Las vanguardias latinoamericanas
Los procesos de modernización que han tenido lugar en la literatura latinoamericana han sido diversos y prácticamente sucesivos a partir del siglo XIX. En el horizonte de todos estos intentos —algunos deliberadamente explícitos y con mejores logros que otros— se recortan de modo significativo y casi unánime dos: el modernismo y las vanguardias históricas.
Es pertinente recordar que Rubén Darío ocupó la cúspide como propulsor de importantes modificaciones en relación con la profesionalización del escritor, la conciencia de una poética de escritura y la posibilidad de lograr la inserción de la literatura latinoamericana en la producción europea. Pero también es verdad que su propuesta sufrió un colapso con el correr del tiempo. Hoy, Darío poeta responde a un imaginario bastante distante de este presente poblado de imágenes y de fragmentaciones instantáneas.
No ocurre lo mismo si nos acercamos a las vanguardias históricas, cuya producción remite a las décadas de 1920 y 1930. Después de la lectura de la obra de Juan Carlos Onetti, José Emilio Pacheco, Julio Cortázar, Salvador Elizondo, Octavio Paz, Juan José Saer, Luisa Valenzuela o el propio Augusto Roa Bastos, no puedo dejar de pensar los textos de la vanguardia —me refiero tanto a la poesía como a la narrativa— como obras próximas, simultáneas, y no anteriores. Sin embargo, se trata de textos que guardan una diferencia de sesenta, setenta años.
Aunque hoy polemicemos sobre la permanencia de la edad moderna o la posibilidad de un corte, sobre la fragmentación estética y el montaje como modos de producción e incluso de percepción de nuestra realidad, sobre el predominio del ojo en la captación de mensajes y argumentos, los primeros testimonios y las singulares propuestas de ruptura y cuestionamiento de elementos claves de la institución y el código literarios tuvieron lugar en coincidencia con el inicio modernizador de las grandes ciudades latinoamericanas. Es el período de transformación que José Luis Romero señaló como el pasaje radical de las grandes aldeas a las modernas metrópolis («Las ciudades burguesas», en su libro Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1986).
En la producción escrita de los diversos grupos de las vanguardias latinoamericanas, en especial en los manifiestos, hojas murales y el rico entramado paratextual de prólogos y notas, puede advertirse una puesta en la página de la modernidad y la modernización a partir del conflicto. El primero, el sagital parece responder a un interrogante más aludido que expresamente dicho: ¿cómo ser a la vez objetos y sujetos de la modernidad? O bien: ¿cómo producir la modernidad desde la escritura misma, escapando de la simple tematización de las novedades? ¿Existe una única forma o hay modos de «fabricar» la modernidad además de disfrutarla o padecerla? ¿Cómo y qué producir en consonancia con la época moderna? El problema remite a la creación y no a la representación, tal como lo vislumbró críticamente, y con un toque de ironía, César Vallejo en su crónica titulada «Poesía nueva»:
Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado por palabras como «cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazz-band, telegrafía sin hilos», y en general, de todas las voces de las ciencias e industrias contemporáneas, no importa que léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras. (Crónicas, Tomo I. 1915-1926, México, UNAM, 1984, p. 132)
Cabría recordar también a los ultraístas, quienes resolvieron de manera muy clara esa búsqueda del lugar que debe ocupar el arte en relación con el ahora y el aquí cuando suplantaron la figura del espejo por la del prisma. En el «Manifiesto del ultra», publicado en Palma de Mallorca a principios de 1921, Jacobo Sureda, Fortunio Bonanova, Juan Alomar y Jorge Luis Borges afirman:
Existen dos estéticas: la estética pasiva de los espejos y la estética activa de los prismas. Guiado por la primera, el arte se transforma en una copia de objetividad del medio ambiente o de la historia psíquica del individuo. Guiado por la segunda, el arte se redime, hace del mundo su instrumento, y forja —más allá de las cárceles espaciales y temporales— su visión personal. (Hugo Verani: Las vanguardias literarias en Hispanoamérica. Manifiestos, proclamas y otros escritos, Roma, Bulzoni, 1986, p. 269)
Los escritores latinoamericanos no solo dan cuenta de estas cuestiones que fueron centrales en las polémicas del momento, sino que producen juntos, por suma de coincidencias y contrastes, un entramado de referencias intertextuales, de cruces estéticos y argumentaciones que modulan esos años desde la constitución y relevamiento de los inconvenientes y las maravillas que provoca la exigencia de estar a tono, de ser actual, joven y renovador en la apertura de este siglo y a pocos años de los festejos del centenario, en un momento clave para la consolidación de los proyectos políticos nacionales, en el tránsito hacia la búsqueda del propio rostro.
Los manifiestos y la literatura de vanguardia construyen una red semántica que va del escritor a la literatura, cruzados ambos por las innovaciones y los recientes objetos que modifican la percepción del tiempo y del espacio urbano. Los términos «contemporáneos», «actualidad», «modernos», «vanguardistas», «nuevo», «cosmopolitismo», «novedad», «renovación» atraviesan los textos como sinónimos de un «ser» más que de un «estar» de los artistas de la época. Algunos depositan en la figura individual del escritor la mayor carga modernizadora, tal es el caso de Huidobro, aun como líder del creacionismo, y de Jorge Luis Borges, quien reafirma los postulados ultraístas a la vez que recuerda la necesidad que el mismo grupo tiene de sostener las marcas personales. En «Al margen de la moderna lírica», Borges dice al referirse al ultraísmo:
Intentaré una exégesis. Es posible que muchos ultraístas hállense desacordes conmigo, por tratarse de un arte que traduce impresiones esencialmente individuales, que abandona la grey y busca al individuo. Las palabras que siguen quieren unánimamente ser la expresión de una actitud ante el ultra. No aspiran a un valor objetivo. (Verani, pp. 265-266)
Otros vanguardistas se inscriben a partir de descripciones e instrucciones que ayudan a precisar el objeto «poesía nueva», o centran su posición en la producción conjunta que tiene lugar a través de una revista que los representa globalmente, tal como ocurre con Amauta en el Perú, Revista de Avance en Cuba, Contemporáneos en México o la Revista de Antropofagia, que en 1928 lanza su primer número en Brasil con la publicación del «Manifiesto antropofágico».
En todos y cada uno de los casos, el espacio que ocupan las revistas literarias y culturales como vehículos de difusión y consagración de los autores y los diversos ismos es fundamental. Siguen, de alguna manera, algo que José Carlos Mariátegui señaló en «El artista y su época» (1925): «El renombre se fabrica a base de publicidad» (Textos básicos, México, Fondo de Cultura Económica, 1991). En este sentido, las revistas en América Latina cumplieron tres funciones determinantes para la consolidación y el éxito de las vanguardias: difusión de textos y poéticas europeas, publicación de autores vanguardistas nacionales y puesta al día de la producción que sinultáneamente tenía lugar en otros países latinoamericanos. Sus páginas transmiten el esfuerzo por crear el entramado cultural del veinte.
El espíritu de la época, ese presente que se pretende sostenido, parece por un lado determinar al artista de vanguardia y, al mismo tiempo, ser determinado, modelado por él. Esta noción de espíritu de la época cruza a coro muchas de las argumentaciones de los escritores vanguardistas, como puede observarse en los textos «Arte, revolución y decadencia» y «El grupo suprarrealista» de José Carlos Mariátegui, «Suma de poesía» y «Notas de un lector de poesía» de Bernardo Ortiz de Montellano y «Vanguardismo» de Jorge Mañach, recogidos todos en el libro de Verani.
En esa interacción de series irrumpe una fuerza creadora que es configurada por la idea de actualidad pero, a la vez, ella misma configura en cada texto la modernidad misma. Cuando los escritores anuncian que son modernos, vanguardistas o contemporáneos, no solo se sitúan como productos de la modernidad sino que, performativamente, le dan forma mediante el lenguaje, a través de la escritura.
En el contexto vanguardista, estos términos designan, en general, a aquellos que pretenden moverse a la velocidad que promete el siglo XX, y a los objetos y sujetos literarios. Es por esta razón que, si bien la denominación con la que cada grupo se nombra a sí mismo busca individualizar y marcar su identidad artística —estridentistas, ultraístas, creacionistas, minoristas, contemporáneos— cada uno de estos nombres, el alcance semántico de estos términos, arroja luz sobre todo el conjunto en una suerte de referencia metonímica. Los vanguardistas latinoamericanos nominalizan la suma del continente cada vez que se autonombran, extienden la descripción de la producción del momento cuando se recortan del resto. Todos pretenden ser contemporáneos. Todos producen textos estridentes y ultras. Todos discuten, aunque no coincidan exactamente en las propuestas, sobre lo que es escribir circunstanciado por el instante y sobre qué se entiende o qué se espera que sea un texto moderno.
A diferencia de Darío, que se niega a redactar un manifiesto al modo y uso de los escritores franceses de su tiempo, y que se destaca dibujando su perfil poético con la afirmación «mi poesía es mía en mí» al formular su concepción individual de la escritura, los escritores vanguardistas se mueven entre la consagración del nombre propio y la reafirmación del grupo. Muy pocos consiguen establecer un equilibrio entre producción individual y representatividad del conjunto, como ocurre con los mexicanos Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Jorge Cuesta, Carlos Pellicer, quizás porque hicieron prevalecer el estigma personal sobre la estridencia anterior. En términos generales, la firma que sella los manifiestos determina no solo las reglas y el destino de la alianza sino que se impone en la selección del sistema, como ocurre con la trascendencia de Manuel Maples Arce sobre todo el estridentismo o la consagración de Vicente Huidobro como el propulsor de la poesía pura a través de su texto instruccional Non serviam. Excepcionales son aquellos escritores que se resisten a formar ismos, que no redactan específicamente manifiestos pero producen artículos, crónicas y poemas desde los que argumentan y hasta polemizan sobre la modernización de la literatura latinoamericana, como ocurre con Vallejo y Neruda.
Como objetos de la modernidad, juntos construyen un imaginario cruzado por el avión, el aeroplano, la radio, el tranvía, el automóvil y el movimiento perturbador de las grandes capitales y urbes. Los objetos modernos y las nuevas tendencias se convierten en detonantes de escritura: los poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo, la canción del aeroplano de Manuel Maples Arce, los viajes en subway de Gilberto Owen, la preocupación de Novo por la fotografía, el reclamo de Bernardo Ortiz de Montellano de percibir la realidad con ojos nuevos o la preferencia de los martinfierristas por los trasatlánticos modernos en lugar de los palacios renacentistas. Pero también se incorporan al nuevo imaginario los juegos metatextuales, el cuestionamiento sobre los límites genéricos y la focalización de la escritura como objeto problemático. Estas cuestiones se advierten de manera reiterada en la narrativa vanguardista de la época. Piénsese, por solo citar unos pocos ejemplos, en «Una novela que comienza» de Macedonio Fernández Moreno, en La agonía. Novela escénica en tres actos de Ricardo Parada León, en «Filosofía del gángster» de Felisberto Hernández o en Macunaíma de Mario de Andrade.
En consonancia con lo que muestran y suscitan como necesidad de adquisición los anuncios publicitarios en los que una señorita escucha atentamente la radio, o se muestra reiteradamente en primeros planos la máquina de escribir Remington y se convoca a la participación de los nuevos y modernos cineclubs, algunos de los títulos de las revistas o de sus artículos hacen ingresar al plano de la escritura el cambio de vida en las ciudades. Es el caso, por ejemplo, de la revista mexicana Antena y sus publicaciones «Radioconferencia sobre el radio» de Salvador Novo, «Al pie de la antena» de José Manuel Ramos y las críticas encerradas al nuevo medio de comunicación en «Radio-tópicos». En la presentación, Francisco Monterde señala el origen de la revista:
Apareció en México al mediar el año 1924, cuando faltaba aquí una revista de ese tipo, y con ella se pretendía orientar a las nacientes radiodifusoras que empezaban a trasmitir programas de música selecta, con algo de literatura, antes de que las invadieran los mensajes mercantiles. (Antena, núm. 1, México, julio de 1924, p. 9. Edición facsimilar, junto con Monterrey (1930-1937), Examen (1932) y Número (1933-1935), México, Fondo de Cultura Económica, 1988)
Revistas y autores, también como centros de la modernidad, reformulan el lugar del artista y de la escritura: tematizan desde la condición de objeto estas cuestiones y descubren que la literatura, en especial el poema y el relato breve, pueden configurar ese mundo de objetos modernos, ser parte activa y representativa de la actualidad. De ahí que el salto de objetos a sujetos de la modernidad los obligue a plantear la creación de una literatura nueva, que tenga las propiedades adecuadas para insertarse en ese horizonte de temblores inquietantes y vertiginosos. Muchos deben conjugar este mandato generalizado de modernización de las letras con las propias coyunturas y necesidades nacionales, tal como lo anuncian, por ejemplo, los minoristas en Cuba o los líderes de Amauta en Perú y, como deja traslucir, desde el mismo nombre, Martín Fierro.
La relación con el pasado inmediato se plantea como una ruptura sin concesiones; salvo el caso particular de Nicaragua, donde se sostiene como figura rectora a Rubén Darío, señalado como maestro por José Coronel Urtecho. La vanguardia se instala en el borde fino y abismal de un presente concentrado, vivido desde la amenaza de la no permanencia. Precisamente los manifiestos nicaragüenses expresan la imperiosa necesidad de no quedarse fuera de la historia inmediata.[1] Por otro lado, aunque se plantea un optimismo y una euforia sin límites en el afán de crearlo todo nuevamente, asoman frases, como ocurre en «Al margen de la poesía moderna», en la que Borges confiesa su impresión de haber llegado tarde. Ser moderno se constituye en un desafío, una consigna irresistible para la época.
Los escritores vanguardistas intentan impactar, instalar en la sociedad el continuo acto de ruptura con las reglas culturales y las costumbres. Esto lleva a algunos a rechazar todo tipo de normativa y de programa a seguir. Sin embargo, muchos escritores perciben el riesgo que acompaña este proceso de cambio y les preocupa hallar un punto de equilibrio que les asegure cierta permanencia. En 1924 Evaristo Rivera Chevremont publica en Puerto Rico El hondero lanzó la piedra, en el que revela una interesante contradicción, tal vez representativa de los diversos actos y decires vanguardistas. En este texto extrema la ruptura con Darío, el soneto, la rima, los logros de Herrera y Reissig y Lugones, a los que observa como reliquias culturales, y marca la diferencia entre modernidad, siempre fluctuante y pasajera, y novedad, a la que reivindica desde el lugar del descubrimiento. Busca ser a la vez moderno y eterno.
Juan Marinello en su texto «El momento», publicado en 1927 en la Revista de Avance, observa la existencia de un canon vanguardista, asegura la extensión de lo que denomina como «nuevo credo», y predice para el arte de ese momento una vida más larga que la brevedad limitante de toda moda:
Y el nuevo credo va interesando a todas las minorías, no como moda destinada a una vida breve, ni como nueva manera de agradar al público que paga lo que está a sus precarios alcances comprensivos, sino como concepción nueva de la vida misma en cuanto ésta es sustentáculo de toda obra de honda y durable influencia. (Verani, p. 140)
Por su parte, hacia 1929, Félix Lizaso se pregunta en otro texto publicado en la misma revista: «¿Cuál será el rasgo que persista a pesar de todas las diferencias y se precise en el conjunto?», y observa que hay una constante, un elemento que se mantiene en el «aporte de la nueva fantasía» (Verani, pp. 152-154).
Las vanguardias parecen estar regidas por una ley física que ellas mismas reformularon al cambiar el eje del espacio por el del tiempo: a menor superficie, mayor presión. De ahí también que, como resultado de esa presión, de la concentración y coincidencia de pulsiones y energía para la renovación, los artistas vanguardistas cambiaran lo continuo y sucesivo por lo simultáneo e intermitente. Toda la producción de la época da cuenta de esa especie de aleph que constituyó un momento breve, preciso, radiante de la producción literaria latinoamericana.
En la década del sesenta, a través de lo que se denominó como neovanguardia, tiene lugar una suerte de retorno de esa instancia hiperproductiva, triunfante, eufórica de nuevas propuestas literarias presentadas coincidentemente en diferentes centros de América Latina y con gran repercusión en el extranjero. Se lograba así la recontextualización, en una escena ya massmediática y gracias a las nuevas leyes del mercado editorial, de los quiebres y novedades de lo que fueran muchos de los postulados y las visiones del veinte. La convocatoria al ojo; la formulación de un nuevo lector en cuanto a la participación en la producción de sentido que origina cada lectura; el fragmento como unidad mínima, intercambiable y síntoma de la discontinuidad, de la negación del todo y lo completo; la espacialización de la escritura, la materialidad de la letra y el blanco; el jaque mate a las purezas genéricas; las referencias metatextuales; el autor como personaje y la borradura entre texto y paratexto fueron algunos de los cambios intensos de las vanguardias, puntos que muchos años después, incluso, serían nodales en el discurso de la crítica y la teoría literaria.
Porque se ha producido una distancia considerable y conocemos lo que vino después, se puede sostener que el salto hacia la modernidad fue tan arriesgado a nivel escriturario que los textos vanguardistas, tras producir el estallido y la polémica, no pudieron ser asimilados por la propia escena moderna como objetos significativos de la modernidad. Obviamente faltó un discurso crítico que se pusiera a tono, que permitiera el ingreso inmediato de estas novedades valiosas en el sistema literario. Faltó un lector a la altura de las circunstancias, hecho que los vanguardistas advirtieron rápidamente, como puede verse en muchos de los artículos críticos de Jorge Cuesta, Jorge Luis Borges y José Carlos Mariátegui.[2] Ellos mismos tuvieron que hacerse cargo de la recepción de sus obras, con el viento a favor del intercambio fructífero que se desató a través de las revistas y las ediciones conjuntas y coincidentes.
Se construyeron como modernos a partir de una necesidad cultural y un reclamo interno de ruptura. Significativamente, hoy siguen siendo actuales y contemporáneos más allá del imaginario y de los términos oportunos que desplegaron en sus escritos. Es por esta razón que podemos citarlos, leerlos, reescribirlos, devorarlos al modo antropofágico de Oswald de Andrade y sentir que, por lo que la literatura dijo y sigue diciendo, la modernidad de las vanguardias latinoamericanas sobrevive, se desliza en los textos del presente y permanece hoy apostada entre nosotros.
NOTAS
[1] Véase «Ligera exposición y proclama de la anti-academia nicaragüense» (1931) y «Hacia nuestra poesía vernácula» (1932), recogidos por Verani.
[2] La producción crítica de los vanguardistas compite cuantitativamente con la producción poética. Como muestra, pueden observarse los tomos I (1915-1926) y II (1927-1938) de las crónicas de Vallejo (México, UNAM, 1984) y los ensayos de Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta y Salvador Novo recogidos por José Luis Martínez en El ensayo mexicano moderno, Tomo II, México, Fondo de Cultura Económica, 1971. También cabría señalar que hacia 1920 tuvo lugar la publicación de numerosas antologías poéticas, a cargo de escritores representativos de las diversas vanguardias nacionales, como es el caso de Antología de la poesía mexicana moderna (1928) de Jorge Cuesta o de Índice de la nueva poesía americana (1926, con prólogos de Alberto Hidalgo, Jorge Luis Borges y Vicente Huidobro). Jorge Schwartz considera esta doble vertiente al organizar su libro Las vanguardias latinoamericanas. Textos programáticos y críticos, Madrid, Cátedra, 1991.
Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Las vanguardias latinoamericanas. Escritores y escritura de la modernidad», en Cuadernos de Marcha, Tercera Época, Año X, núm. 109, Montevideo, noviembre de 1995.