Hacer la historia: testimonios escritos por sus protagonistas
Podríamos repensar el género testimonial replicando la estrategia de Philippe Lejeune, que reflexiona y teoriza sobre la autobiografía y su relación con las memorias, la biografía, la novela personal, el poema autobiográfico, el diario íntimo y el autorretrato o el ensayo, y establecer elementos análogos y rasgos claramente diferenciales entre todos ellos. En este sentido, el testimonio comparte con las memorias la fluctuación continua y estructurante entre yo y los otros, ambos protagónicos, o, si se quiere, la construcción de un nosotros a partir de un yo que se dibuja de manera menos categórica que en la autobiografía.
En el género testimonial, el yo de quien recuerda se construye a partir de diversos y sutiles grados de representatividad, en relación con una comunidad o con una situación histórica que excede a la propia persona y parece convocar una escritura en serie. Pero a diferencia de las memorias y de la autobiografía, que avanzan sobre una suerte de diseminación del recuerdo (a veces a saltos, y de modo simuladamente espontáneo), el testimonio da cuenta de una memoria en cierto sentido monotemática, que se articula de manera concentrada en torno a un acontecimiento histórico, a un ámbito o a una identidad cultural, histórica, social.
Ante la diversificación abarcadora del recuerdo propia de las memorias, a su fuga irregular y sorpresiva, y al afán expansivo de la autobiografía por la mayor porción de vida posible —la que va, por lo menos, del nacimiento al momento de la escritura—, el testimomo muestra la direccionalidad de aquellos recuerdos que persiguen y modulan el objeto que intentan construir.
A pesar de que el testimonio se organiza y avanza sobre un yo centralizador y selector de recuerdos, no se trata de recuperar en este caso la originalidad que ofrece cada vida, tal como señala Georges Gusdorf en relación con la autobiografía, o de establecer, en el decir de Lejeune, «la historia de una personalidad» sino, precisamente, de mostrar cómo el yo se construye de modo pendular, en la intersección que se dibuja entre la experiencia individual y las constantes sociales.[1] Los centros del recuerdo exhiben la marca de quien ha vivido y muestran cierta ejemplaridad de su experiencia, siempre en vínculo estrecho con un recorte humano más amplio.
Una característica constante del género testimonial es la presencia de un foco que mueve los destinos del recuerdo y de la escritura, algo así como un núcleo detonador al que se vuelve después de cada desvío. En este sentido, pueden visualizarse como núcleos organizativos la vida y el desenvolvimiento fuera del ámbito de la ciudad del Frente Sandinista de Liberación Nacional en La montaña es algo más que una inmensa estepa verde de Omar Cabezas; el surgimiento, la organización y las acciones liberadoras del Ejército Revolucionario en Pasajes de la Guerra Revolucionana de Ernesto Che Guevara; la permanencia en la cárcel como consecuencia de una situación ilegal y la revelación de esa circunstancia en Los días y los años de Luis González de Alba y Los procesos de México 68. Tiempo de hablar de Eduardo Valle, Raúl Álvarez Garín y José Revueltas; el exilio y la organización de la resistencia frente a la dictadura de Pinochet en Un día de octubre en Santiago de Carmen Castillo; la Cuba posrevolucionaria desde una visión anticastrista, absolutamente crítica, en Persona non grata de Jorge Edwards.
De modo semejante, La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia de Elizabeth Burgos, Operación masacre de Rodolfo Walsh y Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet, entre otros, presentan organizaciones precisas, con un sentido unívoco de la memoria, lanzada hacia el blanco al que se dirige el relato, sea este el episodio, la identidad o el sector cultural del que se quiere dar cuenta.
En cada uno de los testimonios mencionados puede observarse la relación triangular que se establece entre estos tres elementos: 1) el autor o la autora como entidad responsable del producto final que llega al lector, 2) el testimoniante y 3) el acontecimiento, el ámbito y/o la identidad cultural que cada texto construye o reconstruye. A partir de la recurrencia de estos tres elementos puestos en juego y de la particular modalidad con que cada testimonio resuelve esta relación, se da el parentesco genérico entre texto y texto, a la vez que el incremento o la diferencia que justifica su publicación.
Esta figura, que se articula de manera diversa gracias a una amplia variedad de combinaciones y modalidades posibles, permite establecer, en una primera instancia, dos grandes grupos dentro del género testimonial: aquellos testimonios escritos por los propios protagonistas, en los que coincide la identidad del autor y la del testimoniante, y otros en los que el testimonio surge de una disposición de prácticas y saberes diferenciados, de una no coincidencia de identidad entre autor y testimoniante. Sin embargo, en muchos de los discursos críticos sobre el género, este segundo grupo se aborda como si se tratara de todo el corpus testimonial.
Jean Franco, Hugo Achúgar y John Beverley, por ejemplo, toman el testimonio como un género en el que oficia un mediador, ya sea bajo la figura del «letrado solidario» o del intelectual democratizador.[2] Hasta tal punto la función del mediador se torna determinante en estos planteos que, en los casos de los testimonios protagonizados y escritos por la misma persona, se habla de ausencia de mediador, como si se tratara de un caso particularmente especial dentro de las reglas de formación genérica. La idea del autor como un puente de conexión entre la experiencia y la escritura parece ser rotunda, se defina como presencia o como omisión. Por esta razón, se ha vuelto un lugar común pensar el testimonio como una práctica de escritura reparadora. Desde esta mirada crítica que no establece distinciones, el escritor de testimonios se convierte en una figura intermediaria para que otro —diferente y marginal; ajeno a las reglas del sistema literario, periodístico, histórico o antropológico— pueda irradiar su conocimiento a través del ejercicio de alguien que, en cierta medida, lo apadrina por gozar del don o del prestigio de la palabra escrita.
¿Cómo se insertan entonces en este corpus genérico los testimonios escritos por sus protagonistas? ¿Cómo pensar estos textos en los que no es necesario justificar desvíos, manipulaciones o pasajes de un sujeto que hace memoria a otro sujeto que convierte en escritura el producto de esa memoria? ¿Es pertinente sostener que el testimonio, sin excepciones, es «la autobiografía del iletrado» y que surge a partir de una necesaria relación de solidaridad con el subalterno?
Porque en el testimonio se orienta de manera significativa la trayectoria del recuerdo, se revela desde un comienzo, a veces hasta obsesivamente, aquello que se desea construir. Es por eso que, así como la biografía provoca la creación de versiones pacíficas o en pugna sobre un determinado y reconocible nombre propio, cada testimonio escrito por su protagonista ofrece desde la singularidad del yo una versión única. Como observa Gianni Vattimo, el testimonio solo puede ser pensado como una construcción subjetiva a causa de la parcialidad que implica ser testigo. De ahí su aspecto provocador y de continua polémica. Las posiciones desde las que se testimonia se adivinan como excluyentes: nadie puede vivir otra experiencia que la propia y el modo de relacionase con los acontecimientos, de insertarse en la historia es irrepetible de un sujeto a otro.
Dice Vattimo: «Testimonio, cómo término filosófico y teológico, evoca el pathos con el que el existencialismo ha considerado, partir de Kierkegaard, la irrepetible existencia de lo singular, su peculiar e individualísima relación en la cual la persona está totalmente, y sólo ella en el fondo, comprometida».[3] Se trataría, entonces, de la construcción de una verdad filosófica en el sentido de «ser la verdad de la existencia de quien la profesa y la propone al mundo».
Otra parece ser la causa que provoca la necesidad de argumentar sobre un suceso o reconstruirlo. Roger Chartier observa: «Cuando se escribe para los pares no se necesitan los elementos de una argumentación, y las pruebas que se deben dar no son necesariamente las mismas que cuando se escribe para otro público».[4] Esta diferencia sustancial es la base de la propuesta en el testimonio del Che, que revela la necesidad de hacer «una historia» de la Revolución cubana y convoca el recuerdo y la escritura para que «se desarrolle el tema por cada uno de los que lo han vivido». Por otra parte, en la carta que cierra su testimonio, Carmen Castillo marca el límite filoso en el que se sitúa quien escribe como protagonista: es una militante, pero su palabra no expresa a «toda la militancia». Se pretende extender el conocimiento sobre un suceso para clarificarlo o rebatir otras versiones, pero el testimonio personal no es objeto de un cierre, sino un pedido de continuidad de escritura.
En el caso específico de Persona non grata, Jorge Edwards refiere la existencia de tres versiones de su testimonio y los conflictos que surgieron no solo por la censura de los otros sino como consecuencia de su autocensura. Plantea, por otra parte, un problema en torno de la variación de la propia identidad de quien escribe, expuesta en la letra y provocada por el ineludible paso del tiempo: el hombre de la versión anticastrista de 1971/1972 no es el mismo que modifica y prologa la segunda versión de 1982. Sin embargo, la firma es la misma, más allá de los diferentes momentos por los que atraviesa la escritura.[5]
La clara noción de versión que exhiben los testimonios provoca la organización de los mismos en series. De este modo, se constituyen grupos o cadenas de testimonios sobre la Revolución cubana, la Revolución nicaragüense, la dictadura militar en Chile, la dictadura militar en Argentina, la matanza de Tlatelolco, la guerra de Malvinas o, por ejemplo, los testimonios de mujeres, de presos políticos, de exiliados, de víctimas de violaciones. En cada una de las respectivas series, los textos en los que protagonista y autor coinciden establecen zonas de consenso o de confrontación. Dice Carmen Castillo: «A todos aquellos que hoy continúan la misma historia les pido que se encarguen de que este relato resulte lo más incompleto e individualista posible».[6]
Este tipo de declaración, así como la emergencia de testimonios diversos en torno a un mismo objeto o tema, destierra la idea de totalidad o de verdad absoluta. Este relativismo o limitación asumida y hasta declarada de la parcialidad que conlleva el acto de testificar es mucho menos evidente en el caso de los testimonios mediatizados, en los que la carga de la representatividad del yo y la fuerza constructora tanto del testimoniante como del compilador o editor se muestran con el afán de abarcar el todo a la hora de dar cuenta de la relación entre comunidad e individualidad.
El conjunto de los sujetos que asumen la práctica de escritura de sus experiencias es muchísimo más variado, y se presenta de modo más diversificado que en el caso de las mediatizaciones oficiadas, por ejemplo, por un transcriptor o editor. Cada testimonio es diverso por ser el relato de una experiencia personal, de un particular testigo o protagonista, y es, por lo mismo, un discurso pensado como necesario y digno de ser conocido en la medida en que todo protagonismo lo es. Particularmente, algunos testimonios son doblemente fundantes, e incluso excepcionales, porque dan origen a una nueva mirada y a un sujeto de escritura cuya práctica habitual no es precisamente la de escribir.
Ser protagonista y organizar por escrito un testimonio abre la posibilidad de coexistencia, dentro del género, de posiciones antagónicas: víctimas de la tortura y victimarios, representantes del poder y ciudadanos, policías y presos políticos. Por otro lado, hay que considerar que no todos los testimonios de este tipo son públicos ni circulan editados como libros. En el caso de los regímenes autoritarios, muchos testimonios pasan de mano en mano, como ocurre después de 1968 en México, o a partir de 1973 en Chile, y de 1976 en Argentina. Emergen de la clandestinidad más absoluta.
Si en los testimonios mediatizados la experiencia, el protagonismo histórico y la escritura son prácticas paralelas destinadas a no cruzarse, en los testimonios escritos por sus protagonistas se presupone que solo quien ha vivido ciertas experiencias particulares está autorizado a hacerse cargo de la escritura de las mismas. La transacción «tú me cuentas y yo lo escribo» o «tú eres a quien le han pasado cosas pero yo puedo darles la forma que tú no puedes darles» se desmorona.
En los testimonios escritos por sus protagonistas se diluyen los enmarques típicos del testimonio mediatizado. Los prólogos (Persona non grata, Pasajes de la Guerra Revolucionara), las introducciones (Los procesos de México 68. Tiempo de hablar), los glosarios (La montaña es algo más que una inmensa estepa verde), los índices onomásticos (Persona non grata) y las cartas (Un día de octubre en Santiago), por ejemplo, no constituyen espacios legalizadores de la apropiación, sino que plantean algún tipo de cuestión a cargo del testimoniante-autor sobre la relación entre discurso e historia. En el caso particular del testimonio de Cabezas, estos interrogantes acerca de la escritura se desplazan y aparecen, en diferentes oportunidades, en todo el testimonio. Incluso su interpretación sobre el lenguaje coloquial, el peso de las descripciones y, en especial, el uso de las malas palabras para adoctrinar funcionan como una puesta en abismo del propio texto.
Ese coloquialismo que agrada a Julio Cortázar, como puede verse en la contratapa de la edición nicaragüense, no presenta la tensión entre oralidad y escritura propia de los testimonios mediatizados, sino que parece responder a un rasgo canónico de transcripción testimonial, o a la simple construcción de una oralidad escrituraria. Sea una u otra la razón, Cabezas pone en escena convenciones de acercamiento entre escritor y lector a través de exhortaciones, preguntas para convocar la atención, uso de cláusulas del discurso oral, repeticiones y la presencia constante del «vos».
Un aspecto importante y diferenciador en todo este conjunto de textos es la referencia a otras escrituras, el planteo del testimonio como contraversión y la convocatoria para sumar puntos de vista. En esta línea se precisan las modalidades de participación y se refuerza el pacto de veracidad que los testimonios establecen para ser leídos e interpretados. El Che, por ejemplo, se instala como protagonista en casi todo su testimonio y, a veces, solo como testigo presencial de algunos sucesos. Pero en varios pasajes aclara que la información que transmite no es directa, sino que proviene de otro observador o protagonista. Estas especificaciones refuerzan la pretención inicial de su texto: «Sólo pedimos que sea estrictamente veraz el narrador, que nunca para aclarar una posición personal o magnificarla o para simular haber estado en algún lugar diga algo incorrecto».[7]
En este grupo de testimonios, hacer la historia implica la doble resonancia de protagonizarla y narrarla. Se trata a la vez de ser actor en el suceso y de lograr la trascendencia del mismo a través del vínculo que la escritura tiende entre pasado y futuro. En la construcción que llevan a cabo los autores-protagonistas, tal como ocurrió con las crónicas del siglo XVI, ser testigo y sujeto de escritura son las dos caras de una misma moneda, dos mandatos inseparables, dos formas de acción necesariamente sucesivas.
NOTAS
[1] Véase Georges Gusdorf: «Condiciones y límites de la autobiografía» y Philippe Lejeune: primer capítulo de Le pacte autobiographique (Paris, Seuil, 1975), incluidos en el Suplemento núm. 29 de Anthropos. La autobiografía y sus problemas teóricos, Barcelona, diciembre 1991.
[2] Véase al respecto la compilación de Hugo Achúgar y John Beverley: La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa, número especial de Revista de crítica literaria latinoamericana, Año XVIII, núm. 36, Lima, 2do. semestre de 1992; Hugo Achúgar (comp.): En otras palabras, otras historias, Montevideo, Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades, 1994; Jean Franco: «Invadir el espacio público, transformar el espacio privado», en Debate feminista, Año 4, núm. 8, México D. F., 1993 y «Si me permiten hablar: la lucha por el poder interpretativo», en Casa de las Américas, núm. 171, La Habana, noviembre-diciembre 1988; Claudia Montilla V.: «El testimonio: una manera alternativa de narrar y de hacer historia», en Texto y contexto, núm. 28, Bogotá, Universidad de los Andes, septiembre-diciembre 1995.
[3] Gianni Vattimo: Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, Barcelona, Ediciones Península, 1990, p. 43.
[4] Noemí Goldman y Leonor Arfuch: «Historia y prácticas culturales. Entrevista a Roger Chartier», en Entrepasados, Año IV, núm. 7, Buenos Aires, fines de 1994, p. 146.
[5] Sobre la distancia y la escisión entre el yo que escribe y el yo que recuerda, véase Nora Catelli: El espacio autobiográfico, Barcelona, Editorial Lumen, 1991.
[6] Carmen Castillo: Un día de octubre en Santiago, México, Era, 1982, p. 159.
[7] Ernesto Che Guevara: Pasajes de la Guerra Revolucionaria, La Habana, Editorial de Ciencías Sociales, 1992, p. V.
Ensayo corregido para este blog; publicado en Fronteras en la literatura latinoamericana, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1996.