Antonieta Rivas Mercado: la mujer, la escritora
En torno a la figura de Antonieta Rivas Mercado (México, 1900-1931) se han levantado un sinnúmero de leyendas que la muestran como una mujer transgresora, exótica, apasionada y torturada por sus fantasmas interiores. Entre todas las notas, artículos y libros sobre su vida, la biografía de Fabienne Bradu (Fondo de Cultura Económica, México, 1991), quien declara: «Me enfrenté a los riesgos de un mito, sin excluir mi propia fascinación por un personaje que no siempre me fue fácil adivinar», muestra tal vez como ningún otro caso la dificultad de escapar de la imagen que se ha hecho sobre su vida.
Influye en la construcción del mito sobre Antonieta su relación con varones que, de una u otra manera, estuvieron conectados o lucharon por obtener un espacio en la sociedad mexicana, entre 1910 y 1930, en relación con el poder político o cultural. Primero fue su padre, arquitecto elegido por el dictador Porfirio Díaz para la edificación de un monumento que sellara los festejos del centenario. Fue él quien levantó en el Paseo de la Reforma el famoso Ángel de la Independencia, que repite en su rostro los rasgos de una de sus hijas. Antonieta participó en los preparativos y los actos conmemorativos, en las reuniones en su casa con personajes clave de esos años. Dos meses más tarde, vería desmoronarse ese lugar de privilegio al caer el porfiriato, con el inicio de la revolución de 1910. Luego sería su amor por el pintor Manuel Rodríguez Lozano y, más tarde, el vínculo con José Vasconcelos, escritor y candidato por el Partido Nacional Antirreeleccionista para la presidencia de la nación en las elecciones de 1929. Casi de manera inevitable, al hacer referencia a Antonieta, uno o los tres varones se presentan como sostenes o puntos de referencia para ubicarla en su tiempo. Este modo de probar su existencia es algo más que un lugar común o un simple gesto de interpretación que lleva a establecer filiaciones con estas figuras ya canónicas.
Resulta entonces significativo que su nombre aparezca con frecuencia adosado al de un varón, o incluso oculto tras él, silenciado. De hecho, es el femenino del de su padre, Antonio Rivas Mercado. Paradójicamente, al editarse en 1987 sus Obras completas, Luis Mario Schneider, que es quien las reúne y prologa, en el lugar en el que debería haber figurado el nombre de la autora, coloca el suyo. De todas maneras, gracias a la tipografía que utiliza el diseñador, el nombre completo de Antonieta Rivas Mercado cobra el correspondiente protagonismo en la tapa del libro y luego en la portada.
Este detalle, tal vez imperceptible para una persona distraída o desconocedora de ciertas cuestiones editoriales, resulta en este caso característico, porque reitera este constante gesto de subsumir la figura de Antonieta Rivas Mercado a la vida y a la obra de otros individuos. Un rescate que debió haber independizado su escritura consiguió prenderla a una nueva firma. Sus escritos señalan una zona de conflicto que pone en escena esta batalla entre la tutoría y la autoría, una pulseada entre su deseo y el del otro, la inseguridad de mostrarse sola y solo a sí misma.
Como escritora, Antonieta utiliza diferentes formatos discursivos. Escribió, recurriendo al género histórico, una interpretación absolutamente personal, subjetiva, de la campaña de Vasconcelos en 1929; ochenta y siete cartas, en su mayor parte amorosas, a Manuel Rodríguez Lozano; varios cuentos; una obra de teatro en un acto; otra obra teatral y una novela, inconclusas ambas; reseñas, notas y un diario escrito en 1930 en Burdeos. Estos textos atestiguan el esfuerzo personal y solitario por ganarse un espacio; la discordia que Antonieta traba con los demás —Vasconcelos, Rodríguez Lozano, Enrique Blair (su esposo), su familia, la sociedad, su país, el poder—, que adquiere el sentido de un desacuerdo constante y jamás resuelto, y que se cierra con un último gesto de pasión y de manera desesperanzada en una banca de la catedral de Notre Dame en París, cuando se dispara un tiro en el pecho.
Podría decirse que su escritura, aunque a veces aparece marcada por el recuerdo, anuncia un programa de acción hacia el futuro y cuadra, muy cercana al dogma político, cada paso a seguir. No es concluyente ni responde al destino de una vocación. Es producto de una voluntad que se autoimpone y que da lugar a una serie de actos consagratorios que dejan vislumbrar un mandato interno, deliberado, consciente. Por este rasgo, sus obras aparecen delineadas por la prescripción, jamás por el placer. El compromiso de escritura determina el acto mismo de escribir y lo reduce a ser una carga, un débito o una cancelación.
La escritura precede los actos fundamentales de su vida, aunque simule acompañarlos o explicarlos. En lo fundamental, los contabiliza de manera tan insistente que convoca tácitamente el recuerdo de lo que debió ser un ejercicio preciso e inicial de escritura, como respuesta a una orden paterna. Antonieta se transforma en albacea de su padre cuando él le confía sus bienes: lleva preciso registro de cada gasto, cuida su patrimonio familiar, reparte y administra.
Esta escritura, que compromete definitivamente los actos de su vida, se juega en los mismos términos que lo hace una hipoteca. Antonieta contrae o salda una deuda cada vez que escribe. Esta posición ante la palabra escrita —respondiendo, por otra parte, al código viril de la palabra empeñada— toma diferentes modalidades y roza una problemática que deja asomar la imagen de una intelectual-mujer en un momento histórico de quiebre.
Cuando en 1930 Antonieta se autoexige liberarse del fantasma de Vasconcelos, a quien acompañó fielmente en su trayectoria política y de quien fuera amante hacia fines del veinte, lo hace a partir del pretexto de organizar una interpretación de la historia desde una perspectiva moral. Según ella misma sostiene, es una actitud desinteresada, altruista la que dirige los pasos de Vasconcelos; todo lo contrario de lo que parecen hacer los sucesivos caudillos que triunfan después del estallido revolucionario.
Este tono moral se reitera en las obras teatrales en las que representa el asesinato de Obregón por el joven cristero José de León Toral. Antonieta reivindica, de la misma forma que lo hace Vasconcelos en sus Memorias, este acto mesiánico que intenta una resolución histórica. Si en la interpretación de la historia no abandona el modelo de Vasconcelos, cuando Antonieta se acerca a una escritura de corte estético se enrola en las propuestas de vanguardia, detrás de los nuevos modelos para la prosa.
Antonieta con su hijo. Antonieta con José Vasconcelos.
En sus textos históricos, Antonieta da a su escritura una función social, la misma que da a la mujer: moralizar. Muchas veces se vuelve esquemática, escondida en un didactismo que busca iluminar a quien la lea. Así continúa el proyecto educativo de Vasconcelos y aspira en muchas de sus notas y observaciones a que se eduque a la mujer mexicana para que pueda ser conductora de sus varones. Le adjudica a la mujer la función de salvadora, de mediadora, repitiendo en muchos aspectos la dinámica del culto mariano: la mujer que lleva en sus brazos al niño, la eterna madre. Dice en su tan citado artículo «La mujer mexicana»:
El cultivo de la mujer será el exorcismo que la limpie de su «bondad pasiva», provocando reacciones que hagan cesar en México la repetición de un siglo de historia como el que contamos desde su independencia. (Obras completas de Antonieta Rivas Mercado, México, Editorial Oasis/SEP, 1987, p. 320).
Como contrapartida, recordando a la Magdalena, en sus diarios y cartas llora arrepentida, ruega cariño, pide perdón o reclama una mínima aceptación.
Antonieta repasa los acontecimientos históricos con una mirada crítica, que desnuda la mezquindad de las luchas por el poder en México. Este compromiso moral se tematiza, pero básicamente se vuelve un hecho porque ella paga con esos recuerdos escritos lo que interpreta como deuda de honor con Vasconcelos y, por otra parte, le da forma definitiva a la historia de una pasión. Este es otro costado de su escritura, que se presenta como producto de un esfuerzo, de un ejercicio de disciplina y contención de sus impulsos, de autodominio de sus pasiones:
Comencé a escribir en los primeros días de la semana pasada, trabajé uno a uno y después, sin razón aparente, dejé de hacerlo, inventándome invisibles obstáculos; el tejido, el piano, Antonio, para no proseguir en ese instante, prometiéndome hacerlo inmediatamente después. Poco dejé durar mi fingimiento. Siguiendo el método del examen de conciencia, me arrinconé para descubrir que bien a bien no quiero escribir este relato porque mi breve y absurda relación personal con el hombre-símbolo me lo veda. Pero como siento pesar sobre mí la obligación moral de dar voz al momento padecido y salvar del aniquilamiento lo que fue, como sé que ninguno de los que tomaron parte están colocados en circunstancias semejantes, y que si ahora no escribo yo nadie quizá escriba en la forma debida, me obligué a seguirlo haciendo (p. 441).
Ya había escrito poco antes en una de sus cartas a Manuel Rodríguez Lozano:
Ahora, orden al caos. Ya recibirá usted mi plan de trabajo para el invierno. ¿Lo aprueba? Quiero ahora hacer una lista de las cosas en que necesito me ayude usted y cómo (p. 411).
Al escribir, Antonieta no puede evadirse de la realidad de su época, da cuenta de la ausencia de escritoras, del vacío de una tradición literaria femenina. Es por eso que abre una genealogía con la labor esforzada de Sor Juana al convocar la idea de escritura como trabajo intelectual, concepto que no corresponde al mundo femenino de aquel momento. Esto se expresa de manera asombrosa en sus notas de Burdeos:
En mi apartamento actual, enclaustración voluntaria que favorecen las circunstancias, debo (imperativo) concentrarme y creer, convertirme en la primera escritora dramática de Hispanoamérica. Es mi revancha y será mi justificación y mi razón de ser, yo que estoy tan desprendida (p. 440).
En sus cuentos aparece la búsqueda de espacios alternativos. «Equilibrio», por ejemplo, presenta una contienda familiar, un enfrentamiento callado de pareja que se resuelve en la venganza de una madre y en la complicidad para que una de sus hijas huya de la asfixia de su casa. De manera sintomática, también en su vida los espacios posibles se van sucediendo. Antonieta se desliza con habilidad por la escena pública, realiza una serie de viajes, huye con su hijo, piensa en la posibilidad de refugiarse en un convento y levanta una casa en San Jerónimo, donde fuera la morada de Sor Juana. Muestra su poder y se abre un lugar en la sociedad inaugurando casas, teatros, orquestas y haciendo conocer a noveles artistas.
Antonieta no solo compartió la posición frente al arte de Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, José Gorostiza, Agustín Lazo, Manuel Rodríguez Lozano, y otros más que dieron a luz las revistas Ulises y Contemporáneos, sino que además contribuyó directamente en la creación del teatro Ulises, al donar una casa para las reuniones y representaciones del grupo. Incluso, dentro del proyecto vanguardista de alternar roles artísticos, colaboró como mecenas y también como actriz. Era la única mujer que integraba esas reuniones y, en muchas ocasiones, llegó a presidirlas.
Pero el espacio que se vislumbra como diferente y con la posibilidad de una permanencia es el de la escritura. Antonieta escapa de la angustia, intenta ordenar su caos, erigir un mundo probable escribiendo obras que deja sin terminar, y recurre a la escritura para imponerse orden. Escribe y promete planes de trabajo, probables publicaciones con una continuidad de dos años; da la palabra de que cumplirá con lo programado. Pero la disciplina de trabajo y la publicación que intencionalmente dispone se frusta, no se concreta, y solo se sostiene como búsqueda. Si algo tiene de particular su escritura es este rasgo de efervescencia.
Muchos de sus escritos tienen en cuenta a un destinatario preciso, que será quien juzgue y decida sobre el destino último de su escritura. Con ese privilegio de la mirada ajena, Antonieta pone de manifiesto ese papel de subalterna que la sociedad guarda para su sexo. Por eso apoya a Vasconcelos y es ese aspecto el que cita para conseguir adhesiones entre las demás mujeres:
Las mujeres mexicanas tienen en José Vasconcelos, el legítimo candidato electo, alguien que dé a sus compañeros las garantías que piden y que a partir de ese punto se han ganado, a pesar de haber sido una sangrienta batalla (p. 328).
En esta dirección, es pertinente recordar que durante la campaña cultural que Vasconcelos lleva a cabo en los años veinte, durante el gobierno de Obregón, desde la Secretaría de Educación Pública, él mismo le encomienda a Gabriela Mistral un libro de lectura exclusivamente para las mujeres mexicanas. La escritora chilena construye a través del mismo tres modelos femeninos: la madre, la esposa y la maestra. Antonieta complica estos modelos y los desafía: declara en sus escritos su «lepra sensual», confiesa sus culpas y su dolor por la constante separación de su hijo, y elige el lugar de mecenas y de escritora.
La escritura se edifica como confesionario, como claustro en el que tendrá lugar el secreto de confesión gracias al cual obtendrá el perdón. Es mea culpa pública y una promesa de control del pecado y las pasiones. Es punto de fuga del sentimiento. Pero también Antonieta hace uso de la escritura como quien va de viaje: buscando un lugar de transición con la posibilidad de una permanencia y, como buena viajera, agradece la recepción y el hospedaje en la vida del otro. En las cartas a Manuel Rodríguez Lozano reconoce ser su obra:
Me he ausentado de mí misma. Sé que sigo existiendo porque me acuerdo de usted, aún olvidada de mí. Porque usted es el camino y el fin de la jornada, y yo soy la realización de una volición suya puesta en movimiento para cumplir un afán suyo, quizá inconsciente. No existo independientemente de usted, sino en comunicación constante aunque sin confusión (p. 337).
Me dijo usted que le escribiera. Es mi tributo al rey (p. 350).
En su escritura, Antonieta Rivas Mercado levanta documentos que ofrecen un ajuste de cuentas a cambio del reconocimiento de quien lee. Esto conlleva un alto precio: la confusión del propio nombre con el nombre propio de un varón. Imposible saber si Schneider leyó esto en sus obras, pero es significativo que, en vez de liberar la obra de Antonieta de carga tan pesada, la haya sometido una vez más y tal vez para siempre. Digo «tal vez para siempre» por lo que tiene de definitivo el título Obras completas.
Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «Antonieta en su escritura», en Feminaria, Año V, Núm. 9, Buenos Aires, octubre de 1992.