La Venus de papel. Antología de cuentos eróticos

 


«No deja de resultar gratificante advertir que una sociedad que generalmente consideramos pacata, autocomplaciente, soberbia y/o resentida, en su literatura demuestra que sus escritores ponen el cuerpo en los textos. Hay en la Argentina mucho más cuento erótico de lo que habitualmente se piensa».

La presente antología incluye cuentos de Leopoldo Torre Nilsson, Julio Cortázar, Tununa Mercado, Juan José Saer, Cecilia Absatz, Pedro Orgambide, Noemí Ulla, Rodolfo Fogwill, Marta Nos, Manuel Mujica Lainez, Silvina Ocampo, Dalmiro Sáenz, Luisa Valenzuela, Mempo Giardinelli, Gabriel Báñez, David Viñas, Liliana Heker, Beatriz Guido, Abelardo Castillo, Juan José Hernández, Elsa Osorio, Ricardo Piglia y Eduardo Gudiño Kieffer.

 

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POSFACIO

Velados por otras publicaciones, semiocultos en tramas heterogéneas, los cuentos aquí ofrecidos parecían guardar el recato y una particular compostura. Juntos, ahora se resignifican y dan forma a un nuevo cuerpo textual con zonas comunes, dialógicas, sin que cada narración pierda la marca de la diferencia.

Como en una casa de citas, sugieren, compiten, provocan que el lector los atrape y vuelva a ellos. Invitan a ser tomados de a uno y abren un interrogante: ¿por qué se trata de narraciones definidas ya desde el mismo subtítulo de este libro como eróticas?

Todos surgen de una escritura que traza e inaugura diversas representaciones del cuerpo, construido en los bordes del placer o del goce. Un cuerpo que deja entre paréntesis o excluye el saber científico, y que se edifica —vestido o desnudo, gimiente o silencioso— desde el despliegue de un saber sensorial, por momentos disimulado bajo la presentación de prácticas iniciales, a partir de intuiciones e interrogantes.

En nuestro siglo, la narrativa erótica —cuento o novela— rompe con la propuesta del tradicional relato amoroso en tanto no necesita de la legalización del sentimiento para la consumación del encuentro erótico. De manera particular en América Latina, en consonancia con algunas novelas sentimentales europeas, María de Jorge Isaacs (Colombia, 1867), Amalia de José Mármol (Argentina, 1855), Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde (Cuba, 1892), Clemencia de Ignacio Manuel Altamirano (México, 1869), Cumandá de Juan León Mera (Ecuador, 1879) continuaron la estética romántica y modelaron un patrón narrativo en el cruce entre erotismo, sentimiento amoroso y nacionalidad. Diseñaron un modo de percepción y de apropiamiento del cuerpo amado a partir de coincidencias y oposiciones familiares, sociales.

Las protagonistas de esas historias también desean y se sofocan, pero es siempre un sentimiento puro el que las redime de toda culpa. Cada texto construye una retórica del amor como pasión, y una erótica que promete, aunque jamás concreta, el acto. Todos los contactos son furtivos y nunca se establecen a través del cuerpo completo, sino de alguna de sus partes: un tobillo que se adivina, un cuello que se asoma, dos manos que se encuentran sobre la página de un libro, una mirada que se choca con los ojos deseados. En la dirección de la alusión o la presuposición, cada episodio erótico conjuga sentimiento y cuerpo, amor y deseo, de tal manera que cuando hay un mínimo roce aparece justificado, motivado por el afecto.

Como contracanto, la narración erótica —ya en la línea de maestros como Sade, Bataille, Klossowski, Miller, y también en la reescritura que emerge en nuestro continente a partir de la década del sesenta— no construye necesariamente un sentimiento, incluso prescinde de él. Tan alejada de las narraciones confesionales en primera persona como de las novelas románticas, produce un quiebre en la simbolización del cuerpo y del placer al liberarlos. No hay culpa, los límites sociales se diluyen hasta desaparecer y el sexo se desvincula de lo afectivo.

Estamos también en presencia de un género con su repertorio, sus modelos y hasta sus gestos paródicos. Es por esta razón que la narrativa erótica establece su propia matriz de escritura. Dispone, repite y reformula todo un conjunto de claves, de convenciones literarias que organizan un canon distinguible, entre otros del amoroso, con el que de alguna manera guarda mayor filiación.

El erotismo como género es algo más que un ingrediente para exaltar o dar color. Es la carne misma del relato, su médula jugosa. Sin él las historias se desvanecerían en la página en blanco. Por las características de este singular imaginario no puede haber relato erótico sin algún grado de representación del cuerpo, sin un lenguaje que lo edifique simbólicamente.

Cuando desde el discurso teórico se establece la asociación entre escritura y cuerpo, algunos textos de autores latinoamericanos posteriores al denominado boomFarabeuf de Salvador Elizondo (México, 1965), «/que sepa abrir la puerta para ir a jugar» en Ultimo round de Julio Cortázar (Argentina, 1969), Escrito sobre un cuerpo de Severo Sarduy (Cuba, 1969), En breve cárcel de Silvia Molloy (Argentina, 1981), Crónica de la intervención de Juan García Ponce (México, 1982), Lo impenetrable de Griselda Gambaro (Argentina, 1984), Canon de alcoba de Tununa Mercado (Argentina, 1988), entre muchos otros— exhiben una poética que problematiza esa relación compleja entre texto erótico y representación del erotismo, en un gesto que alcanza al vínculo general entre ficción y representación literaria.

Es a mediados de 1960 cuando comienzan a registrarse en América Latina reseñas, notas, polémicas y una producción escrita cruzada de manera determinante por el erotismo. Un sector intelectual reducido pone en entredicho cierta homogeneidad de la producción latinoamericana, que parece más inclinada hacia lo testimonial, actitud prácticamente silenciada por el discurso crítico y académico, pero visible en la esfera de revistas como Vuelta, Quimera, Plural, Mundo Nuevo. Esta dirección de lectura y escritura llevó a la traducción temprana de textos significativos como es el caso de El erotismo de Georges Bataille (1957) por la editorial Sur en 1960 y a organizar a fines de 1977 un número de la Revista de la Universidad de México, dedicado a la relación entre sexualidad, erotismo y pornografía.

En el horizonte particular de la producción argentina son pioneros El fiord de Osvaldo Lamborghini (1969), La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik (1971), El frasquito de Luis Guzmán (1973) y El monte de Venus de Reina Roffé (1976), prohibido ese mismo año por la dictadura militar. Con el proyecto histórico-social que articuló la práctica de la represión en las formas de la tortura, la muerte y la desaparición de cuerpos, esa línea particular de escritura parece interrumpirse, aunque algunos autores siguieron produciendo narrativa erótica dentro y fuera del país, textos que darían a conocer años después. Significativamente, los libros de Lamborghini, Pizarnik, Guzmán y Roffé —marginados y marginales— se reactualizan a mediados de la década del 80 y principios de los 90, cuando el género vuelve a irrumpir en los proyectos de muchos narradores y, en especial, de muchas escritoras argentinas. Parte de la producción de estos últimos años se escribe en clave paródica: Lo impenetrable de Griselda Gambaro (1984), El pudor del pornógrafo de Alan Pauls (1984), Amatista de Alicia Steimberg (1989).

Pero el libro de relatos que juega a reunir, sintetizar y aun superar las diferentes líneas y preocupaciones sobre la relación entre escritura y erotismo es Canon de alcoba de Tununa Mercado, publicado por Ada Korn en 1989. Este texto, que recibió el premio Boris Vian otorgado por otros narradores, y Amatista, finalista del XI Concurso anual que la editorial española Tusquets organiza para su colección de erótica La sonrisa vertical, señalan una apertura, una mayor y abierta aceptación desde algunas políticas editoriales y la constitución de un público consumidor del género. 

En esta antología, algunos cuentos eróticos venden su invención como secreto en voz baja, simulando ser el producto de una vulnerable confesión. Otros ficcionalizan el proceso mismo de escritura, que surge ante la ausencia del cuerpo deseado. En «Las malas costumbres» de David Viñas, esta relación se potencia en diversas instancias, y se resignifica ya que el acto de escribir le roba el espacio al cuerpo; también sucede a la unión y hasta provoca la escena erótica, la precipita y acaba en ella jugando a construir una simultaneidad. Este relato es el despliegue de una doble insatisfacción: el narrador ambiciona decirlo todo y el personaje femenino persigue poseer por completo.

Cada relato focaliza un par o trío de personajes y los captura, los apresa en el deslinde de una escena privada. Algunos se mueven solo dentro de los límites de la piel, recortan o, en un gesto contrario, prometen abarcar toda una superficie carnal que mueve a la excitación, también al éxtasis. «Los juegos infantiles» de Leopoldo Torre Nilsson y «Siestas» de Julio Cortázar marcan la apertura no solo de una práctica, sino de un imaginario erótico. Con el ingreso de estampas observadas y soñadas aparece el descubrimiento del cuerpo a través de ciertas fantasías y las partes erógenas que permiten la irrupción del deseo. Buscados por clandestinos y reservados, el callejón y el túnel permiten los primeros pasos hacia el otro y el comienzo de aquello que se adivina como una cronología íntima, en el hallazgo de zonas, destrezas y discursos que prometen sucederse. Escenas de debut, escenas en las que el ensueño y la realidad se confunden vertiginosa y productivamente.

Otros se mantienen en lo onírico y se amparan en espejismos, mostrando expresamente su nunca acabar aunque acaben en un punto en algún momento. En especial, «Sentimental Journey» de Mempo Giardinelli, «Tierna es la noche» de Ricardo Piglia, «Yokasta» de Liliana Heker y «No desearás la mujerde tu prójimo» de Dalmiro Sáenz dejan ver cuánto hay de imaginación, de invención en los encuentros como en los desencuentros, cómo puede el deseo sostenerse y aun alimentarse solo de deseo, mediante el respeto o el sometimiento a lo prohibido.

Georges Bataille en sus ensayos sobre el erotismo estableció la fundamentación teórica para diferenciar los conceptos de sexualidad (marcada por el utilitarismo burgués y lazo obligado entre acto sexual y productividad) y erotismo (puro desperdicio y gasto). No es casual que las heroínas de la narrativa erótica —Justine, O, Madame Edwarda, y tantas otras— no estén marcadas por la maternidad: la mujer es solo objeto de deseo y en contados casos es sujeto deseante. Como una torsión al modelo, «Las mil y una noches» de Noemí Ulla y «Ocupación» de Beatriz Guido —relato cruzado por connotaciones sociales, identificadoras de la clase terrateniente bonaerense— sí incorporan la utilidad de la unión en la imagen de la procreación, y hacen de erotismo y sexualidad un cruce irreductible. En este último, el erotismo remite específicamente a claves culturales, al igual que muchos otros textos latinoamericanos —entre ellos, las llamadas «novelas indigenistas»— que toman la unión sexual como uno de los signos de explotación social, sustentada en ideologías autoritarias, reforzadoras del sistema patriarcal.

En la narrativa latinoamericana, la violación es la forma de encuentro en que erotismo e injusticia social se fusionan. De manera llamativa, parece no haber lugar para la representáción de relaciones sadomasoquistas al estilo de Sade o Klossowski. Baste recordar la marca que «El matadero» de Esteban Echeverría (escrito entre 1838 y 1840, dado a conocer póstumamente en 1871), primer cuento de nuestra literatura nacional, imprime en el imaginario: la violación está construida no desde el eje de significación del erotismo sino desde una coordenada político-social. Es un unitario quien «padece» —signo contrario del disfrute— el acto que se representa en el cuento de Echeverría como atropello inequívoco. En esta misma dirección de lectura y reimpresión al género, puede interpretarse la interrupción del episodio marcado por la violencia y el machismo en «Los juegos infantiles», relato en el que desbarata la escena y, en su lugar, se inscribe una ausencia.

Pero el cuerpo —femenino o masculino— no solo se perfila desde el puro placer. También se da en un grado menor la representación de la violencia, que no se exalta o, como es el caso ejemplar de La condesa sangrienta de Pizarnik, se condena expresamente. En «No hagas tango» de Pedro Orgambide, «La larga risa de todos estos años» de Rodolfo Fogwill y «De noche soy tu caballo» de Luisa Valenzuela, el contraste entre bienestar y sufrimiento escapa de lo que podría pensarse como una estética del erotismo ya consagrada en Europa. Estos tres relatos evocan una porción de nuestra historia contemporánea, toman partido y recuerdan que el cuerpo no solo gime de placer, sino que además puede convertirse en un espacio político, de dolor, provocado deliberadamente con el fin de arrancársele palabras. Los diversos modos de la muerte y el genocidio se vuelven amenazantes tanto en la esfera íntima como en la pública. Como contrapartida, sin caer en el testimonio o la denuncia, el lenguaje y las imágenes resurgen, gritan su libertad, su preferencia por la huella de la escritura y su repudio por la cicatriz dolorosa. 

Cada cuerpo es tocado, visto, oído, olido y lamido en el seguimiento de un narrador que privilegia uno o varios sentidos. Algunos son solo bocas y lenguas («Los amantes» de Silvina Ocampo, «Las malas costumbres» de David Viñas); otros parecen solo recortar manos, en especial dedos ágiles («Siestas» de Julio Cortázar, «Los juegos infantiles» de Leopoldo Torre Nilsson, «Sentimental Journey» de Mempo Giardinelli). Pero muchos parecen mostrar una inclinación obsesiva por construir en cada relato la figura del escucha: «La silla» de Marta Nos, «No desearás la mujer de tu prójimo» de Dalmiro Sáenz, «Las mil y una noches» de Noemí Ulla.

Cada narración divulga una escena íntima, originada a puertas cerradas. Cuando la inscripción de un posible acto exhibicionista se avecina —«Irina» y «Sentimental Journey», el recorte que el narrador oficia sobre el espacio y el resto de los personajes se vuelve reparador del secreto.

Cada narrador, jugando a la confesión anecdótica o revelando su calidad de espía, descubre, publica, es informante o testigo de una historia vivida o imaginada desde un escondite, en el que se inmiscuye como un fantasma o una cámara oculta. Esto roza la poética de escritura en «Ver» de Tununa Mercado, que se construye en un principio como un relato objetivista y que, recreando la imagen del voyeur, traza entre líneas un parentezco entre el narrador y el lector, ambos mirones rituales. En «La silla» de Malta Nos, el escuchar lleva a recortar del todo solo un fragmento y privilegiar la voz de la mujer. En ambos relatos, se vuelve expreso el acto de provocación, el ejercicio de una voluntad que llama al acoplamiento. La escena erótica, como en los otros relatos, se arma, surge de un montaje en el que se elige un escenario —aquí son las ventanas enfrentadas o la silla— para que dos personajes desarrollen el episodio.

Un imaginario erótico a varias voces se despliega en colores, sonidos, sabores, fantasías, contactos, escamoteos, penetraciones, caricias, confidencias, silencios. Sobre los impulsos —desatados o contenidos— estos personajes crecen narrativamente porque esperan o buscan un contacto, a veces mínimo. En muchos, se escucha el tono del hablar ciudadano, hasta barrial («Verde y negro» de Juan José Saer y «No hagas tango») y en otros el imaginario se comparte generacionalmente («La fornicación es un pájaro lúgubre» de Abelardo Castillo, «Capicúa» de Elsa Osorio, «Excesos» de Juan José Hernández).

Siempre se insinúa el pacto, que es previo al inicio del relato o se construye por el mismo movimiento de la narración. El acuerdo de por lo menos dos —obsesivo y perverso hasta conformar un ritual en «Ver» o en «La larga risa de todos estos años», memorioso del interdicto cultural por excelencia en «Yokasta», fatal en «Capicúa» y «Las malas costumbres»— se adivina como detonante de cada relato. Y cuando ese acuerdo no llega, la trama se demora —«Sentimental Journey»— o provoca la clausura de la palabra, como en «Tierna es la noche» y «Los juegos infantiles».

En «De lamiis et pythonicis mulieribus» de Eduardo Gudiño Kieffer, el texto se presume como la construcción de la alianza, y oficia como la figura celestinesca que dará origen al ménage a trois. «Excesos» recuerda que los encuentros en la narrativa erótica parecen tener lugar solo fuera del matrimonio. Siguiendo esta regla, acota el lazo y lo aparta de la escena familiar, lo saca de la institución para correrlo hasta el margen de un espacio paralelo. Ambos relatos, provistos de un tono humorístico poco común en la narrativa erótica argentina, parecen retomar —al igual que «La silla»— el desafío que Julio Cortázar plantea en «/que sepa abrir la puerta para ir a jugar»: romper con la solemnidad y con el tono serio para hablar del cuerpo y del erotismo.

En «Verde y negro» se descubre el acuerdo como ajeno al narrador, quien se convierte en una suerte de presa al caer en la trampa de una pareja, solo visible hacia el final del relato. La revelación del triángulo lleva a su desarticulación, a la exclusión del protagonista, que fue parte de un juego establecido sobre reglas misteriosas. En el instante en que la narración está a punto de romper el enigma, el narrador y el lector solo perciben los sonidos que se escapan por una ventana. En «Balance del ejercicio» de Cecilia Absatz, la falta de conocimiento y aceptación para la unión sostiene el relato de una fantasía, vuelto texto contable, especulativo, saldo de cuentas silenciosas. La escritura es la puesta al día de la deuda de un cuerpo hacia otro, el cobro a la indiferencia, el grito sostenido de su cancelación.

El erotismo —ese complacerse en el goce por el goce mismo— aparece graduado, delineado desde diferentes diseños de escritura y diversas modalidades de representación. Algunos prometen decirlo todo. Otros, con sugestivo recato, aluden, dejan entrever. Algunos enmudecen cuando la revelación más secreta se acerca. La manta de «Los amantes» de Silvina Ocampo, que hacia el final del relato cubre los cuerpos después de un acto ceremonioso en el que toda la carga del deseo se deposita en la comida, cierra el relato como un telón que cae en la escena final. Y este parece ser, más que un cierre, un gesto narrativo.

Frente al interdicto —que funciona aun desde lo implícito como la mejor carnada, especie de tentación que hace brotar cada relato— hay cuerpos que gritan de placer. Los hay obedientes y hasta quejosos. Cuerpos también que protestan por el amordazamiento asfixiante de la represión, a veces interna, muchas veces exterior. Cuerpos que se desbocan como caballos. Cuerpos que se resbalan, se escurren a punto de ser poseídos. Huidizos. Oscuras y hasta extrañas formas deseables y deseantes en las que en su negarse se adivina su excitación —«Irina» de Gabriel Báñez—, amenazantes desde la invención misma, como el hombre de negro del sueño de Wanda.

Muchos protagonistas padecen la marea del tiempo, elemento que los constituye y determina. «La fornicación es un pájaro lúgubre» de Abelardo Castillo instala la figura del supuesto tío, del mayor que pervierte e inicia jovencitas. Otros sufren la condena del culto al joven, aceptan el desafío y sucumben como en «Capicúa». En «Tu larga cabellera negra» de Manuel Mujica Láinez, el narrador parece no responder al imaginario contemporáneo, sino más bien emerger de un relato romántico, al revelar su rareza, su gesto contemplativo, reverenciante en la construcción del fiel amante fetichista que crea un relato que, como «Siestas», da forma a una narración erótica dentro de la matriz del relato de corte fantástico.

Pero cada texto, además, se comporta como un cuerpo o un miembro que se contonea y se insinúa a partir de su desahogo o su pudor. Todos muestran el artificio ritual de la literatura. Responden a la desnudez de una escritura que muestra y oculta. Se acercan y se retiran, desplazan un orden, condensan un espacio hasta reducirlo a una sábana o una prenda íntima, y dejan afuera el tiempo histórico. Magnífico caos.

¿Y qué mayor perversión como lectores que asomar la nariz por entre las líneas de un relato erótico? Meter el ojo para encontrar lo que la escritura jamás podrá decirnos, aunque simulemos seguir fielmente lo que la palabra dice. Un vacío sobre el cual cada relato parece darle figura al deseo genera nuestro apetito de palabras, de símbolos. Hasta agotar la lectura y quedarnos siempre con las ganas, olvidando que el juego de representación, muchas veces bajo la convencional forma del testimonio y del pacto autobiográfico, teoriza de alguna manera sobre lo insaciable de todo acto de escritura y de lectura.

Los relatos seducen. Y estos lo hacen a la par que nos hablan de la seducción y del erotismo. Nos eclipsan y después creemos que nos abandonan, aunque reaparezcan sorpresivamente con el tiempo y pasen a formar parte de nuestro propio imaginario, en ese doble ir y venir de la literatura a la vida y de la vida a la literatura.

Aceptemos la inefabilidad que toda seducción encierra. Lo efímero provoca el placer que vibra en los encuentros breves y únicos. Y cada uno de estos relatos ha dejado caer la seda que lo cubría, nos permitió gozar como ninguno y, previo guiño de ojo, trajo otra vez a escena la desnudez. Eso que, más allá de las diferentes y sucesivas máscaras del vestido, ha movido a fantasear a tantos hombres y mujeres en los términos exclusivos de la intimidad de cada cuerpo.


Mempo Giardinelli y Graciela Gliemmo (comp.): La Venus de papel. Antología de cuentos eróticos (pról. Mempo Giardinelli; posf. Graciela Gliemmo), Buenos Aires, Beas, 1993.
 


 

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