Pablo de Rokha: la poesía, las ideas, el amor

 



Los escasos críticos que se han dedicado a rescatar, interpre­tar y reubicar la obra del poeta chileno Pablo de Rokha —nacido en 1894 y cuyo verdadero nombre era Carlos Díaz Loyola— siempre señalan el injusto olvido o la indiferencia a los que fue sometida su obra. Escribió cua­renta y dos libros de poemas y de estética. Fundó además las revistas Dínamo, Numen, Agonal y Multitud, la más polémica y cono­cida de todas ellas. Tras las acaloradas discusiones que sostuvo con Vicente Huidobro y Pablo Neruda, sus declaraciones y su figura tuvieron una considerable repercusión en el ambiente literario. Mencionado al pasar en artículos de corte históri­co e incluidos algunos de sus poemas en sucesivas antologías, hoy se recono­ce casi unáni­memente su peculiaridad como poeta, por la definición de una propuesta estética que incluyó dos ideales que a priori podrían parecer contrarios: la autonomía del lenguaje poético y, desde la perspectiva social y política, el fin transformador y revolucio­nario de la poesía.

Sus sucesivos libros, muchos de ellos editados y distri­buidos por el clan De Rokha a través de una compacta y entu­siasta organización familiar, provocaron en su momento un sinnúme­ro de adjetivos que los desacreditaron, a la par que las publicaciones de otros poetas recibían elogios y aplausos. En su mayoría, las opinio­nes críticas de esos años fueron negativas y hasta ofen­sivas, pero no mucho más que los duros juicios que él supo dirigir a sus contem­porá­neos, entre los que se contaba el crítico literario Hernán Díaz Arrieta (Alone).

Si pudieran sintetizarse con una sola palabra su vida y su obra, su posición ante el arte y la realidad, quizás la más adecuada sería «excesivo». Nada más cercano a su tono y a las imágenes que cruzan sus poemas —incluso por el desborde de las palabras, que avanzan sin dejar espacios en blanco— que la idea misma de exceso, de exuberancia, de desmesura. Por la pluralidad de asociaciones y el uso de la reiteración, por las largas tiradas de versos que pueden convertir un único y extenso poema en un libro, por la fuerza de las imágenes y el senti­miento feroz que transmiten, por la carga de dolor y tristeza, por la insaciabilidad del dis­frute, Pablo de Rokha, como creador, reba­sa los límites, desafía las con­ten­cio­nes, transgrede las reglas, bucea hasta llegar y traspa­sar los bordes.

La dimen­sión de su palabra, el obje­tivo al que su escri­tura se dirige como una flecha también es desbordante: el yo del poeta dice representar al universo entero, se vuelve voz del hombre genéri­co, se esconde bajo la identidad del mal de Satanás y la heroicidad de Moi­sés. Sus versos afirman: «Soy el coordinador de la angustia del universo». Y también:

Como el dolor nacional es mío, el dolor popular me horada
la palabra, desgarrándome,
como si todos los niños hambrientos de Chile fueran mis
parientes.

Las pasiones, los buenos y opulentos sentimientos, los oscu­ros instintos y un huracán de sensaciones explotan en los poemas de Pablo de Rokha. Asociaciones insospechadas, redes semánticas itineran­tes que asoman en uno y otro poema: toro, aullar, dolor, muerte, candado, bestia, furia, tristeza, pobre­za, cuerpo, Chile. La demostración más contundente de la importancia que le daba Pablo de Rokha a determinadas palabras, presentes en varias de sus páginas, puede observarse en su «Vocabulario rokhiano», preparado por él mismo para su antología Mis grandes poemas, publicada en 1968 por Editorial Nascimento. Naín Nómez lo incluye al final de la antología Escrito sobre Rokha (Editorial Universidad de Talca, 2013). 

Los términos y las ideas opuestas que posibilitan la convi­vencia de lo profano con lo divino o lo individual con lo cósmico dan lugar a una escritura que no deja de sorpren­der, que genera la ilusión de una indagación ininterrumpida con las posibilidades que el lengua­je ofrece y se hace presente en cada poema.

Nada más alejado de la obra de Pablo de Rokha que la sobriedad. Nada más opuesto al control, a la contención. Tampo­co cabría pensar en lo unívoco al tratarse de Pablo de Rokha, incluso con respecto a su vida. En Retra­to de mi padre, su hija Lukó revela facetas muy disímiles, que lo muestran con una enorme capacidad de protección, de ternura, de amor y también como un iracundo irrefrenable. Describe algunas conductas casi monacales —no posee biblio­teca, regala sus libros una vez que los lee— y, a la vez, gestos de desborde en los que parece que su vida se consume en un minuto. Entre otras anécdotas, Lukó recuerda que cuando su padre recibe en 1965 el Premio Nacional de Literatu­ra su casa se llena de gente y les da de comer a todos los niños del barrio:

A propósito de ese pre­mio, mi padre encargó una inmensa cantidad de prietas, empana­das, carne y vino para atender a ese mar humano que llegó a salu­darlo. En un momento determina­do llamó por teléfo­no Euge­nio González, a la sazón rector de la Universidad de Chile y presidente del jurado, y con quien mi padre mantuvo una amis­tad que duró toda la vida. Una vez en el teléfono, don Eugenio le dijo: «Te llamo para que sepas que el día tal es la entrega del premio en el Salón de Honor de la universidad». Escuché a mi padre contestarle: «No, hombre, yo no me presto para ese circo. Mándame solamente los cobres para pagar la comida y el trago que estoy ofreciendo a mis ami­gos».


De la autonomía al compromiso

En «Prólogo», de su libro El folletín del diablo (1916-1922), ya puede observarse cómo ideas y términos con connotaciones distantes, y hasta opuestas, dialogan en un mismo espacio de escritu­ra. El bien y el mal, iglesias y garitos, látigo y flor, vida y sepultura, la destrucción y la creación:

Crujo en la máquina moderna,
canto en las llagas y en la luna,
en el hogar, en la taberna,
en el ataúd y en la cuna.

Quiero ser simul­táneamente
sombra y luz, raíz, hoja y fruto,
y condensar inmensamente
toda la vida en un minuto.


En «Pablo de Rokha por Pablo de Rokha» (Los gemidos, 1922), descentrada la verdad, las ideas se disparan hasta llegar al sinsentido y producen un despiadado cuestionamiento: 

Ayer me creía muerto; hoy no afirmo nada, nada, absolutamente nada y, con el plumero cosmopolita de la angustia, sacudo las telarañas a mi esqueleto sonriéndome en gris de las calaveras, las paradojas, las apariencias y los pensamientos; cual una culebra de fuego la verdad de la verdad le muerde las costillas al lúgubre Pablo.

En sus libros de los años veinte, precisa su lugar como escritor a partir de una necesidad vital de escritura, casi como obediencia a un mandato que lo excede. Dice en su poema «Balada», también de Los gemidos: «Yo canto el canto sin querer, necesariamente, irremediable­mente, fatalmen­te, al azar de los sucesos, como quien come, bebe o anda y porque sí». Con un gesto de modernidad artística, hacia 1929 mostrará en Ecua­ción (Canto de la fórmula estética) que la poesía puede valerse como forma y creación en sí misma:

2
Que nunca el canto se parezca a nada, ni a un hombre, ni a un alma, ni a un canto.

4
¿Qué canta el canto? Nada. El canto canta, el canto canta, no como el pájaro, sino como el canto del pájaro.

10
Escoged un material cualquiera, sí, un material cualquiera; no obstante, un material cualquiera determina la biología del poeta, la diagnostica; escoged un material cualquiera, como quien escoge estrellas entre gusanos...

20
El canto, como el genio, ha de crear atmósfera, temperatura, medida del universo, ambiente, luz, que irradie soles personales.


Sin embargo, en El amigo piedra, su autobiografía póstu­ma, editada en 1990 por Naín Nómez, se define como «un subver­sivo que refleja la podredum­bre burguesa, un subversivo que­mante, un subversivo utilizable». En U, tal como observa Fer­nando Alegría, da señales de rebeldía y ataque contra la sociedad burguesa y, al entrar como militante en el Partido Comu­nista, pone su poesía en función del marxismo, del que jamás se apartará. En 1939 es expulsado del PC, después de verse involucrado en una relación amorosa con una integrante que funcionaba como espía. Sin embargo, según testimonia su hija Lukó en el documental Pablo de Rokha. El amigo piedra, dirigido por Diego Meza Soto (2010), les exige a su esposa y a sus hijos que jamás, por ningún motivo del mundo, atacarán al PC porque, a pesar de todo, comparte con sus integrantes la misma ideología. De Rokha se consideraba «un comunista-marxista-lenilista».

En 1943, el presidente chileno Juan Antonio Ríos, amigo personal durante toda su vida, lo nombra embajador cultural. El poeta recorre, junto a su esposa Winétt, diecinueve países de América Latina y los Estados Unidos. De esta expe­riencia surgirá el proyecto de dar cuenta, como lo hace tam­bién Neruda en parte de su obra, de la dimensión y la singulari­dad americana y, en particular, de aquellos elementos que hacen a la idio­sincrasia nacional, a una identidad chilena. Entre 1945 y 1949 publica Los poemas conti­nentales (1944-1945), Interpretación dia­léctica de América: los cinco estilos del Pacífico (1948) y Carta magna del continente (1949).

Pablo de Rokha conocía profundamente su país, las costum­bres de su pueblo, los diversos paisajes, las plan­tas, los pájaros. Buena parte de este saber, que provenía de la experiencia directa y que el poeta exaltaba como una manifestación clara de su chile­nidad, se transforma en materia poética. En este sentido, uno de sus poemas más hermosos es «Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile (Ensueño del infierno)», en el que reafirma la fusión entre el yo poético y un nosotros nacional a través de una multiplicidad de imágenes que convocan y transmiten el placer de los sentidos. El poema se abre mostrando algunas constantes de su poesía:

Hermoso como vacuno joven es el canto de las ranas
    guisadas entre perdices,
a alta manta doñiguana es más preciosa que la pierna de la
    señora más preciosa, lo más precioso que existe, para
    embarcarse en un curanto bien servido,
el cama­rón del Huasco es rico, chorreando vino y sentimiento,
como el choro de miel que se cosecha entre mujeres, entre
    cochayu­yos de oceánica, entre laureles y vihuelas de
    Talcahuano por el jugo de limón otoñal de los siglos,
o como la olorosa empanada colchagüina, que agranda de
    caldo la garganta y clama, de horno, floreciendo los
    rodeos flor de durazno.

En este extenso poema se dan cita no solo las comidas y las bebidas típicas de Chile sino, además, los modos en que los chilenos toman contacto a través del gusto con sus manjares. Pablo de Rokha escenifica la manera de preparar y presentar una gran variedad de alimen­tos chilenos, y las situaciones en las que sus compatriotas los consumen. Todo conflu­ye en un reguero de imágenes: los seres humanos, las comidas y bebidas, las ciuda­des y los pueblos, las carac­terís­ticas del día, los estados de ánimo y los sentimientos: 

Si se prefiere el ganso con ajo y arvejitas, cómase en la 
    pro­vincia de Cautín, y el curanto en Chiloé y en Osorno 
    o Puerto Montt o en Carahue, para la época de las
    Candelarias, en días nubla­dos, indefecti­blemente nubla­dos,
    mientras tiritan las hojas caídas en el agua inmen­sa.

Como ocurre también en otros de sus poemas, Pablo de Rokha crea escenas ideales, en las que achica la distancia entre la realidad y lo que él desea colocar en su lugar:

Si fuera posible, sirvámonos la empanada, bien caliente, bien
    caldúa, bien picante,
debajo del parrón, sentados en enormes piedras, recordando
    y añorando lo copretérito y denigrando a los parientes,
    cacho a cacho de cabernet talquino,
y la sopaipilla lloviendo, con poncho, completamente mojados,
    entre naranjas y violetas, acompañados del cura párroco y
    borrachos.




Su amor por Winétt

Es evidente que las figuras de Vicente Huidobro y Pablo Neruda eclipsaron el lugar que Pablo de Rokha ocupó y aún ocupa en la historia de la literatura latinoame­ricana y en la memoria de los lectores, especializados o no. Así como el peso de la ruptura vanguardista cubre de honores Altazor de Huidobro, Neruda se lleva el trofeo como poeta del amor por sus sonetos y sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Sin embargo, de Rokha fue uno de los poetas más vanguar­distas de los años veinte, como puede observarse en las innovaciones métricas y temáticas, en el juego constante con imáge­nes surrealistas de Cosmogonía (1925), U (1926), Suramé­rica y Satanás (1927). También fue un poeta del amor y, a su vez, prota­gonista de una histo­ria amorosa casi novelesca, que atraviesa su vida y buena parte de sus versos. Su musa inspiradora fue Winétt de Rokha —seudónimo de Luisa Anabalón Sanderson, también poeta.

Siendo muy jóvenes, Wi­nétt le envía su libro de poemas Lo que me dijo el silen­cio, que lleva una foto suya. A Pablo de Rokha no le gustan los poemas, pero la foto sí, y mucho. Tanto como para proponerle que se conozcan y enamorarse de ella. Contra las maldiciones de la familia de Winétt, se casan a los siete meses. A largo de su matrimonio, tienen nueve hijos; dos mueren prematuramente: Carmencita y Tomás, de escarlatina. Por él escribe «Bandera de luto»: «Aquí, en este vértice, Tomás, hago un abismo, trazo un vacío imponente, para mi vida»

Para Pablo de Rokha, Winétt es la mejor poeta continental de esos años, superior a Gabriela Mistral. La describe con pasión y ternura, la nombra en sus versos, le rinde constante homenaje. Su hija Lukó cuenta: «Su amor por mi madre era tan desmesurado, que lo hacía egoís­ta. Los hijos solo disfru­tába­mos de ella cuando él estaba ausente». 

Cuando ella enferma, no se aparta de su lado. Winétt muere el 7 de agosto de 1951 y Pablo de Rokha se coloca una corbata negra que llevará puesta hasta el día de su muerte. En 1953 le dedica a Winétt su libro Fuego negro y la convoca, entre otros, en su bello y conmovedor «Canto del macho anciano», de su libro Acero de invierno (1961):

Sentado a la sombra de un sepulcro,
o enarbolando el gran anillo matrimonial herido a la manera
    de palomas que se deshojan como congojas,
escarbo los últimos atardeceres.

        (...)

Fallan las glándulas
y el varón genital intimidado por el yo rabioso, se recoge a la
    medida del abatimiento o atardeciendo
araña la perdida felicidad en los escombros;
el amor nos agarró y nos estrujó como a limones desesperados,
yo ando lamiendo su ternura,
pero ella se diluye en la eternidad, se confunde en la
    eternidad, se destruye en la eternidad y aunque existo
    porque batallo y «mi poesía es mi militancia»,
todo lo eterno me rodea amenazándome y gritando desde la
    otra orilla.
       (...)

No fui dueño de fundo, ni marino, ni atorrante, ni contra-
    bandista o arriero cordillerano,
mi voluntad no tuvo caballos ni mujeres en la edad madura
y a mi amor lo arrasó la muerte azotándolo con su aldabón
    tronchado, despedazado e inútil y su huracán oliendo a
    manzada asesinada.

Pablo de Rokha sufre el dolor de esta pérdida durante diecisiete años, al que se suma otro más: el suicidio de su hijo Pablo el 10 de septiembre de 1968. Seis meses después, Pablo de Rokha se dispara un tiro en el paladar con el Smith & Wesson calibre 44 que le había obsequiado David Alfaro Siqueiros en su paso por México. Entre quienes asisten al funeral, se encuentran Salvador Allende y el escritor Carlos Droguett, que prologaría unos años después la reedición de Epopeya de las comidas y bebidas de Chile realizada por Casa de las Américas (La Habana, 1986). 

En 1995, el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires publica Homenaje a Pablo de Rokha (prólogo y selección de Susana Santos), en el que se dan a conocer siete poemas inéditos hasta ese momento, titulados Sone­tos del amor perdi­do, seguramente inspirados en Winétt. La edición incluye un informe técnico-pericial-caligráfico de Carlos Guzmán que confirma la autoría de Pablo de Rokha y dos ensayos, uno de Naín Nómez y otro de la compiladora. El tercer soneto se abre con las siguientes estrofas:

    Hundida en la materia desenfrenada e impura,
tu actitud de crepúsculo de épocas se diluye,
y tu pequeño pie de enorme criatura
en la morfología de la violeta influye.

    Rumor de mutitud tiene tu arquitectura,
la abeja es la cigarra que a tu ataúd confluye,
y las masas humanas remontan a la altura
por tu pulso en el cual lo cósmico se intuye.
El amor y la muerte van de la mano en estos poemas, escritos por Pablo de Rokha con el recuerdo de Winnett «al hombro», «andando solo», «tronchado, fusilado, desesperado». Dice en las dos últimas estrofas del quinto soneto:
    Entonces, como «entonces», te siento en mis rodillas,
y contra un vendaval de flores amarillas
en la pradera hay una rotunda luz girante.

    El dolor colosal me arrastra a la fe aciaga
de los enamorados, pero el sueño se apaga,
y restalla la lágrima del ser agonizante.

Lukó relata que, tras la muerte de su madre, cada 7 de agosto, religiosamente, él disponía los homenajes. Leían discursos en su memoria en la Universi­dad de Chile y le llevaban flores a su tumba, en la que mandó esculpir el siguiente mensaje: «Aquí duerme y crece para siempre la más hermosa flor de los jardines del mundo. Pablo». 

Entradas más populares de este blog

Coda: el eterno retorno de Nietzsche y algo más

Sobre mí

Roberto Rossellini (2): «las guerras domésticas»

El amor: ¿arde o perdura?

El compromiso del testimoniante: relato y verdad

La hormiguita viajera

Tlatelolco: entre la borradura y la inscripción

Natalia Ginzburg: «Mi oficio es escribir historias»

Hay Festival Cartagena: ¿conversaciones o entrevistas?