Severo Sarduy: escribir sobre el cuerpo

 


En la obra de Severo Sarduy —poesía, narrativa, ensayo— las referencias al erotismo, la literatura, la cultura y la teoría literaria se conjugan para dar paso a una escritura que se exhibe como un acto de puro metalenguaje. El sujeto de escritura y el sujeto ficcional son cuestionados en su univocidad, y sus textos, jugando a desplazar y a parodiar las categorías «autor» y «personaje», ponen en la primera línea la materialidad de la escritura y del lenguaje. De cierta manera, estoy parafraseando lo que el propio Sarduy ha señalado en ensayos y entrevistas, así como aquello que la crítica ha recogido unánimemente: la escritura asociada al cuerpo. 

En la misma dirección, los paradigmas dicotómicos de la cultura occidental son puestos entre paréntesis. Sarduy recurre a un conjunto de teorías y filosofías que alimentan el sustrato de su literatura: la teoría del erotismo y la visión sobre la economía de Bataille, los textos budistas, el estructuralismo, el psicoanálisis lacaniano y los descubrimientos de la física. Y, sobre todo, el privilegio del significante sobre el significado. En una entrevista realizada en 1984 por Julia Kushigan, Sarduy explicitó su objetivo de reunir diferentes cuestiones en un mismo espacio de escritura:

Muy importante justamente es crear una superficie única y, en ese sentido, yo diría que mi texto es superficial. No hay más que significante; el significado, y vuelvo a citar a Lacan, es resultado de una operación que se hace en el nivel del significante, pero nunca algo preconcebido o previo. Es un resultado posterior, quizás como en plegaria cuando Dios acude.[1]

Su escritura, que recoge la preocupación por la borradura del sujeto y la descentralización de su saber, presenta, sin embargo, una serie de reglas de lectura que se le imponen al lector crítico como casi indispensables. En ese entramado que constituye lo que él denomina con la expresión «superficie única», consigue imprimirle su sello personal a su producción literaria. Esa asociación fecunda entre erotismo y escritura provoca una relación dinámica entre cuerpo y texto, acto sexual y acto de escritura, y obliga a una lectura en conjunto de toda su obra. 

De algún modo, este gesto recuerda otro de Juan Carlos Onetti: la parodia del autor en algunas de sus novelas. Al tiempo que Onetti degrada esta categoría, la resemantiza al autoparodiarse a sí mismo. Se trata de dos casos en los que el círculo se cierra al negar reafirmando y reafirmar negando. 

En algunos textos críticos y reseñas sobre las novelas de Sarduy, puede observarse cómo se termina comprobando en ellas la presencia de sus principios teóricos. La contraseña de acceso a sus ficciones se reduce, en general, a aceptar las reglas que el propio autor ha impuesto. Sobre todo, la eficacia de las mismas conduce a leer su obra como la puesta en escena de la poética del barroco, ya presente en la producción de algunos autores latinoamericanos. 

En realidad, el término acuñado por Sarduy es neobarroco, un modo de leer y de producir literatura en nuestro continente. Este es el punto en el que se sitúa como crítico y como escritor, y aquel en el que erotismo y escritura son lo mismo: derroche, no reproducción, gasto, placer. Sarduy recupera la materialidad del lenguaje, el significante, a partir del disfrute erótico que implica, desde su punto de vista, la poética barroca. Sarduy propone no reducir el lenguaje a ser un instrumento, un medio para representar la realidad:

Creo que a partir del trabajo de Lacan, y sobre todo a partir de la crítica que él hizo a Wittgenstein, se advirtió que no había lenguaje-objeto. Lacan dedicó una parte de su obra a impugnar, a contradecir, y sobre todo a criticar a Wittgenstein y a muchos de los lógicos que estipulaban la noción de lenguaje-objeto. Para él todo era metalenguaje. Pues bien, yo diría hoy en día, que todo es carnavalización. Es decir, ya no hay obra-objeto y obra-paródica, ya no hay lenguaje primero y lenguaje connotativo, ya no hay discurso original y discurso paródico: todo es carnaval, todo es parodia, todo es risa. ¿Por qué? Porque la risa forma parte ya del discurso. Es decir, vivimos en la simulación literaria, en la simulación cosmética, en la simulación política sobre todo. Todo es simulación, todo es apariencia, todo es fake. Es una noción a la que estoy muy adherido, esta noción de fake. Todo es mimetismo defensivo, todo es plagio, ergo no hay obra carnavalesca. La risa, la parodia, el lenguaje segundo, el tercer ojo de que se habla, la estética del kitsch, del campo, todo esto está englobado en el discurso primero. («La serpiente en la sinagoga», p. 14) 

Tampoco hay más, siguiendo el orden de publicación, texto primero, segundo, tercero. Los textos de Sarduy abandonan la posición de alineados para situarse en una espiral que los conecta. Tal vez, mejor aún sería pensarlos desde la banda de Moebius: una superficie con una sola cara y un único borde, en la que ensayo y ficción coexisten. Sarduy también propone la coexistencia de cuerpo y escritura, sexo y página, semen y tinta.


Su novela Cobra está armada sobre diferentes escrituras —narrativa, ensayo, poesía— a partir de la idea de que la creación literaria es única. La enana Pun es el doble, la parodia y el simulacro diminuto de Cobra; la misma novela genera su parodia dentro del texto. Por ahí se lee, cruzada entre una serie de fragmentos-parches, la siguiente frase: «La escritura es el arte del remiendo».[2] Avance aparente del personaje de Cobra y detenimiento inmediato que autodefine a la novela. 

La descripción que hace Sarduy del acto de escribir como una ascensión de semen a través de la mano sitúa dos saberes y dos prácticas disímiles desde la descarga sexual. Escribir pasa a ser sinónimo de eyacular. 

La lectura de Sarduy sobre el erotismo es interesada y productiva: a partir de la teoría de Bataille y en relación con la práctica del escritor, establece una poética que incorpora en sí misma la lectura crítica. Autodefinición y autocrítica de la marca Sarduy, como si pidiera: léanme desde el barroco, esto es barroco, el barroco es lo latinoamericano. Todo es disfrute, corporalidad y goce. La literatura latinoamericana —dirá Sarduy— se opone a los principios burgueses de la economía, al ahorro, a la acumulación. Abajo la abstinencia. Un planteo muy cercano al formulado por Georges Bataille en su ensayo La parte maldita, retomado en El erotismo y Las lágrimas de Eros.

En El placer del texto, Roland Barthes hace referencia a la seducción que provocan las palabras en Sarduy y el peso que tiene el placer en Cobra. Barthes también le cree y lee la obra del escritor cubano como un todo. Pone la novela de Sarduy como ejemplo de lo que es un texto de placer. En general, la crítica busca el placer en las novelas de Sarduy, solo por la promesa del placer que prometen sus ensayos. En este sentido, va como ejemplo el comienzo de la reseña que hace Adriana Méndez Rodenas de Colibrí, novela editada por Argos Vergara: 

Aunque la obra del escritor cubano Severo Sarduy se resiste a ser leída en estricto desenvolvimiento cronológico, por tratarse de una escritura ambivalente que parodia la noción de origen, su última ficción, Colibrí (1984), proyecta un viraje en el texto sarduyano. Si bien Colibrí concuerda con la formulación más original de cúmulo teórico-ficticio de Sarduy —la analogía erotismo-texto formulada en Escrito sobre un cuerpo (1969)—, el viraje que ocasiona Colibrí tiene que ver con la función transtextual ejercida por el placer. De donde son los cantantes (1967) era el texto/inscripción del deseo, mientras que Cobra (1973) y Maitreya (1978) traducían en verbo la inversión y agresión eróticas. En Colibrí, el deseo está sometido a la nada, puesto que se disuelve en una rebeldía simuladora.[3]

Como ocurre en la obra de Lezama Lima, el desperdicio, el sobrante, el signo + parecen ser caminos por los que la escritura de Sarduy avanza. Siempre sobra algo y la escritura entonces se desborda. La duplicidad hace también que los parámetros de la ficción, del ensayo y del lenguaje se derramen constantemente. En los textos de Lezama Lima y de Severo Sarduy lo excesivo roza la inutilidad y derrumba la idea de que la función primordial del lenguaje es ser un medio de comunicación. El sobrante, eso que se muestra a sí mismo como innecesario, surge del acto de rellenar y de borrar los límites. El margen se convierte en una parte «aprovechable» de la hoja y entonces allí también se escribe. Estas recurrencias entran en relación con aquello que se narra como escenario, teatro, máscara especular de otra realidad: 

Como a toda revolución, sucedió a ésta un régimen de sinapismos draconianos. Pero cedieron los pies: con hinchazones respondían a ungüentos, a fricciones con roncheras y eczemas. Trabajosamente se desplazaba Cobra en escena. Es verdad que el papel de reina era más bien estático. (Cobra, p. 33) 

Si hay un escenario, más allá de él hay otra realidad, y además la realidad de Cobra, su verdad exhibida, es que tiene pies grandes: a Cobra le sobra pie. La teoría del derroche se tematiza y el cuerpo se dibuja desde ese de más. Todo crece y lo múltiple hace que el monólogo se deseche y sea el diálogo el modo de entrar a escena de los personajes. Dice Sarduy: 

A mí me fascina la gemelidad, siempre pienso en dos. Esto quizás es una confesión personal, pero no puedo comer ni dormir solo, lo cual hace mi vida bastante difícil porque, por ejemplo, si me voy de aquí a dar conferencias, tengo que buscar una persona para dormir conmigo. Nunca como solo, nunca me tomo un trago en casa solo. Cuando pinto, siempre son dípticos. Cuando escribo, mis libros tienen dos partes. Mis personajes son, con frecuencia, gemelos o tienen un doble como la Divina y la Tremanda, como tú observaste muy bien. De modo que yo me vivo como dos. Siempre soy dos. No concibo el monólogo, en mis libros no hay monólogos; siempre hay diálogos. Soy incapaz de masturbarme, por ejemplo. Tengo que tener siempre un partenaire, de modo que todo es dos. («La serpiente en la sinagoga», p. 18)

El desperdicio del significante está íntimamente ligado para Sarduy con lo lúdico. Allí se instala el artificio como ser propio de la escritura barroca, opuesta a toda representación y mirada naturalizadora sobre el lenguaje. 

Si la escritura es el arte de la elipsis, también se asienta en agregados que se visualizan, por ejemplo, en la presencia de las notas al pie. El tatuaje se tematiza como sobrante: especie de segunda piel, doble que se superpone y esconde la piel original. El color y la línea tienen volumen. El dibujo, la inflamación, la carne —los pies y la piel de Cobra— son agregados sobre los que la novela crece y a través de los que se describe, superficies en las que se mira. 

Si en Paradiso de Lezama Lima las ronchas aumentan sobre un plano epidérmico, en Cobra la parte donde el cuerpo se sostiene, y gracias a la cual anda, también crece y nada puede volverla a su supuesto tamaño normal. Sarduy repite la imagen de la escritura como volumen y largura, como proliferación que sortea todo tipo de acción contenedora. En Paradiso hay un cuerpo enfermo que se agita respirando de más en la búsqueda de la no asfixia y en Cobra hay un cuerpo deforme, hecho simulacro por la necesidad de arribar a un contrario: de hombre a mujer. En esa transformación, se puede alterar la imagen, pero no se puede reducir el exceso: Cobra seguirá teniendo los pies grandes. Así, casi inmediatamente a la reducción de Cobra en Cobrita y de la Señora en la Señorita, estas formas reducidas, económicas, sintéticas pasan rápidamente a ser dobles, produciendo un gasto mayor. Cobra y la Señora siguen produciendo agregados. 

Estos cuerpos —muñecas, cuerpos celestes, monstruos— exaltan las nociones de parodia y simulación que Sarduy señaló como centrales en la literatura contemporánea. Si no hay límite definitorio entre texto primero y texto segundo, tampoco parece haberlo entre literatura y crítica, tal como lo teorizara Barthes en Crítica y verdad

En ese desnudo que Sarduy hace a lo largo de toda su escritura, se muestra como el primer crítico de su obra al inscribir él mismo sus textos en el campo de la literatura latinoamericana contemporánea. Además de la teoria del barroco, de la asociación entre erotismo y escritura, lo que Sarduy vuelve a esceniflcar es el lugar del autor como primer lector de sus libros; su inclusión como productor y observador en la misma materia creada, al modo de Velázquez en Las meninas; su huella de autoría. Algo así como un juego de inscripciones en el cual la firma es también el nombre de un texto.



NOTAS

[1] Julia Kushigan: «Severo Sarduy. La serpiente en la sinagoga», en Vuelta, vol. 8, núm. 89, abril 1984, p. 15. 

[2] Severo Sarduy: Cobra, Buenos Aires, Sudamericana, 1986. 

[3] Adriana Méndez Rodenas: «Colibrí de Severo Sarduy», en Revista Iberoamericana, Vol. LI, núm. 130-131, enero-junio de 1985, p. 399.

 

Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Severo Sarduy, el que escribe sobre un cuerpo», en Revista de Filosofía y Letras, Universidad de Morón, Buenos Aires, Año I, núm. 1, diciembre de 1990.

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