Felisberto Hernández: Por los tiempos de Clemente Colling

 

 

 

Las posibles combinaciones entre los diversos elementos que componen la obra de un autor son siempre sorprendentes, imprevisibles e inagotables. Aun en los casos en los que un lector entrenado pueda reconocer un estilo, un sello propio, una marca en la orilla de un texto, siempre ocurre un espacio deliberado o fortuito donde se establece la diferencia entre texto y texto. En el caso de Felisberto Hernández, esta disparidad entre relato y relato no solo se intuye sino que, como un incremento poético, se vuelve un punto argumentativo en las ricas historias que ofrece el narrador.

Referirse a «quien narra» en sus cuentos así, en singular, y sostener que se trata de una unificación lograda por quien se hace cargo de transmitir cada historia no obedece a un descuido sino, por el contrario, a la convicción de que este elemento se vuelve reconocible en Felisberto Hernández, hasta tal punto que este rasgo ha provocado sucesivas lecturas basadas en la identificación narrador-autor, desde el presupuesto de que esta producción debe leerse en clave autobiográfica.

Se puede sostener la existencia de un mismo narrador a partir de una poética y una estética que se despliega coincidentemente en cada una de sus narraciones. Se trata, por otra parte, de un narrador que tiene conciencia de serlo, que reflexiona sobre su condición y su actividad, y que sabe y hace saber el oficio que ejerce como productor de objetos artísticos.

Este creador de sucesos elabora su materia a partir de relaciones asociativas, paradigmáticas, metafóricas y se permite plantear en cada texto un desvío de la lógica, de lo previsible o esperable en la resolución de sus propios relatos. Es en ese punto donde cada narración agrega algo singular al conjunto y produce el sobresalto, porque el mundo narrado se despliega en un imaginario que este creador organiza ante el lector como si tuviera lugar de modo simultáneo a su descubrimiento. La palabra narrativa, así, se vuelve performativa porque se nombra, se desenmascara, se indaga, se explora un mundo a la vez que se lo construye.

Felisberto Hernández muestra una ruptura con el canon de representación y elaboración literaria del siglo XIX y principios del XX, se trate de propuestas realistas, costumbristas o del modernismo. Su narrador no lo sabe todo, no maneja los destinos de las historias ni de los personajes, y se construye a partir de un proceso de búsqueda que lo llevará hacia el conocimiento de la realidad. Esto ocurre sin excepciones, al referirse a objetos, seres humanos, pensamientos o recuerdos. Cada relato es diferente, aunque se esconda en el conjunto un semejante impulso original, porque Felisberto Hernández propone en todos un sondeo ocasional basado en la propia percepción, que varía a pesar de que son las imágenes, las cosas, los recuerdos los que se imponen e irrumpen sin que el narrador ambicione controlarlos.

Todos sus relatos se complementan y cada uno guarda su perfil porque nacen y exhiben que el responsable de la narración se abandona a la sorpresa, se deja atropellar por su imaginación, por sus evocaciones, por sus impresiones aun momentáneas. No hay cierre ni texto definitivo según estas reglas de creación, tal vez para desesperación de algunos lectores. No se trata de un afán puntilloso por la búsqueda de la palabra exacta sino, por el contrario, de conseguir mediante la forma que se le adjudica a la escritura «hacer creer» ese tono espontáneo que simula una obra recién producida.

Por este motivo, no tiene demasiado alcance establecer en la narrativa de Felisberto Hernández una división tajante entre borrador y texto corregido. No porque Felisberto no corrigiera sus obras —algo que queda demostrado en su correspondencia y en los testimonios de sus amigos— sino porque cada texto revela que se construye como en estado de permanente y promisorio desorden. La mayor carga de ficción descansa en esta zona, cada vez que se procura señalar que el proceso de escritura es simultáneo al del recuerdo o al de la observación.

El «ahora» que cruza Por los tiempos de Clemente Colling[1], por ejemplo, es representativo de esta característica: ahora que recuerdo, ahora que escribo. ¿Pero qué es aquello que en efecto se recuerda y se intenta apresar? ¿De qué tipo de memoria y percepción se trata? ¿Qué pone en escena este memorioso? No es solo la organización de los sucesos del pasado. Tampoco todo se reduce a las escenas de ingreso a su vocación por el piano y la música. Menos aún puede argumentarse que el personaje de Clemente Colling se exhibe como el único asunto digno de interés.

 

Narrar a partir de la mirada

Por los tiempos de Clemente Colling deja ver, en un primer nivel, que la reconstrucción que proponen las diferentes narraciones de Felisberto Hernández remiten al hacer memoria sobre un modo y un proceso de percepción de la realidad y del arte que se concentran en la mirada del narrador. Lo que se reconstruye, en última instancia, no son recuerdos ni personajes sino la apropiación de aquello que existe porque los ojos permiten esa existencia. Los ojos como espacio en el que se archiva, se nominaliza, se crea. La memoria concentrada en los ojos.

Los personajes de Clemente Colling y Elnene —ambos ciegos— funcionan, por contraste, como elementos que le permiten al narrador presentar su visión de las cosas, sus problemáticas y argumentar como al descuido y de manera distraída sobre esto. Son tres pianistas, de modo que la actividad artística coincide. Sin embargo, el narrador se distingue porque posee la capacidad de mirar. Puede observar el escenario y percibir por gracia de los ojos el silencio. Repite con Colling la escena del sombrero con tul que lo divertía de niño: puede mirarlo sin ser visto.

En segundo lugar, de modo particular y significativo en este relato, Felisberto Hernández abre una zona de tensión entre un arte para oír y un arte para ver, que se especifica en la propia ambigüedad del término lectura. Leer significa a la vez manifestar en voz alta aquello que está escrito, un acto que en general cobra sentido al ser compartido, y una situación solitaria, en silencio, en la que los ojos se desplazan por la página.

Es pertinente no olvidar que el recuerdo se ancla en la década del veinte, momento en que se produce un fenómeno de sincretismo en el campo cultural ya que invaden las ciudades modernas de Buenos Aires, Montevideo, Santiago, Lima, México los carteles lumínicos, los tranvías y los biógrafos con la proyección de películas mudas, pero en el que también irrumpe al mismo tiempo, como un medio de comunicación importante en la escena familiar, la radio.

Por los años veinte, a partir de las llamadas vanguardias históricas, los artistas proponen sus plurales estéticas convocando el ojo del lector. Ya no se trata de la eufonía rubendariana, de las aliteraciones alargadas para crear un clima propicio o amenazante en José Asunción Silva sino de la escritura como espacialización, recuperada la materialidad de la letra y de la página en blanco.

En novelas como María de Jorge Isaacs, los libros acercan a los amantes, son puente amoroso y aparecen tejidos en el romance y en la historia por la construcción de una situación particular de apropiación textual. Esta es una escena recurrente en la literatura del siglo XIX, infaltable. Los personajes leen en voz alta, en pareja o en una reunión familiar, pasajes de literatura que arrojan luz sobre la narración que los incorpora. Estas escenas también están presentes en muchos textos de Felisberto Hernández.

En Por los tiempos de Clemente Colling, en la casa de las ancianas, se recitan poemas. En «Nadie encendía las lámparas» el narrador lee sus cuentos en una sala antigua pero los tonos de su voz y la percepción de la voz del público están relacionados con la luminosidad del ambiente de manera tal que, cuando disminuye la luz, los invitados bajan la voz. La protagonista de «El balcón» cierra el relato con un poema que ella misma recita en homenaje a su balcón ausente. «La casa inundada» presenta el momento de transmisión de un relato oral y las complicaciones y destrezas que funcionarán para su conversión en relato escrito.

Conviviendo con estas escenas en que la voz y el oído son centrales, otras muestran el privilegio de la mirada en relación con la literatura en particular, y con los objetos artísticos y la realidad en su conjunto. Las narraciones surgen, emergen porque el narrador mira hacia su interior u observa la realidad que lo rodea. Se abre así un sendero mostrado desde lo subjetivo e individual que, a partir de los ojos, se propone percibir todo lo que ocurre en el mundo. El joven de Por los tiempos de Clemente Colling asegura que le resultaría imposible suponer la existencia de una imaginación sin figuras, sin descripciones visuales. No puede pensar como superflua, como complementaria la función óptica. En este relato la vista, la salud de los ojos es un don, un patrimonio personal que el narrador monopoliza junto con Petrona.

La escena en que Colling y Elnene conversan mientras tocan el piano es representativa y sintetiza la posición estética que desnuda y elige Felisberto Hernández. Al producir música, el narrador percibe «juguetes abstractos», que para los ciegos solo son objetos sonoros y que se concretizan para el narrador porque él puede percibirlos en sinestesia, a partir de la asociación entre sonido y color. Felisberto Hernández propone, entre líneas, que la vida y el arte se construyen mediante la mirada, que ambos, aunque de naturaleza y alcances disímiles, entran por los ojos, y que la chispa solo se produce cuando el objeto —sonido, relato, ser humano, pensamiento, recuerdo— se cruza con una mirada que le permite ser y perdurar. Los ojos se constituyen en el espacio centralizador, como una suerte de imán que atrae para retener, para fraguar todo acto de memoria. Los recuerdos se sostienen por la insistencia obsesiva de mirar y mirar el mundo para retenerlo, para fijarlo en uno mismo.

La humanidad y las cosas, para Felisberto Hernández, están ahí para ser vistas y los ojos son para ver el mundo. Su escritura, tal como de modo especial lo deja deslizar Por los tiempos de Clemente Colling, surge de la experiencia y la experiencia se nutre del mirar. De ahí la calidad de observador que está presente en el narrador de sus historias que parece, a través de un abanico abundante y fértil, abrir un juego e invitar al lector a jugarlo. Sus relatos ofrecen un sendero individual para atrapar la Historia y las historias, que se basa en la propia percepción y en el buceo por el mar de los propios recuerdos. Todo parece remitir a la humilde y sencilla consigna de mirar hacia fuera del propio cuerpo, y también hacia dentro, para curiosear cada poro, cada huella con la propia mirada.

Su imaginario y su lenguaje son poéticos no solo porque hacen uso de un código preciso, literario, sino porque es la mirada la que genera asociaciones, metáforas, ocurrencias que instalan lo extraño, que arrojan un aire nuevo sobre elementos cotidianos, comunes. Felisberto Hernández muestra en Por los tiempos de Clemente Colling, sin conflictos ni dramatismos, ese momento de pasaje, de concurrencia de estéticas en las que la tradición, los maestros proponen el oído y privilegian lo audible, lo oral, y los artistas de ruptura abren y rescatan del olvido el ojo, tal como ocurre en la provocación de la escena primera de El perro andaluz de Luis Buñuel.

 

 

Del oído al ojo

Es cita común que Felisberto acompañó por esos tiempos, en los que aprendió a considerar y a respetar a Clemente Colling, la proyección de muchas películas mudas con su música. También ha sido dicho e interpretado que fue abandonando esta actividad para dedicarse de lleno a la literatura. Tal vez resulte más precisa, menos anecdótica esta renuncia si se la piensa en relación con una propuesta poética y estética. La narración en cuestión muestra la resolución de esta encrucijada, la opción elegida en un momento de cambio, de quiebre, de alternativas antagónicas.

En Tierras de la memoria esta competencia entre estéticas se da a través de pasajes que se detienen, como una cinta cinematográfica, para mostrar la simultaneidad. El narrador percibe con la misma intensidad los sonidos del piano y la coordinación que las manos hacen en relación con esos sonidos. La imagen visual depende de la imagen sonora. Sin embargo, también en este texto se desliza la sensación, la sospecha de que el sonido puede ser un artefacto anterior al encuentro, entre las manos y el teclado, creado y transportado por los mismos gestos del cuerpo.

La memoria refunde dos hechos estéticos que ocurren a la par: tocar el piano y mirar la película que se acompaña. Aunque también es sorprendente que el narrador, en medio de un concierto, luche por retener la melodía ante la distracción que le produce la imagen de la calva de un espectador. La fuerza de la mirada no deja de distraerlo hasta tal punto que decide fijar sus ojos en el piso mientras escucha la música.

En ambos relatos se aclara un aspecto difuso en los textos anteriores a 1942: narrar es hacer memoria de la percepción. Si se leen con atención los dos relatos, se vuelve evidente que hay una suerte de fuerza constructora que mueve al narrador a traducir las imágenes auditivas en imágenes visuales. Entre otros ejemplos, en Tierras de la memoria se establece un simil, una homologación entre el pianista y el dibujante. Las imágenes se desvían y la mirada procesa, filtra, imprime su molde sobre aquello que el narrador selecciona de tal manera que, como en Diario del sinvergüenza, el cuerpo se desdobla para poder percibirse a sí mismo, a diferencia de lo que ocurriría si se percibiera como reflejo a través de un espejo que lo duplicara invertido.

Si bien la escritura siempre se presenta en las obras de Felisberto Hernández como un proceso de indagación, de búsqueda, como recorrido y no como llegada, Por los tiempos de Clemente Colling, ya desde el título mismo, se presume como un relato situado, preciso, menos indefinible e indefinido. El texto potencia, clarifica, acerca la metáfora de los ojos como pantalla, de los pensamientos como recuerdos y de las palabras como vestidos. Muestra el motor que da vida a estas narraciones: una inclinación, más bien preferencia, por nominalizar, por centrar la materia narrada a partir de un proceso semántico de sustantivación.

El narrador nominaliza y describe. Busca el sentido para los objetos que crea o convoca. La escritura se construye como el espacio en el que se permite la irrupción de lo innombrado, lo inesperado, lo ilógico, lo imprevisible, que el narrador no impone sino más bien consiente que se le imponga. Así aparecen también manifestadas la imaginación y la ensoñación: como algo que sucede sin explicación alguna. Es el caso de la muchacha del balcón, a la que el narrador de modo injustificable imagina ciega cuando su padre le comenta que ella no escucha música. ¿Cómo justificar desde un discurso científico, racional esta posible reunión de conceptos? En la estética del narrador, en el desplazamiento hacia una poética del nombre como centro del texto, podría encontrarse una respuesta simple, al modo del autor uruguayo: no oye porque no ve. Ella no puede percibir la música porque es ciega. Así, el ojo es el centro en la recepción artística. O de otro modo y desde otro ángulo más arriesgado: no se puede andar a ciegas cuando se está frente al objeto artístico. Con la doble connotación del a ciegas: sin mirar y sin conciencia.

«El acomodador» arroja luz sobre todo lo hasta aquí observado y se ilumina a su vez al ponerlo en relación con el relato Por los tiempos de Clemente Colling. Aun interpretado en clave fantástica, este texto es la hipérbole de esta estética, muestra un grado extremo en el intento de representarla. El narrador asiste al proceso mediante el cual sus ojos se convierten en linternas, puede ver en la oscuridad, y más allá de las superficies compactas. La realidad y su percepción cambian en relación con la luz que arrojan sus ojos sobre los objetos. Todo su vigor está en ellos: su poder de comprensión, de desciframiento, también para abrir interrogantes. La imaginación es capturada por los juegos de luz y sombra, y se concentra en el despliegue de nuevas imágenes visuales. Cada noche tiene más luz, una luz que —como en la escena de la lectura en voz baja— decide utilizar cuando está solo.

Al poner en relación Por los tiempos de Clemente Colling con este relato, se puede aventurar una lectura diferente de «El acomodador», uno de los textos más conocidos de Felisberto Hernández, incluso un clásico de antología, también texto escolar. Se podría pensar que el personaje del acomodador, además de mostrar desde otro costado esta estética de la mirada, simboliza el papel del artista que, como él, penetra con su luz «en un mundo cerrado para todos los demás». Este relato parece exponer que el ser humano, cuando hace arte, ayuda a ver, a entender el mundo, penetra por detrás de las superficies, ilumina su entorno con ojos nuevos. La contrapartida estaría en «Menos Julia», que se sostiene a partir de la negación de ver. Los personajes, dentro de un túnel, juegan a adivinar a través del tacto. Eligen acercarse a los objetos a partir de una privación voluntaria de la mirada. Solo se trata de un juego en el que se confunden los objetos y se producen múltiples equívocos.

Siguiendo este recorrido, los relatos de Felisberto Hernández fundan juegos recíprocos y sucesivos de miradas entre los personajes y el narrador, entre la figura del narrador-escritor y el lector. En «El taxi», que propone a la metáfora como transporte ideal para avanzar más rápido en una ciudad que también está cambiando, el narrador increpa al lector, lo provoca y lo observa a través de los cuerpos y los agujeros de las letras. En «Juan Méndez o Almacén de ideas o Diario de pocos días» el narrador dice ser observado por el personaje. «La envenenada» tiene lugar a partir de una muerta «digna de verse» y de la idea que el hombre común tiene del escritor, como alguien que debe contar aquello que ve, y de que hay cosas especiales que solo pueden ser aclaradas por un artista.

En Por los tiempos de Clemente Colling los recuerdos, las imágenes, los personajes también se le cruzan por delante al narrador y lo solicitan. La memoria puede sostener los colores, los brillos, las formas de las cosas —como ocurre con la imagen del tranvía— pero debilita, disminuye los sonidos. La imagen visual impacta más al narrador que la imagen auditiva. El privilegio por los ojos aquí es claro y las imágenes llaman a los ojos, reclaman una mirada que las fije, les dé forma y vida. Los rieles, las palmeras, los letreros, una vereda, los trozos de una botella rota se imponen como apariciones fantásticas, al estilo de «El acomodador», a los ojos del narrador y los demás personajes.

Petrona, especie de doble del narrador, introduce una versión familiar de lo que sería «tener un sentido estético» en la vida. Ella parte de la observación de los demás para establecer y desentrañar diferencias entre las situaciones y las personas, para percibir las extravagancias, que se concentran en un término preciso: «papelón». Petrona puede distinguir las diferentes reacciones frente al objeto artístico, interpretarlas a partir de su aguda mirada sobre gestos, poses y todo tipo de expresiones físicas. Esto es indicio de que se puede fingir una pose para otro o, lo que es lo mismo, abriría la posibilidad para la creación de la escena y el artificio.

La percepción frente al objeto artístico se corporiza y da la medida, el registro de la sensibilidad de cada personaje. Petrona se dedica a mirar, se especializa en observar. El narrador, por su parte, encuadrando y potenciando el episodio, espía a quien observa a otros. Descifra a quien se coloca como intérprete. Ambos miran la realidad y el arte como si contemplaran una película. Se detienen en una imagen, encadenan, realizan montajes de escenas, filian personajes.

No es que la realidad en sí misma sea un espectáculo o comparta los atributos de la simulación que están en juego tanto en una función teatral como una proyección fílmica, sino que los objetos cambian cuando los percibe un artista o los devora el arte. De todos modos, la mirada del artista dignifica, eleva, tal como puede verse en la construcción que con sus ojos hace el joven narrador de la figura desaliñada, casi en ruinas de su amigo.

 



NOTAS

[1] Felisberto Hernández: «Por los tiempos de Clemente Colling», en Obras completas. Tomo 1, Montevideo, Arca/Calicanto, 1981.

 

Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Por los tiempos de Clemente Colling de Felisberto Hernández. La claridad de una estética», en Cuadernos de Marcha, Tercera época, Año XIV, núm. 155, Montevideo, diciembre de 1999.

 


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