«Mi padre». Entrevista a Ezequiel Martínez
La siguiente entrevista a Ezequiel Martínez fue realizada en Barranquilla, Colombia, el sábado 15 de febrero de 2014, dentro de la programación del Carnaval Internacional de las Artes. Participaron en el evento, entre otros, Juan Manuel Roca, Daniel Divinsky, Kuki Miller, Daniel Samper Pizano, Manuel Borrás, Ángel Beccassino, Paco Ignacio Taibo II, Plinio Apuleyo Mendoza, Mauricio Vargas, Wendy Guerra, Ezequiel Martínez, Graciela Gliemmo, Juan Gossaín, Marcelino Freire, Efraím Medina Reyes y Raúl Vallejo.
—Tomás Eloy falleció hace cuatro años, el 31 de enero del 2010, a los setenta y cinco años. Uno podría decir que aunó tres actividades fundamentales: la del periodista, la del escritor y la del académico. Ezequiel, ¿me estoy olvidando de alguna?
—Padre.
—Bueno, podríamos empezar por ahí.
—Por ahí, sí. Y en el periodismo, bueno, lo recordarán, empezó como crítico de cine, en Buenos Aires. Estuvo en La Gaceta, que era el diario de su provincia, Tucumán. Hacía bibliográficas de literatura y ese tipo de cosas. Empezó muy jovencito, a los diecisiete años, como aspirante en el diario La Gaceta de Tucumán. Después vino el novelista y el académico, sobre todo en los últimos diez años, cuando se hizo cargo del Departamento de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Estatal de New Jersey, la Universidad de Rutgers, y ya venía haciendo cátedras y cosas.
—¿No tenía escondida ninguna otra actividad?
—Ninguna actividad. Deportista cero. Así que más que el ajedrez, el ajedrez físico y por internet, tenía el Chess Master, un programita de ajedrez que jugaba muchísimo en la computadora.
—¿Antes de escribir?
—En las pausas, en el medio, cuando tenía algún bloqueo, entonces iba al ajedrez y jugaba sus partidas ahí.
—Digamos que no era un hiperactivo...
—Deportista no, y los hijos salimos más o menos igual.
—Sabemos que dio cursos, seminarios. Como vos dijiste, tuvo todo un período de enseñanza académica en la universidad. Hablemos del Tomás Eloy que a lo mejor el lector no conoce, porque se conocen sus novelas, sobre todo Santa Evita y La novela de Perón, pero pocos saben sobre el perfil académico de Tomás. Recordemos que él era profesor de literatura española y latinoamericana.
—Él disfrutaba mucho esa parte de su trabajo académico por el contacto que tenía con los jóvenes. Le encantaba y se hacía amigo, casi, de los alumnos. Te estoy hablando de su época en Rutgers, de sus últimos diez años, y en sus computadoras encontré todas sus clases. Era muy riguroso. Hacía unos exámenes y unas preguntas, que yo digo: ipobres estudiantes! Porque era asociar, qué sé yo, El Quijote con la cumbia tal, con no sé qué cosa, una mezcla de géneros, de cosas donde encontraba puntos de contacto que el estudiante tenía que... iSupongo que habrían trabajado en clase todo eso!
—¿Se quejaba de los alumnos o no?
—No, no, al contrario. Tenía una relación casi de compinche con los alumnos. A algunos los conocí en viajes que hacía allá, después seguían vinculados con él. Junot Díaz, que fue alumno de él, siempre agradece la preparación que le dio y el impulso a seguir escribiendo. Como que dudaba, y dice que mi papá le dijo: «No. Vos tenés que dedicarte a esto. No hay duda». Y así muchos. Junot Díaz es Premio Pulitzer con La maravillosa vida breve de Óscar Wao y fue alumno de él en Rutgers. Él los llamaba para colaborar en diferentes trabajos, en algunos libros. Por las cartas que encontré en sus archivos, le tenían un gran afecto y un gran cariño, más allá del respeto como profesor y académico. Era muy riguroso en la preparación. Te digo porque esto yo lo vi en los archivos, asistí a los cursos que daba en la Fundación Nuevo Periodismo de García Márquez, donde ayudó a la creación de la Fundación e hizo muchos talleres, no solo acá en Colombia, sino en varios países... Y también el trato con los alumnos era de pares.
—Entre el 75 y el 83 vivió en Venezuela. Después de muchos años, vive un período en Estados Unidos dando clases. ¿Hubo otro país en el que viviera un tiempo largo?
—En México. Estuvo casi un año en Guadalajara, donde creó el diario Siglo XXI y estuvo casi un año viviendo ahí. Después se fue a Venezuela y Estados Unidos.
—Fue jefe de redacción de la revista Primera Plana; fundador del programa Telenoche; director de la revista Panorama, en la que publicó por primera vez Las Memorias del general, en el setenta, y director del suplemento cultural de La Opinión. Leí por ahí que García Márquez le había propuesto fundar un diario...
—El diario El Otro.
—Tomás Eloy Martínez escribe la primera reseña de Cien años de soledad, que se publica en Primera Plana. Él inaugura toda una cadena de discurso crítico sobre Cien años de soledad.
—Sí. Fue el primero. Esta historia también la contó mucho… Cuando llegan los originales de Cien años de soledad a la Editorial Sudamericana, a Paco Porrúa, que le mandan una mitad porque era lo que le alcanzaba el dinero para mandar a Gabo, Paco Porrúa llama a mi papá y le dice: «Recibí una novela maravillosa. No sabés lo que es esto. Tenés que venir a leerla». Mi papá estaba en Primera Plana en ese momento, en una revista muy importante argentina, y dice: «Bueno, traigámoslo a Buenos Aires, pongámoslo de jurado en un concurso literario de la revista Primera Plana». Estaban Roa Bastos, Gabo, no me acuerdo el tercero del jurado quién era. Es esa famosa portada de Primera Plana, en la que sale Gabo con su guayabera a cuadros, escocesa, roja, de colores chillones y amarillos. El título de esa edición era «La gran novela de América». Y ahí, con una entrevista a García Márquez, salió publicada la primera reseña de Cien años de soledad.
—Él escribe un artículo que se llama «La gran novela de América», que es justamente sobre Cien años de soledad, posterior a esa reseña del recuerdo. El primer libro de Tomás Eloy, de 1961, es La obra de Ayala y Torre Nilsson en las estructuras del cine argentino. En toda la obra de Tomás Eloy hay muchas referencias al cine, a los personajes, se comentan películas... Él tiene una producción interesante sobre cine, muchos escritores latinoamericanos la tienen. La tuvo Borges, la tuvo Horacio Quiroga. Hubo una parte discursiva de los escritores latinoamericanos muy unida al cine. Y en Purgatorio, que es la última novela de Tomás Eloy, de 2008, en la última parte (él elige 1978 como año central de la dictadura militar) aparece la muerte de Torre Nilsson, su funeral. Lo que quisiera es que nos contaras algo sobre ese costado, su vínculo con el cine. ¿Cómo le modificó la mirada sobre la realidad, sobre su escritura?
—Es muy gracioso esto. Él era crítico de cine. La historia también está contada, que a él lo echan del diario La Nación, donde era crítico de cine, porque a todas las producciones hollywoodenses, que eran las que aportaban publicitariamente al diario mucho dinero, él las criticaba y las destrozaba. Entonces, en un momento lo llamaron los directivos: «Mire, no puede seguir escribiendo». Es decir, le pidieron que no firmara, y él dijo: «La firma es mi único patrimonio como periodista, yo no puedo sacar mi firma y no voy a cambiar de opinión». Entonces lo pasaron a la sección Movimientos Marítimos, donde duró una semana y se fue. Su primer amigo en Buenos Aires es Augusto Roa Bastos, el escritor paraguayo, y él se quedó ahí a la deriva. En los movimientos marítimos, pues, a la deriva.
—Claro, siendo coherente con el cargo.
—Roa Bastos le dice: «Escribamos guiones de cine. Yo conozco un director, un productor. Ya tengo una reunión para mañana». «Pero ¿cómo vamos?» «Sí, ya tenemos un guion escrito de una película de un boxeador». Le cuenta así Roa Bastos que tienen la reunión con este productor. Roa Bastos miente, le dice: «Ya tenemos el noventa por ciento del guion. Mañana te lo traemos completo». Pero ino tenían nada! Entonces se pasaron toda la noche escribiendo entre los dos ese guion que acababan de inventar en un café y así hicieron varios guiones con Roa Bastos. O sea, él tenía una relación y un vínculo con el cine muy fuerte, mucho más allá de la necesidad económica de vender un guion. Y después, hacia el final de su vida, en sus últimos meses sobre todo, volvió a empezar a ver todas las películas de la época en la que él era crítico de cine. Se pasaba las tardes mirando las películas en blanco y negro. Lo acompañábamos muchas veces los hijos, y se sabía de memoria un montón de cosas de las escenas de los actores y hacía la crítica de cine de aquella película que había visto en su época de crítico, ahí, en vivo. Tenía una videoteca impresionante, sobre todo de cine. A él le gustaba mucho el cine negro francés. La verdad es que fue una cosa que permaneció a lo largo de toda su vida, por más que hubiese dejado la crítica cinematográfica.
—¿Cómo organizaba su trabajo? ¿Cómo se relacionaba Tomás Eloy con esa doble vertiente de producción que también, él mismo lo señala, es un rasgo muy latinoamericano? Uno lo ve en los escritores del siglo XIX: José Martí, Darío, quienes se ganaban la vida con las notas que publicaban en el diario La Nación, que les encargaban. ¿Cómo se relacionaba él con esa doble vertiente de producción: periodismo y literatura?
—Bueno, él decía ser muy disperso para la literatura. Lo contrario del periodismo, que es el vértigo, trabajar con la noticia, con la actualidad. El ritmo te lo da la actualidad, justamente. Y para la narrativa, él necesitaba imponerse una rutina de trabajo, de horarios y de días. Lo ponía de mal humor que ese esquema se le rompiera porque necesitaba concentración Tenía una pizarra en su escritorio donde iba anotando su progreso y su ritmo de páginas de trabajo en una novela y comparaba cuándo iba más rápido. En El cantor de tango iba así, midiendo las palabras o páginas de una semana. Hay que descifrar ese cuadro porque estaba lleno de colores, lo tengo en la Fundación. Si se veía lento, suspendía compromisos porque su prioridad, cuando estaba escribiendo una novela, era dedicarse a eso. Investigaba mucho, había una fusión tal entre esos dos focos en los que se desarrolló su trayectoria, que para la novela también investigaba periodísticamente. Si por ahí tenía que poner un solo dato de, por ejemplo, la temperatura de hoy en Barranquilla, compraba un libro sobre el clima del Caribe y la costa, e investigaba los movimientos del mar y las estrellas. Era capaz de tener un estante en su biblioteca de eso solamente, y por ahí era una línea lo que iba a incluir en la novela.
—Por un lado, él hablaba de la dificultad para producir, a pesar de que hubiera producido mucho. Pero digamos que no podía producir más de dos páginas. Se lo nota como ansioso en ese sentido. Pero por otro lado, se tomaba todo el tiempo del mundo para escribir. No me parece que Tomás Eloy pertenezca a los escritores apurados por sacarse de encima una obra...
—No, si no estaba él convencido, no. Pasó con Santa Evita. El editor lo apuraba, lo apuraba, lo apuraba. Claro, era Santa Evita, una novela que sabían que iba a tener mucho éxito. Tenía como cuatro o cinco versiones, y él —está en la correspondencia con el editor Juan Forn, en ese momento de Planeta— le decía: «En septiembre va a estar», «En noviembre va a estar», «En mayo seguro va a estar» y así iba aplazando. Luego nuevamente le dice: «La he escrito de vuelta». El editor estaba desesperado. Él se tomaba todo el tiempo del mundo. Es más, hay una novela que se llama Mujer de la vida, inédita, que está en sus archivos, y él dice: «Esta es una novela muerta». Dice: «La guardo como testimonio de que un escritor también puede fracasar». Entonces está ahí para saber que nadie es perfecto.
—Me interesa hacer hincapié en eso, porque hay una presión del mercado para que los escritores estén produciendo a razón de un libro cada dos años. Me parece que Tomás Eloy formaba parte de ese otro grupo de escritores, de los que se dan su tiempo. Hablemos, si te parece, de La novela de Perón. Una de las primeras versiones, por lo menos la que aparece en una antología, es del 66 y La novela de Perón es del 85… Pasaron icuántos años!, y él maduró la novela. Vos hablaste de la investigación y me gustaría que enfocáramos el tema de la investigación desde dos cuestiones. Por un lado, la búsqueda de la verdad y por otro, el tema de la escritura. Te voy a leer una frase de Tomás, un pedacito de un texto que se llama «Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI». Es una conferencia que dio en Guadalajara, en una asamblea de la SIP en 1997: «Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar, esos son los verbos capitales de la profesión más arriesgada y más apasionante del mundo». Voy a tomar dos ejemplos: La pasión según Trelew, del que hace una primera edición, y después, a pesar de que publica las crónicas, sigue investigando y de ahí surge el libro. Y con Las memorias del general hace lo mismo, ¿no?
—Sí. Con La pasión según Trelew, él era director de Panorama. Para los que no conocen la historia, había unos presos políticos, en una ciudad del sur de Argentina que se llama Trelew, donde dicen los cables que se habían fugado y en un enfrentamiento con militares, en ese intento de fuga, los matan. Él estaba como director de Panorama y le parecía que era muy rara la versión de la fuga. La historia se supo después, que habían sido fusilados. No era un enfrentamiento ni nada. Entonces él, en la revista Panorama, publica el artículo con estas dudas. Es raro un artículo periodístico dudando de la versión oficial que dan los militares. Lo echan por supuesto, por solicitud de los militares, y él se va a Trelew a investigar lo que había pasado con los vecinos, con el pueblo. El pueblo estaba indignado porque sabían la verdad, sabían que había sido un fusilamiento. Había cierta simpatía con los presos políticos, y de ahí surge el libro La pasión según Trelew. Después pasaron los años, y él, con más de setenta años, cuando se empieza a hacer el juicio a los responsables de esos fusilamientos y se sabe la verdad, él va a declarar a Trelew como testigo de lo que había averiguado. La pasión según Trelew fue un libro que después fue incinerado.
—¿En Córdoba?
—Sí, en un cuartel militar, cuando llegaron los militares.
—Pero ¿después de esa primera versión él hace otra en el 97?
—Es esta de la que hablamos, que retoma todo lo que había pasado con los protagonistas y con el juicio que se estaba llevando a cabo.
—Hablemos de la entrevista a Perón. Es en Puerta de Hierro, en 1970. Pero en realidad no es una entrevista, porque él le pasa esas memorias raras que escribe...
—Las memorias que él va cotejando, sí. Él era corresponsal en París de la editorial Abril y se le ocurre tirarse el lance: «Voy a llamar a Perón, a ver si me atiende». Perón finalmente le dice que sí: «Pero ¿de qué me quiere hablar?». Improvisando, mi papá dice: «Es hora de que cuente su vida». Y Perón le responde: «Ah, bueno, bueno, véngase». Perón estaba preparando con López Rega sus memorias. La versión de Perón y los detalles de López Rega son una serie de encuentros, de charlas, donde van leyendo las memorias. Pero mi papá iba tratando de cotejar los datos que tenían esas memorias oficiales de Perón con la realidad, con la historia. Perón solo había autorizado que se publicaran las memorias que él había escrito, de ahí el origen de La novela de Perón. En la tapa de la primera edición de Legasa, dice: «¿Cuál es la verdadera historia?». ¿La historia oficial, la que cuentan, la que quiere él o la que se contrasta con los documentos? Y empezó a ver que eran tantas las versiones de la vida de Perón que era imposible hacer una biografía totalmente real. Entonces dijo: «La mejor forma es novelar esto, no hay otra manera de contar que novelándolo». Y ese fue el origen de La novela de Perón, que tiene, como vos decís, muchísimas versiones. La primera versión está en una libretita del tamaño de las de los coles.
—De las memorias está la versión del 70, que es la que él publica en Panorama. Después, en el 96, las saca en forma de libro: Las memorias del general. Pero después tampoco lo convencen. Pone, saca material. Y en 2004, publica Las vidas del general.
—Es el mismo libro cambiado. Le preguntaban mucho hasta dónde es verdad, hasta dónde es mentira, qué es inventado, qué es imaginado, porque cosas que están en La novela de Perón se empezaron a tomar como datos históricos, reales, y habían sido cosas que inventó él. Entonces tenía que aclarar todo el tiempo: «Eso lo inventé yo».
—¿Te acordás de algo que fuera así?
—Por ejemplo, cuando se encuentran Perón y Evita en el Luna Park, que, según él inventó, Evita le dice a Perón: «Coronel, gracias por existir». Eso lo inventó él, pero lo ponen como diálogo histórico y real. Ponen a testigos y todo. Pero la trampa era que, sabiendo que él había investigado tanto, no podía inventar cosas.
—Pero él le señala el camino al lector, funda con cada libro un pacto de lectura especial, porque no me parece casual que el primero se llame Las memorias del general, luego Las vidas del general y después La novela de Perón. Las memorias del general, porque él siente que él no había aportado más que el trabajo de compilación, le habían dado las memorias servidas. Las vidas del general, porque saca y pone cosas, y La novela de Perón, porque estaba marcando cómo debía ser leído ese texto. Esto es una novela, esto es ficción.
—Eso lo aclara en la contratapa de la edición, dice: «Esto es una novela, por eso le puse La novela».
—En el proceso de investigación previo a la escritura, porque primero está la investigación en la búsqueda de la verdad, él investigaba, escribía, sacaba una crónica, sacaba un libro, pero si después tenía que corregir los datos o porque en otra investigación le saltaba otra información, no tenía ningún problema en hacerlo. No daba por cerrada una investigación. Esto lo entiendo porque retomó muchas investigaciones: la de Trelew, la de Perón, la de Evita. Pero por otro lado, está la investigación previa a la escritura, que me parece toda una poética de escritura en él. Él no ficcionalizaba en el aire, todas las novelas tienen algún basamento en lo real, en algún acontecimiento histórico. ¿Se preservan esas investigaciones?
—Sí. El material de investigación está todo. Santa Evita surge también porque, después de La novela de Perón (obviamente, en La novela de Perón la figura de Evita está muy presente), él recibe un llamado del brigadier Rojas Silveyra, que era el embajador en España cuando gobernaba Lanusse, el último presidente de un período militar. Después de él viene Perón al poder. El brigadier negocia con Perón dejarlo volver a Argentina y la devolución del cadáver de Evita, que había desaparecido durante años. Nadie sabía dónde estaba. Bueno, llama Rojas Silveyra a mi papá, porque él escribía mucho de Perón, de Evita, y dice: «Mire, yo tengo información que a usted le va a interesar. ¿Nos podemos ver en el bar Tabac?». Mi papá dice: «Tanta gente llama diciendo ese tipo de cosas, que después no tienen nada». Pero era el brigadier, ese que tuvo a cargo la negociación de la devolución del cadáver, y el otro personaje era el coronel Cabanillas, que fue el que le ordenó a Aramburu —el presidente siguiente a que derrocaran a Perón— sacar el cadáver de Evita del edificio de la CGT de los trabajadores, donde estuvo desde que murió, embalsamado. Sacarlo del país y enterrarlo en un lugar que nadie supo durante diecisiete años. Este hombre, Cabanillas, es el encargado de hacer ese operativo, de sacar el cadáver, llevarlo hasta Italia y enterrarlo en un cementerio de Milán con un nombre falso: María Maggi de Magistris. Estos dos personajes citan a mi papá y le cuentan toda esa historia. Después le dicen quiénes son y mi papá tiene una serie de entrevistas con ellos dos. Ellos le dan toda la documentación del cuerpo de Evita, de las cartas entre Perón y Lanusse negociando el regreso de Perón. Acabo de descubrir, porque recibí muchas de las cosas que estaban de mi papá en Estados Unidos, que toda esa documentación original la tenía él: las cartas de Perón firmadas por Perón, el ticket de recibo de cuando desentierran el cadáver de Evita del cementerio Maggiore de Milán —que estaba con un nombre falso—, una cuenta de cuánto tenían que pagar para sacar el cuerpo los desenterradores, un cajón nuevo, en fin. Toda esa documentación original la tenía guardada y toda la investigación. Así, son cantidades inimaginables de documentos increíbles. Cuando empecé a revisar el archivo, hallé una cantidad de cosas, fotos de la época del peronismo, millones, que no las había visto en ningún lado, increíble. Mi papá investigaba muchísimo. Yo en los últimos tiempos lo ayudaba en sus columnas periodísticas. Él tenía una columna quincenal que se publicaba en La Nación, en El País de España y en el New York Times, entonces pensaba mucho: «Bueno, voy a escribir…». Siempre trataba de que fuera algo coyuntural y me decía: «Bueno, esta semana voy a escribir sobre tal cosa». Entonces me citaba y me decía: «Buscame tal libro. Vas a encontrar tal cosa. Encontrá esto». Yo hacía todo el trabajo de investigación y después me interrogaba: «¿De dónde sacaste este dato? Mostrame dónde está. ¿Y la fuente de esto que ponés acá?». Era así. Si había alguna sombra de duda de que alguna cosa podía no ser cierta o no estaba chequeada, la sacaba.
—De Santa Evita quiero leer un fragmento para escuchar tu opinión y qué podés comentar, porque él marca que, con Santa Evita, más que con La novela de Perón, revierte la propuesta de la no ficción. Dice: «Novela significa licencia para mentir, para imaginar, para inventar, como yo he dicho más de una vez. Santa Evita invierte el procedimiento de novelas de no ficción de los años cincuenta y sesenta, desde Relato de un náufrago hasta A sangre fría. En aquellos casos se usaban las técnicas de la novela para narrar hechos reales y verificables. En este caso, para crear un efecto de verosimilitud superlativa, uso las herramientas del periodismo: entrevistas, cartas, guiones, pero falsos». O sea que él inventa en Santa Evita documentos que no existen, cartas que no existen, ¿no? ¿Qué mito nuevo te parece que creó la Santa Evita de Tomás sobre Evita?
—Bueno, esto que te digo del primer encuentro entre ellos dos.
—En el Museo de Eva Perón, la frase de la novela Santa Evita está como una frase verdadera. Si no me equivoco, creo que la leí ahí también.
—Esa es una de las cosas que tomaron como reales. Después, lo de las copias de los cadáveres. Ahora quedó claro que no fue así. Él inventa en la novela que se hacen copias del cadáver embalsamado de Evita en muñecas de cera, y los militares para despistar mandan una acá, otra allá, para que el cuerpo real nunca se encontrara. Eso también creían que era cierto.
—Bueno, comprendamos que la historia argentina da para todo eso..., para inventar lo que se te ocurra.
—Bueno, la historia del cuerpo de Evita es tan alucinante, está tan llena de cosas que uno no puede creer que hayan pasado. Excede cualquier cosa que haya creado la imaginación.
—Ese hombre enamorado...
—El cadáver de Evita está en la CGT. Cuando viene el golpe, le dicen a Moori Koenig, creo que el jefe de la inteligencia del ejército: «Saque el cadáver de ahí, porque en cualquier momento vienen y lo secuestran». Entonces este hombre se obsesiona con el cadáver. Primero lo pone en una camioneta y la va estacionando en diferentes lados. Después el chofer de esa camioneta un día la deja en su casa, en el estacionamiento, y ve una sombra merodeando en la noche. Pero era su mujer, que estaba embarazada. Él cree que es alguien que quizás se ha enterado de que estaba el cadáver ahí, le dispara y la mata. iEsas son cosas ciertas! Es tan delirante todo.
—Es historia sin literatura.
—Y después el coronel se lleva el cuerpo a su oficina en la CGT, lo tiene de pie, y cuentan que hacía unas festicholas con el cuerpo ahí parado. Pero cuando ven que el tipo empieza a delirar, que Moori Koenig se había obsesionado tanto con el cadáver que hasta a la mujer y a la hija las hacía peinar con rodete igual que Evita, le llega a Aramburu esta historia y dice: «A este hombre hay que sacarle el cadáver de sus manos porque se está volviendo loco». Ahí es cuando llaman al coronel Cabanillas, le dan la misión de sacarlo del país y enterrarlo. Y diecisiete años después se lo ordenan a él mismo, porque era el único que sabía junto a su colaborador qué habían hecho con el cadáver. Ningún oficial quería saber. Cuando le va a llevar el sobre a Aramburu diciendo: «Acá está, acá la enterré, acá está el título de propiedad de la tumba a nombre del Estado argentino», Aramburu le dice: «Yo no quiero saber nada. Yo no quiero saber dónde está». La enterró cristianamente como pidió la madre, pues se habían comprometido con la madre de Evita a darle un entierro cristiano, en un cementerio cristiano. Y a ese tipo lo llaman diecisiete años después para decirle: «Bueno, vos tenés el cadáver. Traelo, hay que dárselo a Perón de vuelta».
—De alguna manera, Tomás tiene el olfato para captar algo de la historia argentina, tomarlo y exacerbarlo. ¿Y la anécdota del cine? iEsa es muy interesante para ver cómo funciona la cabeza de un escritor!
—Se estrenó en Buenos Aires una obra de teatro de una directora y dramaturga que se llama Eva Halac, donde los dos personajes son Rodolfo Walsh, el autor de Operación Masacre, y mi papá, los dos obsesionados por encontrar el cadáver de Evita. Entonces, empiezan a intercarnbiar datos y Walsh es el que dice por primera vez: «Me llegó el dato de que el cadáver está en Bonn, en la embajada argentina en Alemania». Mi papá se va a Alemania a buscarlo, y a partir de ahí surge la obsesión por este tema del cadáver de Evita, que dura tantos años.
—No quiero dejar de hablar sobre el archivo. Vos presidís la Fundación Tomás Eloy Martínez. Tu papá te eligió como su albacea, el cuidador de su obra, entonces quiero que nos cuentes la importancia de ese archivo, lo que puede significar para los escritores y los periodistas, y que hables un poco sobre esas dos novelas que quedaron inéditas. Me interesa mucho conocer tu criterio con respecto a lo que podría ser la edición póstuma de esas obras.
—La idea que tenía al crear la Fundación, aparte de estimular la obra de jóvenes narradores, jóvenes periodistas, que era lo que él hacía en vida, era que en un solo lugar permanecieran toda su biblioteca, sus papeles, sus archivos. Él había vivido muchos exilios y fue perdiendo en el camino libros y cosas que quería mucho, y no quería que eso pasara con esa biblioteca que, por fin, después de tantos años, había logrado reunir de vuelta. Entonces, todo eso está en la sede de la Fundación y está todo su material, no solo de investigación, de cada uno de sus libros, aunque fuera una novela. Tiene un archivo de investigación periodística muy importante y quería que eso estuviera disponible para cualquier investigador. En los últimos dos años han venido cantidades, y ahora que ya está digitalizado, les pudimos mandar material a estudiantes de Canadá, de Portugal, de Estados Unidos, de Francia. Algunos pudieron venir. Cuando se enteraron de que estaba eso no lo podían creer. Están haciendo su tesis, sus doctorados, sobre alguna parte de la obra de él, y la verdad es que ver la alegría que tienen al encontrar todo lo que hay disponible para el trabajo que están haciendo… A los que están afuera se lo mandamos. La verdad es que a mí me da una satisfacción muy grande pensar en que esto sirve para la gente, para lo que él quería.
Público: ¿No es para ti una atadura cargar una heredad de ese tamaño, de «las memorias y la historia de mi padre»?
E. M.: No, al revés. Me siento muy orgulloso de que él me haya elegido. Siete hijos tiene él y yo soy el único que me dedico al periodismo. Entonces tuve un vínculo con él muy fuerte desde ahí. Cuando él me habló de la Fundación, me dijo que me encargara de la obra de él. Me sentí superorgulloso. Y mis hermanos también lo entendieron, porque soy el que está más en el tema, puedo tomar decisiones con un poco más de conocimiento de este mundo en el que él se movía. Es mucho trabajo, eso es cierto. Hay que tomar muchas decisiones, incluso por ahí, a mis hermanos no les gusta. A veces mis hermanos dicen: «¿Por qué no publicás esa novela inédita que hay ahí?». Y digo que no, porque él no quiso hacer eso. Entonces, yo creo que él me eligió porque sabía que iba a respetar ese tipo de cosas, también porque entiendo por qué las hacía. Yo lo hago con mucho orgullo pero él me dijo: «Quiero que hagas todo esto, pero que no dejes por esto tu carrera periodística. Solo con esa condición». Entonces, yo hago todo esto, sigo mi carrera como periodista y me ocupo de la Fundación, pero lo hago con ganas y con mucho orgullo. Me encantan este tipo de cosas y poder venir y estar en su nombre.
Público: Ezequiel, al margen de sus dos muy buenas novelas sobre Perón y Evita, ¿qué relación tuvo tu padre con el peronismo? ¿Tuvo simpatía por los personajes, por Eva Perón y por el general Perón?
E. M.: Él siempre trataba de aclarar que no era peronista. En un momento, una vez dijo: «No, todo el mundo dice que yo soy peronólogo, o lo que es peor, peronista», pero con simpatía hacia los peronistas. El decía algo como «nos puede pasar a cualquiera con personajes de ese calibre histórico, de ese peso, claro, uno se encandila». Él conoció a Perón, lo conoció de primera mano, y se dio cuenta de que era un hombre de un carisma y de un poder de seducción hacia el otro muy importante. Uno se termina obsesionando y digamos que eso lleva a querer conocer más a ese personaje. Creo que pasaba por ahí, por la obsesión, volviendo a las obsesiones, por un personaje histórico de mucho peso. Y con Evita, se obsesionó más con el cuerpo de Evita que con Evita misma. También pasaba lo mismo, fue una figura muy importante en la historia argentina. Cualquiera se interesa por un personaje así, pero cuando conoció la historia del cuerpo, mucho más.
Entrevista corregida para este blog; publicada en El libro del Carnaval Internacional de las Artes 2014 (ed. Heriberto Fiorillo), Barranquilla, Ediciones La Cueva, 2015.
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NOTAS Y RESEÑAS
«Las obsesiones de Tomás Eloy Martínez revivieron en La Cueva», en El Heraldo, Barranquilla, 16 de febrero de 2014: https://www.elheraldo.co/tendencias/las-obsesiones-de-tomas-eloy-revivieron-en-la-cueva-143137