Testimonio y escritura en los poemas sobre el 68 mexicano
Entre la significativa y variada producción de textos sobre la matanza ocurrida en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, el corpus que conforman los poemas se distingue por un conjunto de rasgos especiales. Muchos de ellos, publicados de manera simultánea a los episodios, muestran un particular relieve discursivo al poner en relación escritura y memoria, y apostar al poder de la literatura como constructora de una historia no canónica ni definitiva, dada a partir del concepto de versión.
Ya desde sus títulos —«Memorial de Tlatelolco» de Rosario Castellanos, «No se olvida» de Héctor Manjarrez— o desde los primeros versos, los poetas enuncian el propósito de recordar a partir de una absoluta fe en la palabra poética. En el centro de cada una de estas versiones, se explicita que cada voz es capaz de dar testimonio y, desde esa decisión, hacer la historia.
Algunos reafirman en mayor o menor grado el paso del tiempo: los poemas de Castellanos y Manjarrez, «Tlatelolco dos años después y un fantasma» de Marco Antonio Campos, «Nueve años después» de David Huerta, «Manuscrito de Tlatelolco» de José Emilio Pacheco, «Elegía 1968» de Carlos Montemayor. Otros son solo en apariencia muy puntuales, como si escribieran únicamente el presente: «Intermitencias del oeste» de Octavio Paz, «Tlatelolco, 68» de Jaime Sabines, «Tlatelolco (Cuauhtémoc)» de Máximo Simpson, «Tlatelolco 68» de Thelma Nava, «2 de octubre en un Departamento de Chihuahua» de Isabel Fraire, «Contigo estoy en la huelga» de Alexandro Martínez Camberos, «Días de octubre» de Víctor Manuel Toledo, «Cristal de Tlatelolco» de Evodio Escalante.
En todos estos poemas se reflexiona, a la vez que se cuenta lo acontecido, sobre el poder de la palabra poética como recuperadora de lo vivido, tomando del lenguaje su capacidad evocadora. La escritura poética se constituye en denuncia, reconstrucción, pedido de no olvido, nominación del suceso.
En general, se advierte menor distancia —dadas las marcas genéricas así como la inmediatez entre hecho y escritura— en los poemas que en las narraciones sobre el 68. Incluso, aun por la brevedad de estos textos, en su mayoría, los poemas sobre Tlatelolco no dejan de estar atravesados por el desgarramiento que los episodios producen ante la página en blanco por un lado y la realidad histórica por otro. Esto se manifiesta con cierta reiteración y hasta tal punto que a veces es prácticamente imposible observar el plano de connotación poética, tal como ya lo ha señalado Marco Antonio Campos en una de sus antologías.[1]
Muchos de estos textos, antes de ser recogidos en libros personales, aparecieron publicados en diarios y revistas que tenían como objetivo principal mostrar la verdad de lo ocurrido, construir una contravoz que hiciera frente a la versión oficial. Fueron editados entre 1968 y 1971 en ¿Por Qué?, Siempre, Ya, No sólo palabras, Repórter, México en guardia, Presagio y Revista de la Universidad de México. Otros, anónimos y aún inéditos, brotaron pegados en los muros de la universidad o tomaron la forma de volantes que recorrieron la ciudad de México y llegaron a las manos de miles de conciudadanos. En el contexto de la publicidad de otros documentos del Comité Nacional de Huelga y del gobierno, fueron leídos por primera vez junto con las imágenes cruentas de la violencia desatada y las crónicas adversas al poder.
Este impulso de hablar sobre los episodios se expone como problema de escritura, como desafío para el poeta, que se encuentra desgarrado entre la conmoción por la historia del presente y la voluntad de crear estéticamente su poema. Así ocurre, entre otros, en «El caos o restos, temblores, iras» de Jaime Labastida y en «Intermitencias del oeste» de Octavio Paz:
(Jaime Labastida: «El caos o restos, temblores, iras»)
La limpidez
(Quizá valga la pena
Escribirlo sobre la limpieza
De esta hoja)
No es límpida:
Es una rabia
(Amarilla y negra
Acumulación de bilis en español)
(Octavio Paz: «Intermitencias del oeste»)
Por esta vocación de escribir una memoria a la vez personal y nacional, una memoria que se presume fugitiva del cuestionamiento metafísico, los poemas se estructuran sirviéndose de técnicas narrativas que permiten el rescate de girones de esa historia vivida. Esa memoria debe ser capaz de dar forma, sin olvidar cierta calidad poética, a un poema narrativo. Digo debe porque el acto de escribir aparece aquí recurrentemente unido a la obligación de dar testimonio. Esta decisión de testificar salta los límites de la literatura y pasa a obedecer un mandato de origen ético. Por lo mismo, escribir el poema es decir la versión reprimida, dar una versión diferente de la oficial y así, tomar partido ante el cruento acontecimiento.
Podrían pensarse muchas otras situaciones históricas semejantes y, por lo mismo, muchos otros momentos en los que lo que acabo de decir se presenta como problema. En este corpus, este planteo se adentra en la propia materia genérica y toma forma en particulares e importantes poéticas de escritura replanteando, por un lado, el margen de ciertas convenciones y, por otro, explicitando las rupturas que algunos autores postulan. Pienso especialmente en una poética que viene a iluminar el resto: la de José Emilio Pacheco.
Como ya lo observara Julio Ortega, los poemas de No me preguntes cómo pasa el tiempo muestran un corte en la poesía de Pacheco y un acercamiento al poema con perfiles narrativos a partir de la tematización, como el mismo título lo indica, de la modificación que el tiempo produce sobre las cosas.[2] Esta cuestión desborda lo que podría pensarse como dolor existencial y se adentra en una problematización de la propia materia literaria. Este planteo excede la oscilación que se da en el poeta español Jorge Manrique entre el duelo por la muerte humana y el duelo por todo lo que se pierde ante el devenir que devora. En su poética, Pacheco no deja de considerar las huellas de escritura, la historia de toda escritura que se erige sobre un pasado escrito o, si se quiere, sobre una memoria escrituraria.
Tanto para aseverar la ausencia de escritura —«No consta en actas» de Juan Bañuelos— como para reafirmar la permanencia del texto y sus sucesivas reescrituras —«Manuscrito de Tlatelolco» de José Emilio Pacheco—, de alguna manera, el corpus de estos poemas está poniendo en conflicto una memoria en y desde el lenguaje y la escritura. Por otra parte, esa memoria crea una visión particular de la historia que, por ejemplo, en el caso de la recontextualización del poema «Cuauhtemoc» de Máximo Simpson —de su libro Elegías Americanas: Lautaro, Cuauhtemoc, Tupac Amaru—, muestra una constante continental en la recurrencia de una misma fuerza en el devenir del tiempo latinoamericano.
Desde la inclusión del blanco y la ausencia, Octavio Paz poetiza en «Intermitencias del Oeste» la falta de escritura en el momento preciso de iniciar el acto de creación. Esto mismo podría leerse como problematización de la labor del poeta y también como el testimonio de una escritura vacía de historia. Por otra parte, si el juego de lo no escrito y la tradición de escritura presentan combinaciones diversas, los poemas de Bañuelos y Pacheco se perfilan como los más interesantes, ya que abren la escritura del poema desde la desnuda técnica de la versión, lograda a partir de la copia, la imitación, el collage y la intercalación de textos.
En Pacheco esta característica excede el poema, excede incluso No me preguntes cómo pasa el tiempo, ya que recorre toda su escritura. Pienso, por ejemplo, en la organización discursiva de su novela Morirás lejos, en un mismo hecho irracional que parece condenado a repetirse en diferentes momentos y en diversos territorios. Si la teorización que ha ido desarrollando en introducciones y artículos críticos en relación con la escritura poética señala que no existe el texto definitivo, en cuanto a su interpretación de la historia, parece manifestar que no existe para el ser humano un umbral significativo de superación de hechos históricos sangrientos.
Para seguir este rápido recorrido, «No consta en actas» de Bañuelos se presenta como la reparación de un episodio ausente en los discursos oficiales, mientras que «Nueve años después» de David Huerta y «Tlatelolco dos años después y un fantasma» de Marco Antonio Campos se centran en la existencia de una historia cerrada, perfecta por eso, definitiva. Reafirman que, como réplica, el episodio aún se seguirá escribiendo; gritan frente al silencio y abren la convocatoria al recuerdo personal, individual, opuesto a la frialdad y distancia de la tercera persona.
En «No consta en actas», la memoria contamina el poema, que juega con la coexistencia de una textualidad antigua en combinación con una espacialización vanguardista, así como con la construcción de imágenes y metáforas cargadas de significación histórica. El poema va de la imitación del ritmo de los antiguos cantares mexicanos —tal como lo hacen «Manuscrito de Tlatelolco» y «Tlatelolco (Cuauhtemoc)»— a la más moderna transcripción poética que apuesta al blanco, la distribución de los versos y las palabras en la página, la inclusión del uso de elementos gráficos (puntos, barras, paréntesis). El poema de Bañuelos exhibe el fragmento como materia prima de una composición poética basada simultáneamente en los destrozos de la historia y los escritos literarios anteriores.
La memoria, entonces, lleva corsigo dos gestos: la recuperación de las astillas que produce el recuerdo y la organización que los reúne, sin unificarlos del todo, mostrando que aparecen como son: a saltos y deshilvanados, con un hilo que en la superficie resulta inobservable. Pero, a diferencia del gesto conjunto de las crónicas de la conquista, denominadas por Miguel León Portilla como «visión de los vencidos», los poemas del 68 no edifican una cronología completa del movimiento estudiantil. Los poemas se centran, preferentemente, en la matanza y pierden, en este sentido, la senda trazada por los cronistas.[3] Me parece importante recordar que es el mismo Portilla quien subtitula estos textos para diferenciar las diversas etapas de la Conquista.
Los poetas que reescriben estas crónicas retoman el recorte y transcriben solo una parte de los «Cantos tristes de la conquista», aquella que hace referencia a «los más dramáticos momentos de la parte final». Por lo tanto, en esa asociación con el pasado indígena y el atropello de los conquistadores, la caída de Tenochtitlan y la matanza de Tlatelolco se funden y hasta superponen a partir de que ambos episodios se concentran en un mismo espacio físico de México.
José Emilio Pacheco, por ejemplo, lo hace a partir de la refundición de imágenes y versos del antiguo poema «Los últimos días del sitio de Tenochtitlan». «No consta en actas» también retoma el viejo tema de las crónicas, de la palabra como fundante, pero muestra otro tipo de intertextualidad, privilegiando y poniendo en primer plano la destrucción y la construcción como los movimientos perpetuos de la memoria. De esta manera, el poema cobra forma a partir de algunos fragmentos de 1528 reunidos en los Anales de Tlatelolco y de los de 1968, recogidos en La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska.
A la vez que señala en su obra la reiteración de momentos, Pacheco muestra también la imposibilidad de diferenciar un tiempo de otro. En este juego de superposición de ciclos y escrituras, los versos se suceden sin espacio entre ellos, obedeciendo a un montaje que se presenta como técnica de escritura. Las cadenas de significantes se recontextualizan y eso que fue, que ya pasó —los cantares de 1528— producen la ilusión de ser ahora, porque tanto el episodio como la crónica del mismo se constituyen en igualadores. De esta manera, lo particular se esfuma.
Este concepto de reiteración aparece también en Posdata de Octavio Paz, pero con otra marca ideológica, que salta sutilmente de la interpretación a la justificación del suceso. El mismo concepto da título al poema «Tiempo repetido» de Edmundo Font López y abre «El espejo de piedra» de José Carlos Becerra:
Se apostaron como siempre detrás de una iglesia,
poco importa si laica o religiosa,
y otras «Noches» y otras «Matanzas»,
vinieron en ayuda de ellos.
Este repliegue de la historia, en un gesto de ida y de regreso, en «Un recuerdo por la bandera de utopía (1968)» de Marco Antonio Campos se construye desde la repetición de una imagen y la copia de dos versos:
Como el creciente cazador que espera
que la presa dé un paso equivocado
para dar en la trampa, se buscaba
que cayéramos. Cifras de mensajes,
señas y contraseñas: nueva lengua
que hablamos los vencidos. Fue costumbre
vergonzosa e innoble, recatarnos
en otros, escuchar de los amigos
en sombras clandestinas o en la cárcel,
o llevar una flor recién cortada
al sepulcro de aquellos que ayer mismo
llevaron una flor recién cortada
al sepulcro de aquellos que hace tiempo
deletrearon el sueño y lo imposible.
Los vivos resplandores de la fiesta
fueron de otros, que ignoraron el tiempo
y los nombres que puse al arco iris.[4]
El poema convoca una doble asociación con los poemas en lengua náhuatl: la imagen de la flor, que connota tanto la sangre como la poesía, y los cantos sobre las guerras floridas, que remiten a los
enfrentamientos de los aztecas con los pueblos vecinos para obtener víctimas para los sacrificios ofrecidos a sus dioses.
Esta misma idea de reescritura, repetición inherente a la poesía así como a la historia, se privilegia en «Intermitencias del oeste» de Paz. Por definición, lo intermitente es aquello que se repite con interrupciones, de tanto en tanto. Es lo que retorna de manera sorpresiva, sin aviso. Visual y rítmicamente, Paz juega con el quiebre de versos, la inclusión y exclusión de los paréntesis, las diversas tipografías y la confrontación entre lo dicho y lo no dicho.
De todos los poemas del 68, este surge como el más distanciado, el más frío y en obediencia no a una posición de Paz frente al suceso, sino a su poética de escritura. Se trata de una poesía de tono neutro, donde no hay elementos demasiado cargados de sentimiento, donde se domina tanto el impulso como la ira. Sin embargo, como lo plantearon ya Marco Antonio Campos, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, el poema escribe también la dificultad de convertirse en un poema controlado, «limpio».
En la suma de poemas, la memoria permite ver la ruptura histórica y señalar críticamente un antes y un después. De ahí que algunos de ellos se acerquen hacia el final al tono reflexivo o exhortativo, de inclusión del lector:
La fluidez lucha contra la permanencia; lo más sólido
se deshace en el aire.
Piensa en la tempestad para decirte
que un lapso de la historia ha terminado.
(«1968» de José Emilio Pacheco)
Tal como lo presenta José Emilio Pacheco en estos versos, muchos otros poetas toman este episodio como el corte de un sueño de cambio y expresan que el movimiento no fue una revolución, sino solo una utopía y, como tal, un deseo no realizado. Este es el eje de «Un recuerdo por la bandera de utopía (1968)» de Marco Antonio Campos, que trae al presente parte del imaginario de aquella década («elesedé», «Lucy en el cielo de diamantes»).
A manera de conclusión, quiero resaltar que, ante la conmoción de la matanza, los escritores —muchos de ellos poetas— se vieron sometidos a la presión interna de escribir «algo» sobre Tlatelolco, como testigos reales o imaginarios. Los textos producidos inmediatamente muestran la necesidad de dar testimonio y dejar escrito el suceso, hecho que los pone en contacto con la misión fundante de las crónicas. Una vez producida cierta distancia, los poetas regresan al episodio para privilegiar en el discurso poético el lugar de la memoria, planteada específicamente desde la reescritura. De esta manera, el acto de recordar es doble: se lleva a la letra el gesto de desenterrar del olvido un episodio que puede asociarse con otro y se trata también de reactualizar una escritura memoriosa y memorable. Me refiero a aquellos textos prehispánicos —los poemas escritos en náhuatl— y las crónicas del siglo XVI, que fundaron una voz: la de un pueblo vencido pero no silenciado.
NOTAS
[1] Marco Antonio Campos: «Consideraciones sobre el Movimiento Estudiantil de 1968», en Poemas sobre el movimiento estudiantil de 1968, México, Editorial Pueblo Nuevo, 1980 y Miguel Arroche Parra: 53 poemas del 68 mexicano, México, Editora y Distribuidora Nacional de Publicaciones, 1972.
[2] José Emilio Pacheco: No me preguntes cómo pasa el tiempo, México, Joaquín Mortiz, 1969. Libro recogido en la compilación Tarde o temprano, México, Fondo de Cultura Económica, 1980.
[3] Dice Miguel León-Portilla sobre «La relación de la conquista (1528) por informantes anónimos de Tlatelolco»: «Iniciándose la narración con la llegada de los españoles a las costas del golfo, por donde hoy se halla la antigua Veracruz, el año de 1519, viene a culminar con la toma de la capital mexica y las desdichas que acompañaron a su caída en poder de Cortés». (Visión de los vencidos, México, UNAM, 1989, pp. 139-140).
[4] Marco Antonio Campos: Un recuerdo por la bandera de utopía (1968), México, Impresión y Diseño, 1988. Edición de 1000 ejemplares con dibujos de Héctor Xavier.
Ensayo corregido para este blog; publicado en Actas VIII Jornadas de
Investigación,
Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de
Literatura Hispanoamericana, octubre de 1993.