La Venus de papel. Antología de cuentos eróticos
«No deja de resultar gratificante advertir que una sociedad que generalmente consideramos pacata, autocomplaciente, soberbia y/o resentida, en su literatura demuestra que sus escritores ponen el cuerpo en los textos. Hay en la Argentina mucho más cuento erótico de lo que habitualmente se piensa».
La presente antología incluye cuentos de Leopoldo Torre Nilsson, Julio Cortázar, Tununa Mercado, Juan José Saer, Cecilia Absatz, Pedro Orgambide, Noemí Ulla, Rodolfo Fogwill, Marta Nos, Manuel Mujica Lainez, Silvina Ocampo, Dalmiro Sáenz, Luisa Valenzuela, Mempo Giardinelli, Gabriel Báñez, David Viñas, Liliana Heker, Beatriz Guido, Abelardo Castillo, Juan José Hernández, Elsa Osorio, Ricardo Piglia y Eduardo Gudiño Kieffer.
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POSFACIO
Velados por otras publicaciones, semiocultos en tramas heterogéneas, los cuentos aquí ofrecidos parecían guardar el recato y una particular compostura. Juntos, ahora se resignifican y dan forma a un nuevo cuerpo textual con zonas comunes, dialógicas, sin que cada narración pierda la marca de la diferencia.
Todos surgen de una escritura que traza e inaugura diversas representaciones del cuerpo, construido en los bordes del placer o del goce. Un cuerpo que deja entre paréntesis o excluye el saber científico, y que se edifica —vestido o desnudo, gimiente o silencioso— desde el despliegue de un saber sensorial, por momentos disimulado bajo la presentación de prácticas iniciales, a partir de intuiciones e interrogantes.
Las protagonistas de esas historias también desean y se sofocan, pero es siempre un sentimiento puro el que las redime de toda culpa. Cada texto construye una retórica del amor como pasión, y una erótica que promete, aunque jamás concreta, el acto. Todos los contactos son furtivos y nunca se establecen a través del cuerpo completo, sino de alguna de sus partes: un tobillo que se adivina, un cuello que se asoma, dos manos que se encuentran sobre la página de un libro, una mirada que se choca con los ojos deseados. En la dirección de la alusión o la presuposición, cada episodio erótico conjuga sentimiento y cuerpo, amor y deseo, de tal manera que cuando hay un mínimo roce aparece justificado, motivado por el afecto.
Estamos también en presencia de un género con su repertorio, sus modelos y hasta sus gestos paródicos. Es por esta razón que la narrativa erótica establece su propia matriz de escritura. Dispone, repite y reformula todo un conjunto de claves, de convenciones literarias que organizan un canon distinguible, entre otros del amoroso, con el que de alguna manera guarda mayor filiación.
Cuando desde el discurso teórico se establece la asociación entre escritura y cuerpo, algunos textos de autores latinoamericanos posteriores al denominado boom —Farabeuf de Salvador Elizondo (México, 1965), «/que sepa abrir la puerta para ir a jugar» en Ultimo round de Julio Cortázar (Argentina, 1969), Escrito sobre un cuerpo de Severo Sarduy (Cuba, 1969), En breve cárcel de Silvia Molloy (Argentina, 1981), Crónica de la intervención de Juan García Ponce (México, 1982), Lo impenetrable de Griselda Gambaro (Argentina, 1984), Canon de alcoba de Tununa Mercado (Argentina, 1988), entre muchos otros— exhiben una poética que problematiza esa relación compleja entre texto erótico y representación del erotismo, en un gesto que alcanza al vínculo general entre ficción y representación literaria.
En el horizonte particular de la producción argentina son pioneros El fiord de Osvaldo Lamborghini (1969), La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik (1971), El frasquito de Luis Guzmán (1973) y El monte de Venus de Reina Roffé (1976), prohibido ese mismo año por la dictadura militar. Con el proyecto histórico-social que articuló la práctica de la represión en las formas de la tortura, la muerte y la desaparición de cuerpos, esa línea particular de escritura parece interrumpirse, aunque algunos autores siguieron produciendo narrativa erótica dentro y fuera del país, textos que darían a conocer años después. Significativamente, los libros de Lamborghini, Pizarnik, Guzmán y Roffé —marginados y marginales— se reactualizan a mediados de la década del 80 y principios de los 90, cuando el género vuelve a irrumpir en los proyectos de muchos narradores y, en especial, de muchas escritoras argentinas. Parte de la producción de estos últimos años se escribe en clave paródica: Lo impenetrable de Griselda Gambaro (1984), El pudor del pornógrafo de Alan Pauls (1984), Amatista de Alicia Steimberg (1989).
En esta antología, algunos cuentos eróticos venden su invención como secreto en voz baja, simulando ser el producto de una vulnerable confesión. Otros ficcionalizan el proceso mismo de escritura, que surge ante la ausencia del cuerpo deseado. En «Las malas costumbres» de David Viñas, esta relación se potencia en diversas instancias, y se resignifica ya que el acto de escribir le roba el espacio al cuerpo; también sucede a la unión y hasta provoca la escena erótica, la precipita y acaba en ella jugando a construir una simultaneidad. Este relato es el despliegue de una doble insatisfacción: el narrador ambiciona decirlo todo y el personaje femenino persigue poseer por completo.
Otros se mantienen en lo onírico y se amparan en espejismos, mostrando expresamente su nunca acabar aunque acaben en un punto en algún momento. En especial, «Sentimental Journey» de Mempo Giardinelli, «Tierna es la noche» de Ricardo Piglia, «Yokasta» de Liliana Heker y «No desearás la mujerde tu prójimo» de Dalmiro Sáenz dejan ver cuánto hay de imaginación, de invención en los encuentros como en los desencuentros, cómo puede el deseo sostenerse y aun alimentarse solo de deseo, mediante el respeto o el sometimiento a lo prohibido.
En la narrativa latinoamericana, la violación es la forma de encuentro en que erotismo e injusticia social se fusionan. De manera llamativa, parece no haber lugar para la representáción de relaciones sadomasoquistas al estilo de Sade o Klossowski. Baste recordar la marca que «El matadero» de Esteban Echeverría (escrito entre 1838 y 1840, dado a conocer póstumamente en 1871), primer cuento de nuestra literatura nacional, imprime en el imaginario: la violación está construida no desde el eje de significación del erotismo sino desde una coordenada político-social. Es un unitario quien «padece» —signo contrario del disfrute— el acto que se representa en el cuento de Echeverría como atropello inequívoco. En esta misma dirección de lectura y reimpresión al género, puede interpretarse la interrupción del episodio marcado por la violencia y el machismo en «Los juegos infantiles», relato en el que desbarata la escena y, en su lugar, se inscribe una ausencia.
Cada cuerpo es tocado, visto, oído, olido y lamido en el seguimiento de un narrador que privilegia uno o varios sentidos. Algunos son solo bocas y lenguas («Los amantes» de Silvina Ocampo, «Las malas costumbres» de David Viñas); otros parecen solo recortar manos, en especial dedos ágiles («Siestas» de Julio Cortázar, «Los juegos infantiles» de Leopoldo Torre Nilsson, «Sentimental Journey» de Mempo Giardinelli). Pero muchos parecen mostrar una inclinación obsesiva por construir en cada relato la figura del escucha: «La silla» de Marta Nos, «No desearás la mujer de tu prójimo» de Dalmiro Sáenz, «Las mil y una noches» de Noemí Ulla.
Cada narrador, jugando a la confesión anecdótica o revelando su calidad de espía, descubre, publica, es informante o testigo de una historia vivida o imaginada desde un escondite, en el que se inmiscuye como un fantasma o una cámara oculta. Esto roza la poética de escritura en «Ver» de Tununa Mercado, que se construye en un principio como un relato objetivista y que, recreando la imagen del voyeur, traza entre líneas un parentezco entre el narrador y el lector, ambos mirones rituales. En «La silla» de Malta Nos, el escuchar lleva a recortar del todo solo un fragmento y privilegiar la voz de la mujer. En ambos relatos, se vuelve expreso el acto de provocación, el ejercicio de una voluntad que llama al acoplamiento. La escena erótica, como en los otros relatos, se arma, surge de un montaje en el que se elige un escenario —aquí son las ventanas enfrentadas o la silla— para que dos personajes desarrollen el episodio.
Siempre se insinúa el pacto, que es previo al inicio del relato o se construye por el mismo movimiento de la narración. El acuerdo de por lo menos dos —obsesivo y perverso hasta conformar un ritual en «Ver» o en «La larga risa de todos estos años», memorioso del interdicto cultural por excelencia en «Yokasta», fatal en «Capicúa» y «Las malas costumbres»— se adivina como detonante de cada relato. Y cuando ese acuerdo no llega, la trama se demora —«Sentimental Journey»— o provoca la clausura de la palabra, como en «Tierna es la noche» y «Los juegos infantiles».
En «Verde y negro» se descubre el acuerdo como ajeno al narrador, quien se convierte en una suerte de presa al caer en la trampa de una pareja, solo visible hacia el final del relato. La revelación del triángulo lleva a su desarticulación, a la exclusión del protagonista, que fue parte de un juego establecido sobre reglas misteriosas. En el instante en que la narración está a punto de romper el enigma, el narrador y el lector solo perciben los sonidos que se escapan por una ventana. En «Balance del ejercicio» de Cecilia Absatz, la falta de conocimiento y aceptación para la unión sostiene el relato de una fantasía, vuelto texto contable, especulativo, saldo de cuentas silenciosas. La escritura es la puesta al día de la deuda de un cuerpo hacia otro, el cobro a la indiferencia, el grito sostenido de su cancelación.
Frente al interdicto —que funciona aun desde lo implícito como la mejor carnada, especie de tentación que hace brotar cada relato— hay cuerpos que gritan de placer. Los hay obedientes y hasta quejosos. Cuerpos también que protestan por el amordazamiento asfixiante de la represión, a veces interna, muchas veces exterior. Cuerpos que se desbocan como caballos. Cuerpos que se resbalan, se escurren a punto de ser poseídos. Huidizos. Oscuras y hasta extrañas formas deseables y deseantes en las que en su negarse se adivina su excitación —«Irina» de Gabriel Báñez—, amenazantes desde la invención misma, como el hombre de negro del sueño de Wanda.
Pero cada texto, además, se comporta como un cuerpo o un miembro que se contonea y se insinúa a partir de su desahogo o su pudor. Todos muestran el artificio ritual de la literatura. Responden a la desnudez de una escritura que muestra y oculta. Se acercan y se retiran, desplazan un orden, condensan un espacio hasta reducirlo a una sábana o una prenda íntima, y dejan afuera el tiempo histórico. Magnífico caos.
Los relatos seducen. Y estos lo hacen a la par que nos hablan de la seducción y del erotismo. Nos eclipsan y después creemos que nos abandonan, aunque reaparezcan sorpresivamente con el tiempo y pasen a formar parte de nuestro propio imaginario, en ese doble ir y venir de la literatura a la vida y de la vida a la literatura.
Mempo Giardinelli y Graciela Gliemmo (comp.): La Venus de papel. Antología de cuentos eróticos (pról. Mempo Giardinelli; posf. Graciela Gliemmo), Buenos Aires, Beas, 1993.