Rubén Darío: hombres memoriosos, escritores memorables
Las autobiografías y las memorias se fundan y se sustentan en un ejercicio voluntario de recuperación del pasado pero, además, en paralelo y con la misma fuerza, se disparan hacia el porvenir, para reafirmarse en el recuerdo de los otros. Doble instancia, entonces, de la memoria en la página: una evidente, expresa, detonante de la escritura, con el sello final de una firma que avala y legitima la experiencia anterior; y otra deseada, simple proyección, que a partir de una actitud esperanzada se arriesga y apuesta a vivir más allá del propio tiempo, en un futuro no inmediato. Escrituras bifrontes, los géneros basados en hacer memoria ratifican en cada nuevo texto, simultáneamente, el afán del recuerdo personal y una conjura contra el olvido ajeno, muchas veces entre la obsesión y el pánico.
La autobiografía de Rubén Darío escrita por él mismo, Historia de mis libros y, en la misma coordenada, cada uno de los prólogos e introducciones de sus obras, así como muchos de sus poemas muestran ese doble trabajo con el tiempo y con la construcción de un yo que conjuga la génesis de una escritura basada en el patrimonio cultural de un pasado lejano, reactualizado, una experiencia histórica sustentada en la función de ser escritor y embajador de la propia poética; y el lugar del otro, punta imprescindible para que el género subsista y complete su sentido. Tal vez como en ningún otro caso, Darío recuerda que se hace memoria sobre la propia vida y la obra propia para reasegurar la permanencia en la memoria, con un agregado interesante: en Darío, el acto de hacer memoria le da el acabado final a la empresa de alcanzar la gloria, de ingresar y permanecer en la escritura de la Historia en una lucha sostenida contra la fatal fugacidad de las cosas y el ininterrumpido transcurrir de los años.
Gloria es un término que, junto a los de moda, fama, triunfo y renombre, recorre no solo los escritos de Darío sino que, reafirmado o negado, atraviesa buena parte de las reflexiones de la época. En ese entramado cultural en el que se intenta conformar un público lector apropiado y reafirmar la labor personal de escritura, Amado Nervo, por ejemplo, muestra en «Hablemos de literatos y de literatura» desdén por conseguir la consagración que otros esperan de París. En un ensayo de El éxodo y las flores del camino, afirma:
Nunca vería mi nombre en la carátula amarilla de un libro de esos que se amontonan en los aparadores: mi esfuerzo y mi vida pasarían ignorados por aquellas gentes. París, «que consagra», no me consagraría jamás, ni yo haría nada para que me consagrase...[1]
Por su parte, Salvador Díaz Mirón se eclipsa ante la figura de Víctor Hugo y afirma en un poema alusivo: «La historia/ no ha producido en los mayores siglos/ gloria que pueda superar tu gloria». Y es significativa la anécdota que Daniel Cosío Villegas recuerda en sus Memorias acerca de una modificación que Alfonso Reyes produce en su nombre, acortándolo para que pueda ser recordado con más facilidad y por más gente:
Más tarde me enteré de un detalle curioso: Alfonso le escribió a Pedro [Henríquez Ureña] al mandarle esos dos ejemplares de Índice para explicarle por qué mis apuntes habían aparecido bajo el nombre simplificado de «Daniel Cosío», y no de «Daniel Cosío Villegas» que figuraba en mi original. Alfonso le decía: «este señor se llamará Daniel Cosío, como yo me llamo Alfonso Reyes, o como se llama Amado Nervo o Rubén Darío. Es decir; nombres breves, que suenen y que por ello sean susceptibles de ser retenidos por el público». No vi el acierto de esta observación, sino su tono dictatorial, de modo que resolví mantener el nombre completo.[2]
De eso se trata: de una escritura para la memoria, para persistir en la memoria; de convocar lo memorable en el atributo de ser memorioso.
En Darío, la preocupación por el trabajo con la lengua y el empeño por realizar con éxito una ruptura de los cánones imperantes no oculta su afán por alcanzar la reafirmación del nombre propio y de conseguir, a su vez, otro espacio en la sociedad y en la Historia para la figura del escritor, como puede verse en la referencia a Teodoro Roosevelt en las primeras páginas de El canto errante:
Ese Presidente de República juzga a los armoniosos portaliras con mucha mejor voluntad que el filósofo Platón. No solamente les corona de rosas; mas sostiene su utilidad para el estado y pide para ellos la pública estimación y reconocimiento nacional. Por eso comprenderéis que el terrible cazador es un varón sensato.[3]
Si bien Darío, sobre todo al inicio de su tarea como poeta, señala que solo es leído y comprendido por una élite, luego realiza un movimiento estratégico al reconsiderar, como él mismo dijera, a las muchedumbres, y vislumbra los posibles interrogantes que acerca de su obra podrían inquietar a un público lector más amplio: cómo se gestó o por qué escribió tal o cual poema. Cabe recordar que entrega en forma exclusiva la redacción de sus recuerdos en 1912 a la revista Caras y Caretas, en la que se publica, a pedido de su director, su breve autobiografía junto a consejos útiles, reseñas de acontecimientos históricos o llamativos del momento, páginas enteras de publicidad, fotos truculentas, artículos frívolos y curiosidades de todo tipo.[4] Algo similar ocurre en el mismo año con Historia de mis libros, formado por tres artículos que inicialmente se conocieron a través del diario argentino La Nación. Se trata de entrever la posibilidad de llegar a públicos obviamente más numerosos y dispares de aquellos que podían leer sus poemas y relatos. Esta es también una preocupación general, de esos tiempos.
En las memorias, las autobiografías, los diarios, las cartas, los testimonios —todos géneros próximos por el acto común de recordar—, la escritura se pone al servicio de la memoria. Con una diferencia llamativa, en los escritos autobiográficos de Darío la memoria se coloca al servicio de la escritura, de su proyecto de escritura. Por esta razón, la práctica de recordar siempre adopta la modalidad del balance, la rendición de cuentas, la autoevaluación, la reflexión sobre lo andado. Una suerte de puesta al día provisoria de su actividad poética hasta el momento preciso en que se hace memoria. Aunque se haya leído lo anecdótico de estos textos, se trata de autobiografías intelectuales, de textos que rescatan la historia de una escritura junto con una selección de acontecimientos que se presentan y se comparten por su singularidad y desde una memoria ordenadora, disciplinada.
Al principio, Rubén Darío enumera incluso sus recuerdos. Frente al olvido, repara la carencia del recuerdo y observa en particular algunas omisiones. Estos gestos, que se construyen desde el artificio de la espontaneidad, no ocultan la planificación de esta escritura, una suerte de control organizativo ante el acto de hacer memoria.
En el «Prólogo» de Abrojos, de modo inaugural, declara la génesis de sus poemas como si respondiera a la interpelación implícita de un lector ya constituido e interesado en su obra. En «Palabras liminares» de Prosas prefanas, recoloca este nuevo texto y lanza su recuerdo hacia Azul y Los raros. La reafirmación de su función como iniciador del modernismo y su negativa a redactar un manifiesto reaparecerán nuevamente en Cantos de vida y esperanza y El canto errante. Estos «cortos puntos de autobiografía literaria», como él mismo los llama en las «Dilucidaciones», muestran el derrotero de su memoria, que cumple la función de encadenar, de enlazar uno y otro texto, de recordar los principales centros de su poética de manera tal que todo su proyecto se muestre como continuidad productiva. Insisto: en esa doble vía que implica el reconocimiento de los otros ante su labor como poeta y su autoevaluación personal se da el cruce productivo que origina la escritura por pedido y la edición, por canales diversos de los del objeto cultural llamado «libro», de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo e Historia de mis libros.
En todos estos textos autobiográficos, que cumplen con la función de definir y medir los alcances de su poética, Darío aclara, corrige, deslinda, especifica, completa, revisa, retoca y llama la atención sobre aquello que quiere que sea guardado en la memoria de la Historia. El artificio del recuerdo voluntario se autopresenta como espontáneo sin esconder que se hace memoria para aclarar un plan de escritura, para señalar el camino que debería o, por lo menos, sería deseable que tomara su obra: su imagen centrada como escritor en el trabajo con la escritura, sintetizados ambos, indisolublemente, en el nombre «Rubén Darío».
En su trabajo para el presente y un futuro próximo, Darío restituye, bajo la forma de la reconstrucción, la eficacia de una poética basada en un corte tajante con los cánones anteriores. Este corte, que se anuncia modestamente desde un «ahora», no deja de descansar en la exhibición de una individualidad creadora, punto nodal para negarse a redactar un manifiesto al modo francés. Como ya he señalado, tiende a una ampliación al publicar en medios masivos estos textos autobiográficos, pero no depone su resistencia a la masificación, que también reposa en una doble vertiente que va de la escritura a la lectura: ni producir en masa ni llegar a las masas. Darío se reúsa, como lo harán con otro signo después las vanguardias, a instituir el nuevo corte en canon y resuelve en la imagen de una poética acrática el doble deseo de ser iniciador de una ruptura e intentar ser ejemplo de individualidad creadora, sin caer en la escritura en serie.
En sus incursiones autobiográficas, Darío traduce la fama, la moda y el renombre en gloria. Ese pasaje que va de ser raro —y reconocido como raro— a ser recordado casi como una figura de dimensiones heroicas. La marcha triunfal de Darío consiste en fraguarse una gloria entendida como perdurabilidad, como recuerdo vivo y siempre presente de un nombre propio, aunque su poética no resista el paso del tiempo. Pensemos, en esta misma dirección, en la pregunta de Ángel Rama que abre el prólogo de la edición de Ayacucho: «¿Por qué aún está vivo? ¿Por qué, abolida su estética, arrumbado su léxico precioso, superados sus temas y aun desdeñada su poética, sigue cantando empecinadamente con su voz tan plena?». (Poesía, p. IX)
«Yo persigo una forma», «Yo soy aquél que ayer nomás decía», entre tantos otros poemas, trazan ese movimiento continuo y perseverante de ir hacia atrás en su producción y hacia el futuro en la recepción de la misma. Estos poemas, y en especial los textos introductorios, presentan el nuevo libro y lo ubican, lo historizan, lo colocan en la serie dariana, estableciendo una relación lineal con las páginas anteriores, a la vez que se alumbra y direcciona la lectura crítica. La memoria lo ayuda a tejer la imagen de una tarea sostenida, sin altos, y la innovación de su voz cada vez que se hace presente. Darío construye su escritura como una empresa, un legado para las generaciones venideras.
Obviamente, Darío no puede —no podría tratándose del hecho artístico— cubrir o resguardar las infinitas direcciones de lectura que toman sus textos. Sin embargo, es evidente que no deja librada totalmente a los otros la comprensión de su obra ni, menos aún, su consagración. Darío apuesta a la edificación de la gloria en primera persona, uno de los sinónimos posibles del renombre en clave perenne, y lee desde esas mismas coordenadas a los otros poetas. Basta, en este sentido, revisar las líneas generales de lectura presentes en Los raros o la anécdota que recuerda en relación con el encuentro que tiene en París con Verlaine: «Yo murmuré en mal francés toda la devoción que me fue posible, concluí con la palabra gloria...».[5]
En todos estos textos autobiográficos, Darío interpreta, evalúa su labor como escritor moderno con mirada ávida sobre la posteridad. Parece interrogarse y responderse en términos semejantes a los que él mismo pone en juego al hacer referencia a las proezas heroicas, como sucede en su poema «El porvenir», de 1885: «y queda al héroe antiguo por consuelo/ de sus hazañas la memoria en pago». Una memoria que ratificará su triunfo, pero que también lo redimirá de las calumnias e incomprensiones de las que reiteradamente se queja.
Esta preocupación no siempre se presenta de manera unívoca y resuelta, sino que, por el contrario, aunque se apuesta a la eterna vida de la escritura, el interrogante acerca del destino de su obra y de su nombre convoca al mismo tiempo el fantasma de un posible olvido, que no deja de asomarse acechante y que amenaza, tal como puede observarse en el verso final de la estrofa VII que cierra el poema «Epístola (a la señora de Lugones)»:
En una de las estrofas de «Interrogaciones», aparece la relación entre gloria y olvido:
De todos modos, Darío recuerda en su introducción a El canto errante: «Es el arte el que vence el espacio y el tiempo». Será su obra, pensada como escritura en bloque, el campo en el que Darío se jugará la inmortalidad. La frase «He celebrado el heroísmo, las épocas bellas de la Historia, los poetas, los ensueños, las esperanzas» que cruza uno de los textos de ese libro sintetiza el imaginario que despliegan sus escritos.
Sus necrológicas a Poe, Verlaine y Martí, entre otros, recogidas en Los raros, recuerdan que la muerte, pensada como fin, se ve limitada, detenida en la escritura, ante la glorificación del genio. Dice sobre Poe: «La influencia de Poe en el arte universal ha sido suficientemente honda y trascendente para que su nombre y su obra no sean a la continua recordados».[6] Y dos citas sobre Verlaine:
Pero mueres en un instante glorioso: cuando tu nombre empieza a triunfar, y la simiente de tus ideas, a convertirse en magníficas flores de arte, aun en países distintos del tuyo; pues es el momento de decir que hoy, en el mundo entero, tu figura, entre los escogidos de diferentes lenguas y tierras, resplandece en su nimbo supremo, así sea delante del trono del enorme Wagner. (Los raros, p. 87)
Y ahora, maestro y autor y amigo, perdona que te guardemos rencor los que te amábamos y admirábamos, por haber ido a exponer y a perder el tesoro de tu talento. Ya sabrá el mundo lo que tú eras, pues la justicia de Dios es infinita y señala a cada cual su legítima gloria. (Los raros, p. 281).
Darío muestra, así, un afán constante por conjurar los borrones del olvido y la pretensión de que el talento artístico cobre para la Historia la dimensión de los actos más trascendentales llevados a cabo por la humanidad.
NOTAS
[1] Amado Nervo: «Hablemos de literatos y de literatura», en El ensayo mexicano moderno, Tomo I, México, Fondo de Cultura Económica, 1958, p. 112.
[2] Daniel Cosío Villegas, Memorias, México, Joaquín Mortiz/ SEP, 1986, p. 81.
[3] Rubén Darío: Poesía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, p. 299.
[4] La vida de Rubén Darío escrita por él mismo se publica en Caras y Caretas entre el 21 de septiembre y el 30 de noviembre de 1912. Seguramente por cuestiones de espacio, no todos los capítulos aparecen de manera completa en un mismo número, como ocurre con los capítulos XV (núm. 731 y 732), XIX (núm. 732 y 733), XXVI (núm. 733 y 734), XXXII (núm. 734 y 735), XXXIX (núm. 735 y 736) y XLVI (núm. 736 y 737). Darío fecha el tiempo de escritura de este texto entre el 11 de septiembre y el 5 de octubre de 1912, lo que implica que casi no hay distancia entre la producción y la publicación del mismo y que no fue escrito con el ritmo que seguiría la publicación. Los bloques textuales y el modo de distribuirlos en esta primera circulación responden más a las necesidades de la revista que a las características del texto. Enrique Anderson Imbert señala en el prólogo a una de las ediciones de los textos autobiográficos darianos que la versión del libro es idéntica a la de la revista. Sin embargo, pueden advertirse algunas modificaciones, por lo pronto en las ediciones que he consultado: un cambio en la división entre los capítulos XLVII y XLVIII y la ausencia del párrafo inicial del LIX. Pueden consultarse las ediciones de Biblioteca Ayacucho (Caracas, 1991) y la de Marymar (Buenos Aires, 1976).
[5] Rubén Darío: La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 73.
[6] Rubén Darío: Los raros, Buenos Aires, Losada, 1994, p. 55.
Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Hombres memoriosos, escritores memorables. Acerca de Rubén Darío», en Fin(es) de siglo y modernismo (ed. María Payeras Grau y Luis Miguel Fernández Ripoll), Volumen I, Palma, Universitat de les Illes Balears, 2001.
Imagen de apertura de esta entrada: Retrato de Rubén Darío (1912), de Daniel Vázquez Díaz. Litografía.