tía Eugenia: pueden hacerse cosas indebidas, transgredir lo prohibido, pero sin dejar de ser discreto. La novela hace un culto de la caída y salto de los interdictos en el marco de la discreción: el otro, la mirada ajena frena al yo. Los únicos actos violentos, fuera de esta ética, se dan desde la alienación individual y desde el poder, en la confusión de roles sociales y con una irracionalidad que aparece repudiada.
El asesinato de José Ignacio es fruto de la locura y de la pasión. Evodio, su chofer, se convierte en víctima y verdugo de sus celos. No mata por placer y su asesinato no produce placer, sino incomprensión en el resto de los personajes. Las perversiones que no alteran las relaciones interpersonales son aceptadas, no así las que desmantelan grupos y producen algún tipo de conmoción social. La relación incestuosa con su hermana no tiene en la novela el mismo peso que el episodio de celos. Este, justamente, es otro ingrediente que aparta a la ficción de la novela erótica tradicional ya que los celos están ausentes en la representación de las relaciones eróticas, lo que no ocurre con el imaginario de la novela sentimental del siglo XIX, las novelas breves de circulación mayor y las telenovelas o las películas amorosas.
Es interesante que el mundo de la fábrica deviene en espacio privado fuera de la jornada de trabajo. Del mismo modo, en el cuarto de las criadas el cuerpo de Evodio es observado, mientras se recupera de su desmayo, por las criadas. La transgresión de Evodio como mirón y su caída del árbol desde el cual observa permiten detallar el cuerpo masculino y revertir el lugar del voyeur, recordando en la descripción las imágenes que sobre las cuevas de Lascaux refiere Bataille en sus ensayos. En otro espacio de reclusión, el instituto psiquiátrico, una mujer, María Elvira, también ha perdido la razón. Las sucesivas violaciones que sufre, tanto del personal como de los internos, pasan a ser en su delirio intentos de vejación y usurpación de su corona. Francisca, que cree ser Santa Teresa de Ávila, será su complemento: rezará por ella y para rescatarla de la violencia de los otros establecerá el sentido de dicha salvación. La Santa y la Reina se sostendrán mutuamente mediante el goce de sus cuerpos y en el acoplamiento de sus fantasmas. Las violencias físicas a las que diariamente es sometida la reina darán lugar a contactos homosexuales que contarán, como las diversas uniones que se dan en la novela, con el seguimiento de una mirada, esta vez la de un enfermero cómplice y perverso.
En esta composición erótica, hacer el amor es tan importante como verlo hacer. Lo erótico y el avance del texto se propone tanto desde el acto como desde la contemplación del mismo. Ambas vías de posesión se recuperan e igualan mediante el recuerdo que simula reconstruirlas. El cuerpo que se posee, se recorre, se acaricia, además se imagina y se vuelve a tener gracias a la capacidad recreadora del pensamiento.
III. El cuerpo, las imágenes, las palabras
El lector accede al encuentro de Mariana y María Inés a partir de un juego de miradas, de rebotes de ojo en ojo: el que relata esta parte de la novela es un lector que ha leído la descripción en los borradores de esta ficción. En esta oportunidad, el texto aludido es La vocación suspendida de Pierre Klossowski, novela en la cual la narración aparece a cargo de un lector que cuenta oblicuamente un texto perdido y solo conocido de manera directa por él. De su mirada y de su recuerdo depende el destino de la narración.
Crónica de la intervención, que sentencia en su desarrollo que «Quien ve a su doble muere», sitúa en la mirada la resolución del doble, técnica que complica y bifurca el acontecimiento argumental. Respondiendo a la clave de apertura y cierre que la misma novela revela, una mujer como centro de una relación múltiple, los ojos de Mariana anuncian su muerte al ser la primera en verse frente a su réplica exacta, María Inés. Si Tlatelolco, mediante el ingreso de lo público en lo privado, vuelve único al personaje femenino, el doble por otro lado se desarticula a partir de un golpe de ojos, como si hubiera sido simplemente el efecto súbito de un simulacro o de un espectáculo.
Con el uso de la técnica del doble García Ponce desdibuja la confrontación entre ser real y reproducción, original y copia, imagen primera y reflejo, y construye una ficción que muestra la bimembración como poética de escritura, en filiación con muchas narraciones que han problematizado la constitución literaria como representación de lo real. Señalando tácitamente el corpus que esta novela reescribe, junto con el mundo privado opta por la imagen segunda, la de María Inés, que es su exclusiva reelaboración del personaje femenino. Mariana, la imagen primera, en íntima relación con el modelo de la novela erótica, queda afuera. Así, el texto escribe sus propias leyes y el referente de María Inés no es la realidad sino la literatura misma. Dicho referente, incluso, forma parte de la ficción. Las prácticas eróticas no son reflejo de un sistema de costumbres sino un universo que se sostiene a sí mismo estableciendo relaciones con un género que rompe con toda posibilidad de verosimilitud. Basta con pensar en las historias de Sade.
La narración expone la economía a la que remiten tanto la pintura como la fotografía, que pueden trazar con escasos elementos y en un único bloque una impresión visual. Para la escritura, que tiene como materia prima el lenguaje, dar la imagen exacta es imposible y las palabras se muestran insuficientes ante la exactitud de la visión. Reiteradamente se expresa el deseo de describir, de cubrir un cuerpo doble. Muchas veces eso casi se consigue remitiendo a lo ya escrito o representado en la pintura. El salto ilusorio de un código a otro hace que lo único se multiplique y la búsqueda de una imagen que dé cuenta de la protagonista deje sin resolver el enigma. El escritor aparece concentrado en Esteban, que es quien intenta desocultar, revelar, fijar a través de lo que su cámara de fotógrafo le permite ver una exactitud que solo es propiedad de la imagen en sí misma: «Solo te retrataría a ti y no necesito más que verte cambiar delante de mis ojos sin nada que te fije. Tú eres la imagen única». (p. 610)
Cruzado por esa imagen única, el espacio erótico se carga de significado sagrado: los hombres se consagran a Mariana y a María Inés como fray Alberto a la Iglesia. En la reunión en la que Mariana es presentada en público, el escenario semeja un altar. La transformación hace del objeto de deseo un objeto de veneración y todos los modos de acercamiento aparecen como posibles, aunque la novela no incursiona en lo sacrílego.
El cuerpo se comparte y circula mediante reglas tácitas que recuerdan las leyes de hospitalidad de la trilogía de Klossowski. La implicancia es la misma para María Inés y para Mariana: únicamente puede darse y compartirse aquello que en verdad se posee. La mujer, siguiendo la tradición de la novela erótica, aparece marcada como objeto, anulada su voluntad, bajo el interrogante de si se entrega porque es sumisa o por su propio deseo.
Pero este sistema de donación en García Ponce, como en Klossowski, está entramado con una estética de la mirada y la asociación entre mujer y obra de arte: alguien la pone en escena y deja de poseerla cuando otros ojos la hacen suya. El creador tendría como única función crear el objeto artístico, darle forma, revelarlo para después darlo a los otros, siempre espectadores. Ese no ser de nadie sería el rasgo distintivo de la creación. La mirada sitúa al objeto, o a la mujer, como imagen y señala la posición del hombre como señor y como vasallo, amo y esclavo del cuerpo artístico o femenino. Es por eso que la representación de la mujer, su ingreso en cada escena es el montaje del espectáculo en Crónica de la intervención, del mismo modo que una explicitación de una poética en el enlace con una erótica a través de la cual la novela aparece marcada desde lo femenino y, el autor, con todos los atributos masculinos. Por todo esto, la creación es un acto y el sello está del lado de lo viril.
Esta novela, que comienza y culmina con la ensoñación de Esteban, es producto no de su excitación sino de su recuerdo. La escritura, que socializa la intimidad de cada uno de los actos, los abre al mundo y así el arte irrumpe en la vida. Si «Hablar es una forma de no hacer. O por el contrario: lo que se habla ya se hizo» (p. 19), lo que la novela está mostrando es que el verbo es su principio constructivo, ya que nada es real y todo se inventa.
Esteban, algo así como un dios, un creador único, puede descansar cuando la novela se cierra, cuando ya no se le cede la palabra a nadie, a pesar de que aún queden cosas por imaginar. Si la voluntad no es aquí cualidad femenina, la novela lleva la marca del género: se deja llevar, se deja hacer por la mano y el ojo que decide cuándo se inicia, cuándo se precipita y cuándo acaba. La escritura bordea un intento de definición de quién es Mariana. La pregunta sobre la identidad del personaje femenino y de la obra de arte se sostiene sin respuesta, de hallarla la novela terminaría mucho antes. Y la historia, desde el erotismo y la teología, se fragua deliberadamente: la materia es la literatura misma. Así como Mariana se contempla y repite en María Inés, esta escritura se mira en fragmentos de otras: en Roberte, en las leyes de la hospitalidad, en el Jérôme de Pierre Klossowski; en los versos sobre el sueño y la muerte de Xavier Villaurrutia; en los haiku de José Tablada; en la donación y constitución de la mujer como objeto en Pauline Réage; en las escenas, los cuadros y las combinaciones de Sade; en los mundos de Musil, y en toda una gama de alusiones pictóricas y culturales que funcionan como espejos o cristales.
Portadores de un saber sobre el género, los sucesivos inventores del texto parodian a la novela realista. El arte ya no imita a la vida y por lo tanto se desnuda como autocreado. Este estado de robo, de apropiación de lo ajeno, de la remisión a una historia literaria engendra discursos, es alimento para la novela. La literatura se erige en cuña que rompe con la pretendida univocidad del discurso histórico, supuesto creador de una verdad. El poder de la novela radica en desnudarse como artificio, como producto del ingenio.
Se trata de exaltar la imaginación, de apostar a la invención y a la verosimilitud como patrimonios del arte narrativo. La verdad, esta construcción de una verdad que no busca ser símil de algo que la excede, no se cuestiona en el caso de la literatura. Mariana y María Inés importan como elaboraciones en base a palabras, lo mismo ocurre con la categoría narrador.
Todos los microrrelatos se generan por una fuerza narrativa que se esconde en la intimidad. La tematización del erotismo y la metatextualidad remiten a un único significante: el cuerpo. Esteban insiste en esto al ponerle el broche final a la novela:
Para imaginar todo esto usaría tu cuerpo, tu fisonomía, tu voz, el brillo de tus ojos, esa pura malicia que aparece en su indefinido color amarillo y café al mismo tiempo, tu sonrisa, la sensualidad que denuncian tus labios, la piel de tu espalda en la que se dibuja la columna vertebral, tu cintura, la curva de tus nalgas, la peculiar forma de tu ombligo, en el centro de tu estómago, tus pasos a los que les son indispensables el largo de tus piernas y el acompañamiento de tus manos, la suavidad de la piel de tus mejillas, tu frente limpia, estrecha y que corresponde tan precisamente a tu rostro triangular y felino, la extraña correspondencia entre el arco de tus cejas y tu pelo castaño, cada uno de tus movimientos, tus manos, los dedos recogidos sobre la palma, el índice extendido, todo pondría en el mundo una figura e inventándome te inventaría. Pero esa sería otra novela. Y también la misma. (p. 1115)
La mujer conduce a la búsqueda y a la posesión de lo absoluto. La novela juega a hacer invisible esa persecusión casi fatal. La creación perfila un rostro, una piel. Delinea trazos que marcan la hoja desde una imaginación desatada y un recuerdo obsesivo e impertinente que homenajea textos, parodia estilos, establece reverencias a autores. Pero siempre se señala como creación, como relato en el que las palabras dibujan y dejan escapar imágenes. En este mismo sentido, la novela también narra su existencia, descubre sus orígenes y el crecimiento a tientas de su propio cuerpo, ese que queda al desnudo a partir del deseo de penetración de Mariana.
NOTAS
[1] Ángel Rama: «El arte intimista de J. G. Ponce», en J. Lafforgue (comp.), La nueva novela latinoamericana I, Buenos Aires, Paidós, 1976.
[2] Me refiero, en especial, a aquellos textos teóricos que reflexionan sobre estas cuestiones: G. Bataille: El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1981 y Las lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets, 1981; R. Sennett: El declive del hombre público, Barcelona, Península, 1978 y Narcisismo y cultura moderna, Barcelona, Kairós, 1980; G. Lipovetsky: La era del vacío, Barcelona, Anagrama, 1988; J. Lacan: Séminaire de Jacques Lacan. Livre XX: Encore 1972-1973, Paris, Seuil, 1975 y La metáfora del sujeto. La letra y el deseo, Buenos Aires, Homo Sapiens, 1978; R. Barthes: Fragmentos de un discurso amoroso, México, Siglo XXI, 1982; J. Kristeva: Historias de amor, México, Siglo XXI, 1987; J. Baudrillard: De la seducción, Madrid, Cátedra, 1986; M. Wolf: Sociologías de la vida cotidiana, Madrid, Cátedra, 1982.
[3] He tratado con anterioridad este aspecto en el artículo «La novela del cuerpo y el cuerpo de la novela», en Sábado, suplemento cultural de Unomásuno, México, 7 de noviembre de 1987.
[4] Como otros textos poéticos y narrativos sobre el 68 mexicano, la novela recuerda pasajes de los testimonios de historia oral que Elena Poniatowska organiza en La noche de Tlatelolco, México, Era, 1971.
Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Crónica de la intervención: el desnudo de una escritura», en Hispamérica, Año XX, núm. 58, Maryland, abril 1991. Luego en Armando Pereira (sel. y pról.): La escritura cómplice. Juan García Ponce ante la crítica, México, Era, 1997.
Imagen de apertura de esta entrada: Retrato [de Juan García Ponce], realizado por el pintor mexicano Alberto Castro Leñero.