El género testimonial: identidades y ámbitos culturales
Los testimonios Si me permiten hablar... de Moema Viezzer; iAquí también Domitila! de David Acebey; Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia de Elizabeth Burgos; Biografía de un cimarrón, La canción de Rachel y Gallego de Miguel Barnet; Los hijos de Sánchez y Antropología de la pobreza de Oscar Lewis, entre otros, surgen a partir de la articulación entre la experiencia personal de un testimoniante y su vínculo con la comunidad, el sector o grupo social al que pertenece y, de alguna manera, representa. Si bien detrás de estos títulos se encuentra la labor de un escritor —algunos de reconocida trayectoria—, es el aspecto social del relato lo que impulsa, sobre todo, la publicación de cada testimonio.
Domitila Barrios expresa en la edición de Viezzer: «La historia que voy a relatar, no quiero en ningún momento que la interpreten solamente como un problema personal. Porque pienso que mi vida está relacionada con mi pueblo»[1] y Rigoberta Menchú sitúa en el mismo lugar su relato al formular que su biografía no sintetiza, aunque si representa, a su comunidad. Lewis se propone «ofrecer al lector una visión desde adentro de la vida familiar, y de lo que significa crecer en un hogar de una sola habitación, en uno de los barrios bajos ubicados en el centro de una gran ciudad latinoamericana que atraviesa por un proceso de rápido cambio social y económico».[2] Por su parte, dice Barnet: «Las confesiones de Rachel, su azarosa vida durante los rutilantes años de la belle époque cubana, las conversaciones en los cafés, en las calles, han hecho posible este libro que refleja la atmósfera de frustración de la vida republicana».[3] En todos los casos, escritores y testimoniantes afirman este cruce constante entre lo individual y lo social, que se presenta como uno de los rasgos específicos del género. Barnet lo define con el término de «reflejo», no en alusión al concepto de «mimesis» o representación, sino con el sentido de representatividad.
Esta característica que trasciende al individuo, y permite la revelación del entramado social y cultural al que este pertenece, convoca el trabajo de composición, transcripción y escritura que da lugar al libro, un objeto cultural que posibilita la circulación de cada relato individual. El origen radica en una feliz coincidencia: el interés del autor por cerrar una labor a través del acto de escritura y la importancia que para cada testimoniante tiene que, por una u otra razón, el relato de su vida tome público conocimiento.
Así, para Rigoberta Menchú el objetivo es dar a conocer las costumbres de su pueblo, reafirmar y reivindicar la singularidad de su grupo. Este propósito la lleva a seleccionar todo aquello que transmite y a guardar zonas de secreto que le permiten asegurar la conservación de sus prácticas y diferencias culturales. Es evidente que Burgos Debray capta su intención y respeta aquellas marcas que aseguran que el diálogo y el trabajo de mediación entre oralidad y escritura no contaminan ni oscurecen la palabra de Rigoberta. Las diversidades lingüísticas mantienen las diferentes identidades culturales y las prácticas que dan lugar a una memoria sociocultural que se define desde la pluralidad y la negación de una labor reduccionista de traducción, homogeneizadora. La mezcla engañosa, la proclama rápida de una igualdad —atractiva para muchos y solo efectiva para unos pocos— se deja de lado, y el intercambio cultural se defiende a partir del respeto y resguardo de las diferencias, que se expresan de manera intensa a través del lenguaje. Incluso, las categorías clasificatorias como etnia y género son sometidas a cruces y combinaciones, como puede advertirse en los pasajes en los que Rigoberta Menchú compara las actividades de los hombres y las mujeres de su comunidad, de los niños y los adultos, de los indígenas y los ladinos.
Jean-Marie Benoist plantea en el seminario La identidad de Claude Levi-Strauss una oscilación entre la identidad propia de cada individuo y la identidad universal que atiende a la «naturaleza humana». En todos estos testimonios, la fluctuación se da de modo continuo entre la construcción de la identidad de quien testimonia, a partir del relato de su vida y sus experiencias, y la identidad no de toda una «naturaleza humana» sino, justamente, de un grupo que es diverso de aquel al que el escritor pertenece. Pero esa construcción doble, en torno a una identidad cultural y a un ámbito, connota de diversas maneras y aparece modulada con distintos sentidos en cada testimonio. Como ya señalé, Rigoberta Menchú reafirma la diferencia de su grupo al brindar su relato y al depositar toda la confianza en la fuerza constructora de la escritura, mientras que Domitila Barrios les impone a los respectivos libros de Moema Viezzer y David Acebey la fuerza performativa de todo discurso político: la posibilidad de un cambio. Dar testimonio, permitir y, en cierto modo, también provocar que estos testimonios salgan a la luz forma parte de las estrategias llevadas a cabo en la lucha por la liberación de su pueblo. Se sostiene la identidad del minero, se relatan sus costumbres, pero lo más importante es que se pretende modificar, mejorar su vida.
En el caso de los testimonios de Lewis y Barnet, la construcción de esa doble identidad que remite a lo individual y a un ámbito cultural deviene de las características y del material que sustenta el propio relato, no de una expresa voluntad de construcción a cargo del testimoniante. La búsqueda tiene su origen en los propios autores: el método de entrevistar con una grabadora inaugura un tipo de trabajo antropológico en relación con la construcción y divulgación de identidades y sectores culturales.
Muchos testimoniantes presumen desde el principio al escritor en la figura de quien escucha, de modo tal que la escritura adquiere para ellos un valor significativo; se convierte en una suerte de don que remite a un saber hacer, al manejo de un conjunto de destrezas especiales que asegurarán la efectividad de la empresa conjunta. Este don supera la oposición alfabeto/analfabeto, no se juega en los términos de saber escribir/saber leer, sino en los alcances del dominio de un oficio. En cierto sentido, Gabriel García Márquez también interpreta la labor del escritor como un don cuando dice en la introducción a La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile que la voz de un escritor no es intercambiable; se preocupa por diferenciar la labor del escritor de la del transcriptor. Este criterio parece estar polemizando con una sentencia original del género que prometía la borradura del escritor tras la fórmula de «dar la voz a quienes no la tienen». En los casos mencionados, no se trata solo de escuchar, sino de escribir, de darle forma a aquello que el otro entrega de modo oral, a través de sus palabras.
Los autores de testimonios, y muchos de quienes brindan su historia, muestran su confianza en la escritura como constructora de identidades, ámbitos y acontecimientos. Se define en el enmarque de cada libro o en el relato mismo el poder que le asignan como práctica social y el peso que adquiere en la constitución, difusión y articulación de espacios y sujetos culturales. Esto implica reconocer a priori que sin escritura no hay historia y que la escritura permite dar a conocer una identidad y también preservarla.
Es muy significativo cómo todos estos testimonios manifiestan la existencia de un vacío anterior a ellos, una ausencia de escritura, al recurrir al uso indistinto de los términos «documento», «historia» y «testimonio». En este sentido, todos se construyen como inaugurales y muestran el propósito de reparar ese vacío anterior. Dice Barnet en Biografia de un cimarrón: «En Cuba son escasos los documentos que reconstruyan estos aspectos de la vida en la esclavitud. De ahí que más que una descripción detallada de la arquitectura de los barracones, nos llamara la atención la vida social dentro de estas viviendas-cárceles».[4] Moema Viezzer asegura: «Es bastante escasa la documentación escrita a partir de experiencias vividas por gente del pueblo. En este sentido, este relato puede llenar un vacío y constituir un instrumento de reflexión y orientación, útil a otras mujeres y hombres entregados a las causa del pueblo en Bolivia y en otros países, particularmente de América Latina» (p. 2).
Así, el testimonio se constituye en herramienta de trabajo para el autor, que justifica y da a conocer su labor mediante la escritura, y para el propio testimoniante, que reafirma la singularidad y la memoria de la comunidad a la que pertenece o desliza a través de su palabra el deseo de un corte en la historia. La reiterada denuncia de esta ausencia de escritura anterior autojustifica la existencia del género, reafirma una y otra vez su lugar de inédito y el abismo al que se asoma cada libro al buscar hacia atrás un referente textual. De ahí que el género se sostenga sobre una superposición de matrices textuales y que recuerde la labor constructora del discurso de la historia y de los medios de comunicación.
La escritura se presenta como forma privilegiada de la circulación del conocimiento; como moduladora y receptora de los movimientos, las transformaciones y las diferencias que conforman a las comunidades y a los sectores culturales. En cada caso, se trata de un antes y un después de la escritura. Con la publicación de cada testimonio algo se transforma: se da a conocer una verdad silenciada y se apuesta a la importancia de ese conocimiento. El género testimonial desborda de optimismo al declarar con matices de voces y tonos que la tarea de escribir es importante para la historia de la humanidad. A diferencia de la crisis por la que han pasado otros géneros literarios, parece depositarse una confianza incondicional en la fuerza edificadora de la escritura.
De esta manera, muchos de los testimonios que solo parecen dar cuenta de acontecimientos también argumentan sobre la reconstrucción de identidades y ámbitos culturales que remiten a constantes o coyunturas propias de algunas políticas nacionales. En Relato de un náufrago, por ejemplo, esta característica resulta más transparente, por el componente absurdo, fantasioso, difícil de someter a la lógica que entra en la esfera del imaginario que Gabriel García Márquez le atribuye a la identidad caribeña. Los motivos del naufragio y, en especial, la versión oficial que el gobierno de Rojas Pinilla construye sobre los hechos, y que este testimonio desmiente, confirma la estrategia: «La dictadura, de acuerdo con una tradición muy propia de los gobiernos colombianos se conformó con remedar la verdad con la retórica».[5] El naufragio se construye como acontecimiento en su singularidad, pero se lee desde una constante que articula un elemento de interpretación de la realidad colombiana.
Cuando Norberto Fuentes abre su Cazabandidos diciendo: «Les hablo de la mejor época», y salta en el fichero de cierre del «objetivo de los bandidos» a los «primeros bandidos en Cuba», también está mostrando esa oscilación, que en los testimonios que se centran en la construcción de identidades y ámbitos culturales es mucho más evidente gracias al juego argumentativo de quien testimonia.[6] Lo mismo ocurre con Operación masacre de Rodolfo Walsh y La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, en los que la reconstrucción de los episodios es tan fuerte que lo demás se vuelve opaco, menos audible. Sin embargo, si bien la función principal de estos dos libros es inscribir los sucesos, sacarlos del olvido, también se hace referencia en ellos a una tradición política en el uso del poder y a la resistencia de los ciudadanos. En ambos, se tiene en cuenta la existencia de determinados roles sociales e históricos propios de cada país, que incluyen al revolucionario, al traidor, al represor, y aspectos que permitirían restablecer otra oscilación, esta vez entre acontecimiento e identidad, como si se escribiera a la vez sobre una singularidad y una constante.
Sin perder su objetivo, estos escritores revelan el juego de identidades y ámbitos culturales en cruce con la historia y la política de cada nación en un momento preciso. Desde la construcción de los episodios, también confiesan el anhelo de un cambio social depositado en la escritura.
NOTAS
[1] Moema Viezzer: Si me permiten hablar…, México, Siglo XXI, 1984, p. 13.
[2] Oscar Lewis: Los hijos de Sánchez, México, Grijalbo, 1986, p. XXI.
[3] Miguel Barnet: La canción de Rachel, La Habana, Letras Cubanas, 1985, p. 15.
[4] Miguel Barnet: Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979, p. 8.
[5] Gabriel García Márquez: Relato de un náufrago, Bogotá, Oveja Negra, 1987, p. 9.
[6] Norberto Fuentes: Cazabandidos, Montevideo, Libros de la Pupila, 1970, p. 7.
Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «El género testimonial: la escritura como construcción de identidades y ámbitos culturales», en Cuadernos de Marcha, Tercera época, Año IX, núm. 101, Montevideo, enero/febrero de 1995.