Margo Glantz: Las genealogías

 


 

Puesto en consideración el repertorio de la teoría y la crítica literaria contemporáneas, el espacio concedido a la escritura autobiográfica resulta particularmente interesante. Son muchos los autores que se han preocupado por establecer el canon de la autobiografía y precisar su zona propia y las coincidencias que guarda con la novela autobiográfica, las memorias y el diario íntimo. De la confrontación y la riqueza de las diferentes interpretaciones y argumentos, surgen algunas observaciones que pueden resultar bastante productivas. Entre ellas, la definición que da Philippe Lejeune de la autobiografía: «Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad». También la inflexión que propone Sidonie Smith: «Tal vez las mujeres deban ser borradas de la gran tradición de la autobiografía, porque es precisamente esta tachadura la que define dicha tradición».[1]

De lo anterior podemos concluir que, en líneas generales, cuando un crítico se encuentra con una probable autobiografía, se ve en la necesidad de justificar la clasificación, delimitando el corpus, ampliándolo o poniéndolo en entredicho. En el caso de Las genealogías de Margo Glantz, escritora mexicana y crítica literaria, esto sufre una torción. En primer lugar, porque estamos en presencia de un texto producido por alguien «que sabe sobre el tema», que maneja un conjunto de informaciones y destrezas que la sitúan frente a su libro con un alto grado de conciencia de escritura, hecho que potencia su significación, rasgo que otros textos autobiográficos no necesariamente poseen.

Por otra parte, esta autobiografía es heredera de una serie de relatos contemporáneos en los que se ficcionaliza con preferencia el proceso de escritura, como síntoma del descrédito de la pureza genérica y del cruce entre el género narrativo y el ensayo. Pensemos en las propuestas ficcionales de Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Salvador Elizondo, Antonio Skármeta, entre tantos otros.

Las genealogías de Margo Glantz retoma en su título el equívoco generalizador de Las confesiones de Rousseau. Ambos textos inauguran un modo de registro en torno a la primera persona. Esto no nos exige justificar la pertenencia al corpus de la autobiografía, pero sí determinar desde dónde se construye el yo autobiográfico para leer en el texto cómo esa autointerpretación y construcción del yo transgrede la doxa.

Ya desde la portada del libro, el nombre «Margo Glantz» señala la autoría y la marca genérica que añade ser mujer. La elección del título, entonces, puede leerse como una definición y una reescritura del corpus a la vez que como una propuesta poética, que aparece en este caso marcada con la impronta de lo femenino: el yo autobiográfico se construye desde los lazos familiares, en doble consonancia con el mundo público y el mundo privado.

La dedicatoria sigue esta huella: el libro va expresamente dirigido a los padres y a las hermanas de la autora. La escritura autobiográfica se establece como la refundición de dos espacios generalmente desarticulados o presentados en conflicto en la literatura escrita por mujeres, cuestión teorizada en muchos de los artículos de la crítica y la teoría feminista. ¿Cómo se logra esta integración y qué resultado global arroja sobre el texto?

En primer lugar, resulta importante recordar que en Las genealogías el presente aparece enmarcando constantemente el pasado, ya sea porque se alternan los dos tiempos verbales en la narración, lo que produce un efecto de reactualización de lo vivido, o porque Margo Glantz incluye la ficcionalización en presente del proceso de elaboración, de armado de su texto. El movimiento retrospectivo que toda memoria instaura se ve quebrado a ratos por la ilusión de una escritura sin distancia, lo que podría leerse como recreación de la lógica del diario íntimo: 

No tengo una infancia religiosa. Mi madre no separaba los platos y las ollas, no hacía una tajante división entre los recipientes que podían albergar carne y aquellos que se llenaban con los productos de la leche.[2]

La bimembración es el artificio que pone en escena la constitución del yo y la memoria de la autora: hay un pasado y un presente que se ficcionalizan en la escritura, en correspondencia con un yo que dibuja sus orígenes a partir de la historia de sus padres. La memoria y el relato a los que el lector tiene acceso muestran la procedencia legitimizada de ese yo que emerge de una doble relación: padre y madre.

Ese doble ser y ese doble movimiento que la autora obliga a realizar con su escritura organiza una particular apropiación del corpus de la autobiografía, que se aparta de lo canónico al construir más que «la historia de una personalidad», la historia de una escritura que es, en este caso, la historia de un yo recortado, delimitado, circunstanciado a partir del encuentro-reencuentro con los padres. Los demás integrantes de la familia (hijas, hermanas, tías, primos) emergen en el relato de la misma manera en que podrían aparecer en cualquier otra autobiografía; es decir, solo presentados a través de la voz única que rememora.

Es verdad que mucho de lo que se narra en Las genealogías tiene que ver con la fundación de costumbres, con el proceso de transculturación que vive una familia judía que decide emigrar de Rusia, años después del estallido revolucionario, y elige como lugar México, entre otros posibles países (Estados Unidos, Brasil, Argentina). La autora no solo resalta ese gesto fundante, sino que se presenta como la orgullosa sucesora y, simultáneamente, la transgresora que vive con cierta culpa la interrupción de esas costumbres. Ella se define en reiteradas oportunidades como una goim, una no judía.

Pero lo que resulta revelador es que ese viaje inicial, el viaje del autoexilio o autoexpulsión, es el acto fundamental que condiciona la identidad de la autora. Su yo se teje por una parte en el gesto varonil del continuo deambular (el mito de Ulises) y la pertenencia fiel al espacio propio, el país vivido como la casa grande (el mito de Penélope). Sin embargo, aunque se reúne una doble tradición cultural a través de las reiteradas mudanzas por las colonias y calles de la ciudad de México y los viajes por el mundo, hay un anclaje nacionalista, una valoración de la propia tierra —Rusia y México— que justifica toda la narración.

Ese primer viaje que une los dos países es expresamente la semilla original, la vuelta a la madre. A ese acto se encamina el origen de ese yo y, por lo mismo, también la autora repite ese itinerario, primero invertido: México-Rusia, y luego de regreso: Rusia-México. La ausencia de memoria de ese viaje, del cual es imposible ser testigo, da lugar a la imaginación y a la conjetura:

Barajo las posibilidades, abstractas y concretas, como decía el bueno y sectario de Georg Lukács, ¿cuál hubiera sido mi genealogía de haberse quedado mi madre en Rusia? , o ¿mi padre? ¿Qué hubiera pasado si Lucia se hubiese casado con el bueno de Mari, un hombre «serio»? Quizás hubiese sido una cirujana dentista o una secretaria de actas con la cabeza cubierta con un pañuelo de lunares y con los músculos repletos de quien sólo come mantequilla y mermelada de fresas. (p. 63)

En ese yo protagónico, en la triple identidad señalada por Lejeune (autora-narradora-personaje), se da la posibilidad de la síntesis, posible además por el don de la escritura. El desvío de lo familiar se produce a partir de un no-saber que se explicita y desnuda la distancia que guarda con sus padres y aun con sus hermanas: ella no habla yidish, tampoco habla ruso y es la única mujer de la familia que ignora cómo cocinar algunos de los platos típicos de la cocina judía.

Ese lugar del no-saber determina la posición en la que la autora se sitúa respecto a esa historia familiar y, en consecuencia, frente a la escritura de sus genealogías. Ante el desconocimiento —que obviamente aparece ficcionalizado en esa construcción que hace de sí misma al montar el personaje de la diferencia—, elige preguntar —lo que provoca el avance de la información, de la historia familiar y del texto— y escuchar, poniendo entre paréntesis su rol como escritora y cediendo su lugar a la grabadora.

Creo que este es el punto central en la construcción del yo en Las genealogías de Margo Glantz: la autobiografía se limita a la reescritura de la historia familiar, a la vez que la autora construye de sí misma el personaje de la hija-escritora, aquella que no es judía, que incluso es bautizada y toma cristianamente la comunión, pero también aquella que es capaz de continuar la herencia de escritura paterna y de fijar mediante esta práctica el mundo privado que gira alrededor de su madre. Las genealogías se organizan en tomo a una paradoja que parece atravesar toda la historia familiar: ella es la «oveja negra», «la hija pródiga» —como ella se llama a sí misma—, quien dará forma al relato no solo de su familia sino, de algún modo, de la colectividad judía en la ciudad de México.

En cuanto a ciertas características de la autobiografía, quiero convocar ahora aspectos de los planteos de Sidonie Smith, Philippe Lejeune y Paul de Man. Smith reafirma la posición central que asume la autobiografía en la cultura occidental, porque como contrato genérico reproduce la línea de descendencia paterna y muestra las limitaciones a las que está sujeta una mujer en el mundo androcentrista. Lejeune propone situar la discusión sobre el género autobiográfico en torno al problema del nombre propio y De Man cuestiona el afán de totalización, la oferta de autoconocimiento de todo sistema textual, entre ellos el de la autobiografía.[3]

Al repensar estas tres posiciones, en algunos puntos coincidentes, y ponerlas en juego con esta autobiografía-genealogía, surge la evidencia de una construcción que va más allá del padre, que pone en serie el nombre propio y fragmenta la idea de un yo único e indivisible. Margo Glantz adopta el molde del triángulo para narrar y narrarse, gesto que abre la instancia del matiz, al escapar de la sobremarca individualista de los patrones del género autobiográfico.

Esta mixtura de voces —el yo en consonancia con y a partir de las voces del padre y de la madre— dibuja un texto basado en la heterogeneidad, con zonas de explicitación de esa mezcla. El recuerdo no se fija de manera unidireccional y unívoca, sino a partir de la polémica, la cita y la réplica, la huella de la memoria y la corrección, la reiteración que intenta apresar el sentido, todo aquello que hace tambalear el criterio de verdad:

Repetir un acto mil veces condensa el recuerdo, pero los recuerdos traicionan aunque se recuerden mil veces en la mente. Jacobo niega ciertas minucias que antes recordaba y los calzones con encaje suizo, maravilloso, delicado, pero aún suelto, sin ropa que decorar. Mi padre dice que cada vez recuerda mejor las cosas de su infancia y que casi todo lo demás se borra: a veces resucita y yo lo aprovecho como buitre. (p. 82)

La superposición de versiones sobre un mismo episodio, la confrontación de miradas y puntos de vista sobre un mismo objeto o persona entra en íntima relación con la mixtura antes señalada. Este rasgo, atribuible a un proyecto de memoria colectiva y de autobiografía desde el retrato de familia, cobra la dimensión de una propuesta estética y poética, también ficcionalizada en la narración gracias a un extenso y rico repertorio de imágenes que ponen en juego esa mezcla, que puede interpretarse como el resultado de un momento especial de transculturación:

Yo tengo en mi casa algunas cosas judías, heredadas, un shofar, trompeta de cuerno de carnero, casi mítica, para anunciar con estridencia las murallas caídas, un candelabro de nueve velas que utilizan cuando se conmemora otra caída de murallas durante la rebelión de los Macabeos, que ya otro goim (como yo) cantara en México (José Emilio Pacheco). También tengo un candelabro antiguo, de Jerusalén, que mi madre me prestó y aquí se ha quedado, pero el candelabro aparece al lado de algunos santos populares, unas réplicas de ídolos prehispánicos (el que me las vendió dice que son auténticos, pero Luis Prieto los ve, se moja los dedos en saliva, los tienta y dice que no), unos retablos, unos ex votos, monstruos de Michoacán, entre los que se cuenta una pasión de Cristo con sus diablos. Por ellos, y porque pongo árbol de navidad, me dice mi cuñado Asbel que no parezco judía, porque los judíos les tienen, como nuestros primos hermanos los árabes, horror a las imágenes.

Y todo es mío y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo —estas— mis genealogías. (p. 16)

La autobiografía coincide con el relato de la genealogía familiar en tanto la autora construye de sí un personaje que es la unión dinámica de mundos (público y privado), de imágenes (judías y cristianas), de voces y recuerdos (paternos y maternos) y de roles (escritora y madre).

En los términos de la escritura, el nombre propio «Margo Glantz» se vuelve garante de la continuidad de una actividad públicamente importante, privilegiada en ambos mundos (Rusia y México, judíos y cristianos) y la más importante herencia recogida por vía paterna. Margo Glantz se coloca en el lugar del hijo pródigo que traiciona, abandona el clan y regresa. El regreso se realiza por la ruta de la escritura, de tal manera que es la «oveja negra» quien fija nuevamente los retratos mediante el acto escriturario, práctica que también forma parte de las costumbres familiares, esta saga familiar. Esta escritura se erige contra el vacío de registro y legaliza doblemente la pertenencia al grupo intelectual como la pertenencia al grupo familiar en ese doble reenvío que, como ya señalé, sugiere el título del libro.

La memoria construye un yo y una identidad, fundamentada y autopresentada desde lo plural. Hay una memoria colectiva, una ficción de escritura a varias voces que en este sentido Glantz comparte con otras escritoras mexicanas. Recordemos la crónica colectiva La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska. Podría aventurarse que esta elección imprime una marca ideológica en ambos textos: democratizar el espacio de la escritura a partir del descentramiento de la voz narrativa. Pero lo que en Poniatowska es un «pueblo» que habla y rompe el silencio, en Glantz es una «familia» que se sostiene a partir de una memoria compartida.

La mezcla y la apuesta a la pluralidad aparece trabajada desde el collage al presentar y describir el entorno y los objetos convocados por el recuerdo. El resultado es un texto cruzado por palabras en bastardilla que resaltan y se recortan desde la diferencia tipográfica así como por el sonido. En este nivel, la escritura —que se ficcionaliza especialmente como fiel transcripción— opera en los límites de una labor traductora, pero en otras ocasiones la incrustación posterga el sentido de la palabra citada, voz diferenciada de la de la autora, prueba indiscutible y retazo de la vida y de la voz de sus padres:

En casa de mi padre se comía todo lo que comían los campesinos rusos, separando cuidadosamente (eso sí) la carne de la leche, por eso mi padre asegura que los niños judíos de teta no son judíos kosher, pues mezclaban sabiamente las dos cosas. Esa forma de comer, absolutamente religiosa, obligó a mi abuelo, cuando vino a México, a no permanecer en casa de mis padres porque la comida era treif (impura). (p. 24)

En ese continuo juego de restablecer por medio de la escritura un sistema de costumbres, el saber y las prácticas de una porción de la colectividad judía en el exilio y las huellas del grupo en la descendencia, la autora reduce la distancia que se adivina a veces como infranqueable.

El esfuerzo de provocación de la memoria, la organización basada en preguntas que se repiten, episodios que la autora quiere precisar o aclarar es el eje sobre el que gira esta autobiografía genealógica. La escritura cumple una doble función, en conjunción con la doble función de toda autobiografía: construye un personaje yo que guarda identidad con la autora y narradora del relato en su totalidad y fija un pasado público que merece ser recordado. Y aquí nos acercamos a uno de los nudos del texto, ese que guarda íntima relación con el linaje que se revisa toda vez que alguien decide blanquear su árbol genealógico.

Este punto nos remite nuevamente a la noción de fundación. Su familia y, en especial, sus padres se presentan como padres fundadores. La fundación se produce como consecuencia del autoexilio. No se funda una ciudad como las que se fundan en las crónicas de la conquista, corpus que Margo Glantz ha estudiado reiteradamente, sino, in crescendo, una pareja, una familia, una comunidad, lejos del núcleo nacional.

Es la práctica de la fundación —mostrada por la autora como tal— la que articula una serie de actos que se resignifican en la memoria: su padre es el primer crítico teatral, crea la revista La Semana (Die Voj) de crítica teatral, instala una galería de cuadros de importantes pintores mexicanos en su restaurante Carmel de la Zona Rosa y su madre es una de las primeras mujeres que estudia medicina y trabaja, cuando no es común que las mujeres estudien y aún menos trabajen.

Se trata de vidas memorables, interesantes, transgresoras de cánones y estatus establecidos. Parte del prestigio que se juega en estas páginas, buena parte de ese prestigio, es intelectual ya que sus padres conocen y establecen lazos de amistad con escritores, pintores, intelectuales de la época. El texto aparece cruzado por referencias a Trotski, Maiakovski, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Diego Rivera, Lupe Marín, Frida Kahlo, Octavio Paz, Juan García Ponce, Juan de la Cabada, Sergio Pitol, María Félix, Manuel Puig, Juan José Arreola, Isaac Bábel, Marc Chagall. El libro da cuenta de la vida intelectual en el nacimiento de una ciudad moderna, con reuniones diarias en el Café París y en Las Cazuelas.

La escritora, la hija que aprende a leer en la biblioteca paterna, la autobiógrafa que cede ante los hechizos de la voz familiar dirige el recuerdo y posee el suficiente poder y autoridad para articular las rituales conversaciones familiares, material básico del texto. En una segunda instancia, operará como compiladora a la vez que memoriosa de su propia historia, que cobra mayor fuerza y presencia hacia los capítulos finales del libro, en los que se desdibuja la imagen de los padres y surge como figura central la hija, apéndice obligado, con la cancelación final al precisar los lugares y los años de la escritura del texto.

La función que la autora le asigna a la escritura es la de ser recolectora de voces y fragmentos, voces de lenguas disímiles, fragmentos de retratos y recuerdos personales y familiares. La letra aparece acompañada, ilustrada en cierta forma, reforzada su calidad de «relato de vida verdadero» por medio de fotos que se van intercalando. Prevalecen aquellas en las que aparecen varios integrantes de la familia Glantz y solo se incluyen los retratos de su padre y de su madre.

La escritura autobiográfica, este cruce entre autobiografía y genealogía, instaura el tres que desplaza al uno. Padre, madre e hija reviven por los logros de la escritura el triángulo edípico que esconde el autorretrato, en gran medida el origen de su historia intelectual, en la convocatoria de sus progenitores. Se apuesta a la disposición de la propia imagen desde las imágenes de los otros.

Es ese común denominador de lecturas el presupuesto básico del cual se parte: la memoria autobiográfica es a la vez una memoria auditiva —por los retazos de las historias que escucha— y una memoria visual —por los otros textos que convoca—. Ambos niveles se igualan porque esta autobiografía es, además, una apuesta doble a la vida y a la literatura, incluido el cine. ¿No es acaso eso toda autobiografía? Dice Margo Glantz: 

Mi abuela usaba faldas anchas que ahora todos conocemos, después de leer o ver El tambor de hojalata; debajo de ellas escondió a mis dos tías, Jane y Mira, jovencitas de dieciséis y diecisiete años. (p. 43)

El relato que, en mosaicos, sus padres van armando sobre los episodios de la Revolución rusa cobra una dimensión mayor, se resignifica y se vuelve más cercano, más legible, al ser cotejado con el recuerdo que las novelas sobre la Revolución mexicana han dejado en la autora. El lenguaje y la literatura, el espacio simbólico y en especial el imaginario literario participan como reparadores del no-saber de la autora. Como una puesta en abismo, el texto pide ser leído en esa misma clave: convocando a la propia historia personal y al universo de lecturas propio.

No hay angustia frente a lo que el discurso no puede transmitir. No hay problematización acerca de la representación, o la relación entre escritura e historia. Más bien hay allí sí un conocimiento —literario, psicoanalítico, teórico en general— que arroja luz de manera implícita sobre el proceso de apropiación del recuerdo. El espacio simbólico, el arte en sus diversas facetas, es el alimento del que se nutre la autora y su autobiografía. Esta es la herencia sostenida y, desde esta herencia, el texto se presenta como piedra constructora que viene a sumar su voz —sus voces— al espacio canónico de la autobiografía.

 


 


NOTAS

[1] Philippe Lejeune: «El pacto autobiográfico» y Sidonie Smith: «Hacia una poética de la autobiografía de mujeres», en La autobiografía y sus problemas teóricos, suplemento 29 de Anthropos, Barcelona, diciembre de 1991.

[2] Margo Glantz: Las genealogías, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 15.

[3] Paul de Man: «La desfiguración», en La autobiografía y sus problemas teóricos.

 

Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Señales de una autobiografía: Las genealogías de Margo Glantz», en Monographic Review/Revista Monográfica, Vol. IX: Hispanic Literary Autobiography, Texas, 1993.

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