Alfredo Bryce Echenique: mal de amores

 


 

Somos como un tren sin pasajeros, nada más,
aunque a veces mientras escribo todas estas cosas
que no merecen ni un capítulo final,
me voy dando cuenta de que soy también
un hombre sin final, una persona que definitivamente
lo único que pudo hacer fue mudarse por última vez.


Alfredo Bryce Echenique, La última mudanza de Felipe Carrillo.


Si Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa fueron centrales en la consagración de la novela latinoamericana hacia mediados del sesenta, casi sin distancia temporal surgieron en la producción narrativa algunos autores que aprovecharon el camino abierto por el boom, a la par que padecieron el peso de estos mismos popes. 

Alfredo Bryce Echenique, en La última mudanza de Felipe Carrillo (1990), trae nuevamente a discusión el lugar de estos jóvenes —novísimos para usar el término acuñado por Ángel Rama— con la misma ironía con que Antonio Skármeta criticó en ensayos y en el prólogo de Ardiente paciencia la superproducción y los intereses editoriales que despiertan los escritores superestrellas.

Su obra, en el conjunto de la narrativa latinoamericana, coincide a primera vista con los proyectos de Manuel Puig, Gustavo Sáinz, José Agustín, Antonio Skármeta, Luis Rafael Sánchez, Guillermo Cabrera Infante, Osvaldo Soriano, entre otros, seducidos todos por lo que recibió en un principio el nombre de sub-cultura, los medios de comunicación de masas, que alimentaron parte del imaginario literario. Como algunos críticos lo observaron en su momento —entre ellos, Jean Franco y Margo Glantz—, estos narradores han llevado a su escritura una nueva instancia transculturadora.

Aunque en el caso de Bryce Echenique el trabajo con códigos extraliterarios, populares, no es tan evidente como, por ejemplo, en Tres tristes tigres de Cabrera Infante o en las novelas de Puig, sus personajes están totalmente incorporados a un sistema de vida que deglute imágenes y sonidos; imita perfiles y poses; construye sentimientos al modo de los nuevos antihéroes cinematográficos o repite versos de las letras de boleros, merengues, salsas y tangos. El referente que sus textos edifican corresponde a una ciudad moderna, en crecimiento, cruzada por slogans, viajes reparadores al extranjero, instalación de compañías productivas y tics publicitarios como el de sostener con una mano el vaso de whisky y sonreír a una cámara que capta y vende una felicidad prefabricada. Mientras una lágrima se desliza por la mejilla, se simula una sonrisa que no conduce al paraíso. 

Dentro del sistema literario peruano, Bryce Echenique no plantea, en realidad, una ruptura sino la reescritura de una línea ya introducida por Julio Ramón Ribeyro, iniciador de la narrativa urbana. Por otra parte, hay que recordar que el mismo Vargas Llosa retomó ese camino a través de sus personajes y el modo de inserción en la vida limeña, tal como ocurre en Los cachorros y La ciudad y los perros.


Ser duro como Humphrey Bogart

Los relatos de Ricardo Palma, Ciro Alegría y José María Arguedas ponían en primer plano el conflicto del hombre peruano, los enfrentamientos de clase, una búsqueda de constantes, el lugar del intelectual, las pasiones del medio y de la historia. En cambio, Bryce Echenique, desde la mirada de un citadino, de un profesional limeño de clase acomodada, dispone situaciones que exceden la problemática del Perú y muestran la soledad en la que el ser humano se encuentra, lo temporal de toda dicha, lo que se deshace mientras pasan los años, en contraste con la voz exitista y la exhibición de un placer consumible, que se muestra como modelo.

En uno de sus mejores relatos, Baby Schiafino, el protagonista, un diplomático de carrera, recuerda a la única mujer a la que amó y a la que solo pudo retener inventando una falsa amistad. El narrador lo observa con mirada crítica: 

Entró, pues, a la fiesta tal como lo había planeado, hasta lanzó el sombrero al aire y embocó en una percha, igualito que en el cine, lo único malo es que de repente no supo en qué película estaba y como que se le mezclaron todas. Mejor aún, ése era el verdadero Sinatra, el de todas sus películas, así era el personaje. A Baby la saludó desde lejos haciéndole adiós con la corbata y cuando llegó donde ella le golpeó la mejilla y se echó un poquito para atrás, ni más ni menos que el cantante entonando Cheek to cheek. (Cuentos completos, Madrid, Alianza Editorial, p. 214)

Pero las novelas y los relatos de Bryce Echenique subrayan que la vida parece ser una mala imitación del cine, las telenovelas, las series norteamericanas y las letras famosas. Y que ser feliz es alcanzar el secreto mejor escondido de la humanidad.

¿Cómo ser feliz? ¿Bebiendo, haciendo ver que todo está okey, palmeándole la espalda al nuevo amante de la mujer amada, viajando en coche con chofer, subiendo y bajando de aviones? El vacío y la soledad de hombres y mujeres de familias burguesas, de muy buena posición económica y social, que si no viven en Lima residen en capitales europeas, se va evidenciando tras las historias y mínimas escenas. En el joven protagonista de Un mundo para Julius, hay un deambular de la cocina a los cuartos, del colegio a las calles, de los criados a los familiares, periplos que no suspenden su pesada desolación. Tampoco el reconocimiento público ni el dinero, según parece, llenaron a los adultos que lo rodean.

Los personajes obedecen a un exilio a veces voluntario, a veces inconsciente, que los ha expulsado del lugar de la satisfacción. En el libro de cuentos Huerto cerrado (1968), que le valió a Bryce Echenique el Premio Casa de las Américas, Manolo, un niño como Julius, aprende que la vida es una alternancia de encuentros y desencuentros. La desestructuración de la familia, la viudez, el divorcio, las conflictivas y cuestionadas imágenes paterna y materna ponen en entredicho las actitudes mundanas, modernas, progresistas del mundo actual. Esta realidad repleta de proyectos y pactos de progreso va acompañada de una sonrisa amarga.

El humor asume una multiplicidad de tonos y matices: es rosa, negro, tierno, irónico, atormentado, condenatorio a veces. Pero, en general, hay una mirada comprensiva, simultánea a la crítica. Emparentado el relato con la autobiografía, se trata de estar en otro lugar y escribir sobre peruanos, también sobre seres que pertenecen a una clase social que lo tiene todo.

Más allá de la diferencia argumental de las historias, los relatos de Bryce Echenique enfocan como problemáticas las relaciones humanas y la preocupación por alcanzar la dicha, que se muestra como la mujer más esquiva e inapresable. Y mientras no se alcanza, poner cara de que no importa.

Construcciones en su mayoría monológicas dejan oír, debajo de la voz de un narrador en tercera persona, los pensamientos de los protagonistas. Es que el narrador también es uno de ellos, una especie de espectador que espera ansioso que la película se resuelva bien, aunque sepa de antemano que la pasión y el amor se han escrito siempre sobre finales infelices.

El narrador despliega historias inconclusas que solo se sostienen por irrealizables. Sin embargo, los personajes de Bryce Echenique siguen apostando al amor. El triángulo parece ser la fórmula privilegiada, parodiada a través del complejo de Edipo y del discurso psicoanalítico en La última mudanza de Felipe Carrillo. Siempre hay otro que se interpone y, cuando no hay barreras, como ocurre en el cuento «El descubrimiento de América», acceder rápidamente al cuerpo y reciprocidad de la amada la descalifica, la vuelve no deseable. 

 



Sonreír para la posteridad

En El beso de la mujer araña de Manuel Puig, la relación amorosa, construida desde el personaje de Molina, se trama sobre películas, marcando reiteradamente el original y la imitación. En contrapunto, en la narrativa de Bryce Echenique todo aparece ya mezclado y confundido. No importa reconocer que el cine imita a la vida y la vida al cine. Se trata de aceptar la contradicción afectiva, el resto de tragicomedia que hay detrás de cada gesto, de cada escena real o ficticia.

Parte de la fortuna parece radicar en el amor, totalmente ajeno a la institución mafrimonial, al descubrimiento del otro, al despertar de la sexualidad, tema que aparece siempre de manera traumática. Los personajes no confiesan su culpa —que no la hay— sino su desprotección, su infinita inocencia o su inútil maldad. No hay moraleja ni happy end. Solo una mueca, un sabor agridulce que adquiere en cada nueva narración una articulación creciente. Los relatos desenmascaran el engaño y los protagonistas ahogan un sollozo mientras las cosas no salen bien: «Sonreír, sonreír, sonreírle siempre a la vida porque la vida es en el fondo triste pero existía felizmente la vida con la gente, mentira y sonrisas, sonrisas y mentira». (Cuentos completos, p. 200)

Y la literatura, la ficción precisamente, es el espacio elegido para simular un mundo, visualizado como farsa. Estos personajes, sin ser quejosos ni melodramáticos, gritan desde un epígafe de Jorge Luis Borges: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach».

Nada parece poblar la insatisfacción. Las imágenes, melodías y pasitos de baile solo entretienen, posponen la verdad, juegan al simulacro. Con dignidad, aunque a veces se deslice una lágrima, los personajes aprenden que la felicidad no se compra envasada, ni se consume, ni se inventa. Todo parece demostrar que solo hay buenos momentos en los que se alcanza un punto climático y efímero. Nada se da de una vez y para siempre. La felicidad no es continua ni perseverante.

Aunque no lo consiga, Manolo debe aprender a bailar, a agradar a sus padres. Julius tiene que demostrar a todos su virilidad. Taquito simula que no sufre ni ama. Del lleno al vacío, de la ilusión al desasosiego, del afán al abandono, cada narración plantea una pregunta indirecta, y nadie posee el saber para responderla: ¿cómo lograr que la alegría dure?

Aunque intenten tachar o poner entre paréntesis la soledad y la amargura, los personajes acaban confesando entre líneas sus verdaderos sentimientos. Las máscaras caen y asoman los fragmentos de un pasado: un adulto que evoca cómo flotaba de niño en el agua, la espera de los amigos mientras se escribe un cuento, la relación fraternal y amorosa entre un profesor y su alumna, los días en el colegio, los restos de un diario íntimo. Algo se tuvo y algo se ha perdido.

Este imaginario transitado por estudiantes, jóvenes, profesionales a los que la sociedad impulsa al éxito, al rápido debut sexual, a formar una familia, ser padres, ganar dinero, beber whisky o tener un coche no consiguen, a pesar de sus desesperados esfuerzos, abolir una realidad injusta que, debajo del flash, deja emerger una sonrisa triste, como de costado.


Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Mal de amores: sobre Alfredo Bryce Echenique», en Cuadernos de Marcha, Montevideo, Tercera Época, Año VIII, núm. 89, noviembre 1993.


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