Salud. Veinte cuentos de médicos y pacientes
Esta antología presenta veinte cuentos —algunos ya clásicos— en los que el cuerpo y la salud se ven amenazados por algún síntoma o enfermedad. Historias que atraviesan tres siglos de la mejor literatura y en las que estar enfermo abre también la posibilidad de descubrir recursos propios, antes ignorados, y de acceder a nuevos conocimientos. Sin duda, el lector logrará identificarse con esta variada galería de personajes y escenas que, aunque sean de ficción, resultan bastante cercanos: familias que fabrican realidades para evitar que el enfermo se agrave, médicos que equivocan su diagnóstico, víctimas de epidemias, pacientes rebeldes que prefieren desoír el diagnóstico, malestares que cambian el rumbo de una vida, reclusión involuntaria en hospitales y centros de curación, enfermos que saben más de su mal que los propios profesionales, panaceas que curan y recetas de compromiso, doctores más amantes de la literatura que de la medicina, amores que surgen en momentos de fiebre y delirio. El deseo de una tregua, de tener otra oportunidad.
Este es el libro de cuentos que uno agradecería encontrar sobre la mesa de cualquier sala de espera, para leer y exorcizar los temores más escondidos mientras aguardamos que alguien pronuncie nuestro nombre y la consulta, por fin, tenga lugar.
Se incluyen cuentos de Julio Cortázar, Franz Kafka, Mario Benedetti, Leopoldo Alas, Roberto Arlt, Santiago Gamboa, Francis Scott Fitzgerald, Patricia Suárez, Emilia Pardo Bazán, Ignacio Padilla, Lola Arias, Henry James, Silvina Ocampo, Eduardo Wilde, Felipe Trigo, Rodrigo Fresán, Horacio Quiroga, Roberto Fontanarrosa, Gabriel García Márquez y Ángeles Mastretta.
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INTRODUCCIÓN:
UNA BATALLA DESIGUAL
Ejercer, durante unos minutos, la tiranía de la enfermedad, como esas viejitas que uno encuentra en las salas de espera de los ambulatorios y que se dedican a contar la parte clínica o médica o farmacológica de su vida, en vez de contar la parte política de su vida o la parte sexual o la parte laboral, es una tentación, una tentación diabólica, pero una tentación al fin y al cabo.
Roberto Bolaño, «Literatura + Enfermedad = Enfermedad»
Tendría entre nueve y once años cuando leí un cuento que echó por tierra dos certezas hasta ese momento para mí inconmovibles: que solo se muere de viejo y que morir es un acto dulce, en el que alguien se queda simplemente dormido. El cuento era «Tini» y odié a la maestra que me lo hizo leer, no porque el cuento no me gustara, todo lo contrario, sino porque fue difícil ponerle límite a la angustia. En ese relato hay sufrimiento, un dolor injusto, y el médico, el personaje que tendría que ser el héroe de la historia —el equipo médico, en realidad— fracasa. Tini es un niño y, a pesar de eso, se enferma y muere. Yo era una niña, también podía morirme en cualquier momento, no era necesario llegar a vieja. Y el pasaje hacia la otra orilla podía ser la enfermedad. Un simple catarro. Una conclusión para nada tranquilizadora.
Ese relato inolvidable de Eduardo Wilde vino a informarme que, de buenas a primeras, la salud puede verse jaqueada porque sí y que la niñez no es una excepción a esta regla. En «Tini» la enfermedad avanza feroz sobre el cuerpo de un niño, en simultáneo con el eco del nombre que la designa, en esa escena magnífica en la que el término crup va desparramándose por ahí —se derrama sobre la alcoba, la casa entera, la noche, el viento, los cascos de los caballos que pasan por la calle, el reloj, los muebles, los ratones que se esconden tras los zócalos de las piezas, los árboles, los edificios, las estrellas, las aves, las olas, las puertas, los ebrios, los músicos ambulantes—, hasta comprometer de manera absoluta todo lo que rodea al enfermo y va más allá de él. Es el diagnóstico estallando en la cabeza de la madre de Tini. La palabra indeseada que debió haber pronunciado en un momento, fuera de escena, alguno de los médicos que atienden al pequeño, lo más probable, el de la familia. Una metáfora escalofriante de la enfermedad como una sombra que avanza oscureciéndolo todo. Imparable. La imagen de la epidemia que muchos años después reencontraría, por ejemplo, en El Decamerón, en La muerte en Venecia, en La peste. Y también, insisto, el diagnóstico retumbando dentro de una cabeza. El peso insoportable de un nombre. El nombre de una enfermedad.
Aterrizaje forzoso y gran paradoja: la literatura me mostraba lo que la realidad, por fortuna, no me había revelado aún. Lo que no me había informado ninguno de los relatos familiares.
Años después, ya adolescente, ese cuento de Wilde vino a enredarse en mi memoria con otro: «La salud de los enfermos», de Julio Cortázar. Un cuento en el que la ficción se coloca en lugar de lo real, hasta el punto de generar la duda sobre lo que verdaderamente ocurre y lo que es producto de la invención. Los muertos siguen vivos y están sanos en los relatos que la familia urde, en las cartas, en los mensajes cotidianos. Relatos que niegan lo innegable: el accidente, la enfermedad y la muerte de dos integrantes de la familia. Un cuento en el que la necesidad de cuidar a alguien se extrema paradójicamente, porque queda muy claro que la vida está fuera de control y que las dolencias del cuerpo y los duelos, como la difteria de Tini, lo comprometen todo, con la fuerza de un ciclón que arrastra. Un relato donde el poder lo ejerce quien parece más débil, más desprotegida, más frágil: la enferma que, como era de esperar, finalmente muere. La ilusión sólo dura unos instantes, lo que tarda en apagarse, como dice el médico, su vida.
Estos dos cuentos son los núcleos iniciales, más remotos, de esta antología, a los que se les fueron sumando los otros, a medida que las lecturas y las relecturas iban sucediéndose. Excelentes todos, impactantes por diversos motivos, en los que está presente ese combate dispar entre la salud y la enfermedad, que por momentos parecen ser independientes de quien padece. El conjunto se me ha impuesto, tras dudar y descartar algunos, a partir de asociaciones caprichosas, que responden a reverberaciones internas, al asombro que producen ciertos textos en el inconsciente y también como consecuencia de la reflexión, de la asociación de imágenes. Cada nuevo cuento, cifrado sobre el triángulo paciente-enfermedad-médico, recontextualiza esos dos relatos persistentes de los que hablé antes, los resignifica.
La salud es en estos cuentos un bien perdido o, por lo menos, ausente con aviso. Queda en pie el deseo de recuperarla. En algunos se trata solo de una tregua, de un susto, tras el cual sobreviene «otra oportunidad». En otros, como en los relatos en los que el villano es el más poderoso, la enfermedad gana la batalla y se instala, ocupando el cuerpo como si se tratara de un territorio que se ha conquistado. Planta bandera.
Historias en las que el tiempo transcurre entre «dosis de remedios y tazas de tisana», en las que el imaginario narrativo se ve inundado de términos que en tiempos de salud —de equilibrio, de armonía— difícilmente asomarían: presión alta, tos, fiebre, pus, expectoraciones, asma, infecciones, toxinas, bacilos, heridas, hemorragias, anemia, virus, gripe, mocos, babas, insuficiencia cardíaca, tuberculosis, crup, fatiga. A partir de los síntomas, de las dolencias, entran en escena una serie de elementos específicos, algunos un tanto extraños, que suelen cargarse de cierto poder mágico o amenazador: inhaladores, pastillas, gotas, inyecciones, radiografías, termómetros, neumotórax, jarabes, oxígeno, estetoscopios, camillas, vendas, bisturís, incubadoras, cánulas, ácido fénico, bolsas de hielo, elixires, hierro, sales, aspirinas.
¿Qué ha ocurrido? La realidad se puso patas para arriba. La vida ha quedado en suspenso. Como dice la protagonista de uno de estos cuentos, la dolencia es «un testigo constante», que vuelve imposible la felicidad. Los órganos del cuerpo se han rebelado y funcionan de manera autónoma. «Mi cabeza y mis pulmones se han puesto de acuerdo a mis espaldas», se quejaba Franz Kafka en 1917, en una carta dirigida a su amigo Max Brod. Y el médico francés Xavier Bichat habló cien años antes de «la rebelión» de los órganos y definió la vida como el «conjunto de funciones que resisten a la muerte». La enfermedad como la traición de los órganos. El cuerpo hablando a los gritos.
En estos cuentos desfilan numerosos médicos y pacientes con perfiles muy diversos. Médicos que creen que todo lo pueden y funcionan como si fueran Dios o misteriosos magos, que andan por la vida pensando que existen los milagros y ellos pueden producirlos. Otros, hartos de sus pacientes, y hasta algunos que descreen de la ciencia que practican. Médicos que ignoran o equivocan el diagnóstico. Unos muy abnegados, de esos que dan más de lo que reciben, y otros que son grandes fabuladores. Médicos enigmáticos, inalcanzables, que hablan un idioma incomprensible. Médicos a quienes se les cuentan las más profundas intimidades y a quienes su título y su rol los autorizan a preguntar aquello que ninguna otra persona se atrevería. Diferentes imágenes, posibilidades diversas del mismo rol protagónico.
Y muchas veces, como exclusivos protagonistas del relato, están los dueños de los cuerpos, que sabrán menos que los médicos, pero son los portadores del dolor, de los síntomas, lo que no es poca cosa. Y que esperan, con la paciencia que la palabra paciente impone. Mártires, obedientes, sumisos. Desconfiados, rebeldes, desafiantes. Pacientes que se vuelven grandes conocedores de su enfermedad, a los que no se les escapa ningún detalle. Enfermos canallas, que se sostienen en recuerdos infames, en un extremo del aislamiento. Farsantes que especulan con los síntomas de sus dolencias. Enfermos crédulos y arriesgados. Excesivamente amorosos. Inocentes, inofensivos, víctimas propiciatorias. Distintos todos.
Los espacios varían. En algunos, el escenario es la habitación de la casa, donde el médico ausculta, lee el cuerpo, interpreta los síntomas, elabora hipótesis y se ve confrontado por la familia, que funciona como un tribunal examinador, cuya mirada y actitud puede aprobar o dejar al desnudo el desconocimiento del doctor. Es el tradicional médico de cabecera, de familia, que puede funcionar también como un amigo o un confesor. En otros, en cambio, el médico resulta un completo desconocido y la visita es ocasional, fortuita, no tiene continuidad ni mayor trascendencia. En varios —la mayoría han sido escritos a lo largo del siglo XX— el escenario ya no es el ámbito privado, sino el hospital, el centro de salud, y el médico ya no funciona solo, sino en equipo, con otros médicos y enfermeros. El paciente tampoco aparece solo: hay otros que padecen como él. La sala de emergencias se presenta en algunos como el punto de concentración de lo imprevisible.
Prevalece la relación médico-paciente, y solo en uno se construye el vínculo complejo entre dos médicos, desigual, signado por la admiración y el prestigio. Y por la decepción, que da lugar al acto de narrar. En ninguno, ni siquiera en el de la paciente que se enamora de su doctor, la imagen aparece completamente idealizada. Estos enfermos ven muy humanos a estos médicos: perciben sus limitaciones, desconfían, les dan letra, confrontan su conocimiento. También les creen y se entregan.
Entre todos estos cuentos hay uno muy particular, emblemático, lleno de resonancias: es aquel en el cual el vínculo tradicional se revierte y entonces es el médico quien siente admiración por un paciente —que no casualmente es escritor, narrador, fabricante de relatos—, y se pone a su servicio. El médico de este cuento no es uno más en estas páginas. Él prefiere leer a ejercer la Medicina. Y a la hora de elegir entre dos pacientes, se desentiende de la condesa adinerada —que podría asegurarle un bienestar para el resto de su vida— y se concentra en el escritor enfermo, a quien acaba de conocer. A este médico lo único que parece entusiasmarlo de veras son las novelas, la lectura de ficciones. No lo inquieta ni lo distrae la enfermedad. Tampoco acumular pacientes. Está completamente sano. El libro que tiene entre sus manos lo ilumina. Este médico dejaría todo con tal de seguir leyendo. En busca de ese lector va, posiblemente, esta antología.
Salud. Veinte cuentos de médicos y pacientes (sel., ed. e introd. Graciela Gliemmo; posf. Gabriel Rolón), Buenos Aires, Planeta, 2013.
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NOTAS Y RESEÑAS
«Veinte cuentos no aptos para hipocondríacos», en Infobae, 23 de agosto de 2013: https://www.infobae.com/2013/08/23/1503897-veinte-cuentos-no-aptos-hipocondriacos/