Escritoras argentinas: a cada Eva su manzana

 


 

Si en Oriente el erotismo ha sido un componente esencial en el desarrollo del espíritu y eso se vislumbra en textos sagrados como el Kama-Sutra, el Aiharva-Veda y el Bhagavard-Gita, en Occidente, por el contrario, el goce de la carne y la prédica de los placeres ha sufrido sucesivas y reiteradas censuras, graduadas a tono con la época. En su Historia de la sexualidad, Michel Foucault observa que se ha escrito sobre el sexo para encausarlo y reglarlo, haciendo del cuerpo humano un espacio de dominio político. En el capítulo del primer volumen «Nosotros, los vicorianos», Foucault señala una paradoja, lo que él llama «el beneficio del locutor»:

Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y de hablar de su represión, posee como un aire de transgresión deliberada. Quien usa ese lenguaje hasta cierto punto se coloca fuera del poder; hace tambalearse la ley; anticipa, aunque sea poco, la libertad futura. (Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 1- La voluntad de saber, México, 1985, p. 13)

Se ha sostenido una barrera entre lo legítimo y lo ilegítimo, estableciendo la diferencia con concepciones más integradoras del ser humano. Fue sobre todo en la literatura que se construyeron utopías basadas en la libertad del placer, en la negación del autodominio y la contención. Los escritores que durante siglos incursionaron en el tema padecieron juicios, prisión, todo el peso de la ley en nombre de la defensa de las buenas costumbres. «Monstruos», «inadaptados», «amorales» fueron las etiquetas con las que la sociedad de cada momento los mantuvo al margen, para marcar una diferencia tranquilizadora. Escribir sobre y desde la transgresión de los interdictos sexuales fue asumir la posibilidad de condena, a la vez que saborear el gusto de lo prohibido. 

No es casual la reacción del poder ante esta literatura desafiante, destructiva de leyes y modelos naturalizados, ya que en la producción discursiva de Occidente, el erotismo aparece asociado a la fiesta y al exceso. Representa entonces una amenaza de las instituciones y las relaciones familiares, de la distribución de la energía productiva, y postula, de alguna manera, la suspensión del tiempo histórico-social.

 

El erotismo en la ficción: la novela erótica

La puesta entre paréntesis de la reproducción de la especie como objetivo del acto sexual da en la novela erótica lugar al goce sin utilidad, al placer no reglado y al regodeo de las sensaciones del cuerpo. La narración gira en torno a protagonistas femeninas —muy excepcionalmente marcadas por la maternidad y, cuando lo están, es de manera perversa— que aparecen instaladas en el desorden de los sentidos. Su perfil como personajes se constituye desde su belleza física, obedeciendo un mandato implícito que las conduce a la donación permanente de goce. Aparecen sometidas a un sistema minuciosamente pautado de entregas en relación con el deseo masculino. La duda se abre alrededor de su voluntad y un interrrogante reflota en los textos sin resolverse: no queda claro si obedecen como consecuencia de su —repetida por todos— «naturaleza femenina» o porque su deseo es insaciable. Sea cual fuere la respuesta, la actitud femenina que se observa en estas novelas responde a la visión y al orden masculinos a través de incansables, múltiples y rápidas entregas. 

Al promediar el siglo XX, en Europa el género ya contaba con textos y autores consagrados: Sade, Anaïs Nin, Henry Miller, James Joyce, Pauline Réage, Georges Bataille, Pierre Klossowski, Vladimir Nabokow, entre otros. En América Latina, el erotismo rompió la mordaza que lo silenciaba, en primer lugar, en el terreno del lenguaje poético. Tal como lo señaló Julio Cortázar en un capítulo de Último round, mucho después de la renovación y la soltura de la lírica, hacia la década del 60, autores como Carlos Fuentes, José Lezama Lima, Mario Vargas Llosa, Juan García Ponce, Gabriel García Márquez y el mismo Cortázar mostraron en sus narraciones la falta de una tradición de escritura erótica, la ausencia de un lenguaje que diera cuenta del cuerpo, la represión que habían padecido junto con la palabra. Es por esos años que el intento comienza a emerger hasta cobrar forma y estallar en la década siguiente. 

En Argentina, El fiord (1969) de Osvaldo Lamborghini, La condesa sangrienta (1971) de Alejandra Pizarnik y El frasquito (1973) de Luis Guzmán son textos que abren la posibilidad de una escritura a partir de una escisión con el sistema literario y dando los primeros pasos hacia una escritura moderna sobre el placer y el goce en la narrativa ficcional. Estos gestos iniciales, las primeras huellas de una línea transgresiva en lo temático y en lo poético, encontrarán otras novelas y relatos con los que dialogar no antes de los 80, con los primeros signos de agonía de la dictadura militar. El guante que estas tres novelas arrojan, provocadoras y revulsivas, será recogido en especial por algunas escritoras que adhieren con seriedad, a la vez que con desenfado, a esta renovadora propuesta. 

A diferencia de lo que ocurre con el resto de América Latina, en Argentina la producción de narrativa erótica está casi exclusivamente a cargo de mujeres. La mayoría de las escritoras que han editado en la última década han pasado por la experiencia del género y han conseguido abonar un campo que en este país parecía llamado al silencio. El tiempo no ha pasado en vano. Desde El monte de Venus (1976) de Reina Roffé, juzgada inmediatamente como amoral, llegamos a textos reconocidos, aplaudidos y con rédito en el campo editorial como Canon de alcoba de Tununa Mercado (1988, Premio Boris Vian) y Amatista de Alicia Steimberg (finalista en el concurso de 1989 de La sonrisa vertical organizado en Barcelona por Tusquets Editoies).

Entre 1980 y 1983, por su parte, Griselda Gambaro escribe en el exilio Lo impenetrable (1984), intentando seguir las claves del género y optando, al no conseguirlo, por la parodia y el humor. De regreso, deberá esperar el momento histórico propicio para publicar su novela. Esto también parece responder al lúcido análisis de Cortázar sobre el corpus narrativo latinoamericano: no habría liberación en las costumbres ni en el lenguaje hasta que no se produjeran modificaciones sociales y políticas en nuestras sociedades.

A principios del siglo XX, puede observarse cierto tono confesional en algunas memorias, autobiografías y testimonios femeninos, pero la fuerza del erotismo en América Latina, en realidad, tuvo un lugar destacado en la novela sentimental del siglo XIX. Junto con el aspecto político, fue uno de los pilares argumentales. En las novelas sentimentales, el erotismo se incluye dentro de un esquema fijo, que se repitió prácticamente sin modificaciones entre un texto y otro, respondiendo a la escritura, a la cristalización simbólica del amor como pasión: obstáculos, peso de lo familiar y lo social, hasta llegar a la imposición final de un orden.

En las novelas sentimentales del siglo XIX, el cuerpo solo se insinúa y el deseo se sostiene porque no se concreta. Las descripciones de arrebatos, el intercambio de miradas, los suspiros y las lágrimas se legalizan en la ficcionalización del sentimiento amoroso. Se permite que la María de Isaacs, la Amalia de Mármol, la Clemencia de Altamirano, la Cecilia de Villaverde deseen y se sofoquen porque ellas aman y es ese amor —siempre puro, inmaculado, aunque en verdad nunca legítimo— el que las redime de toda culpa. Cada texto construye, siguiendo el repertorio de la novela sentimental europea, y en especial de Pablo y Virginia, una retórica del amor fuera del matrimonio y la maternidad, asociado con lo no realizable, con lo imposible. 

El ingreso hacia los 60 del imaginario de la novela erótica, tan alejada de las narraciones en primera persona como de las ficciones llamadas sentimentales, en la búsqueda de una identidad nacional, produce un quiebre con respecto a esta tradición escrita, al excluir el amor atendiendo exclusivamente al vértigo de los cuerpos. El corazón late por excitación y deja de legalizar, de justificar el goce. No hay culpa, los límites se diluyen hasta desaparecer y el sexo se desvincula de lo afectivo. 

¿Cómo habrían de desaprovechar las escritoras este campo literario que les permitió instalar desde lo simbólico la escritura de su propio cuerpo, el ingreso de una voz genérica? ¿Qué desvíos y juegos de reescritura le imprimieron, como punto de fuga dentro del sistema, a una temática ya establecida?



Inventar desde lo ya inventado

El conjunto de narraciones eróticas publicado en los últimos años no parece plantearse como enfrentamicnto disyuntivo en relación con el corpus narrativo ya existente. Las escritoras argentinas se ubican en esta zona ya reglada, fuertemente codificada tanto literaria como filosóficamente, y desde allí imprimen aportes renovadores al género, sin obviar ni desconocer los elementos esenciales que lo constituyen. El monte de Venus de Reina Roffé, Urdimbre (1981) de Noemí Ulla, En breve cárcel (1981) de Silvia Molloy, Los amores de Laurita (1984) de Ana María Shúa, Bloyd (1984) de Liliana Heer, Lo impenetrable de Griselda Gámbaro, Canon de alcoba de Tununa Mercado, Amatista de Alicia Steimberg, algunos relatos de Cecilia Absatz y de las escritoras mencionadas marcan el replanteo y la adhesión, con diferentes inflexiones, al modelo narrativo que da paso a narraciones transgresivas para la sociedad, aunque ya tradicionales dentro del sistema literario mundial.

Cada texto se distingue por el aporte de algún tipo de incremento. Se trata de la incorporción de puntos reconocibles y significativos dentro del imaginario que cada narración propone. Los detalles, la carga de fantasía, las diversas modalidades coinciden en varios aspectos: la inclusión de un saber femenino en relación con lo erótico; la descentralización de las zonas erógenas y los modos del goce femenino, presentes tanto en el imaginario social como en los textos pseudocientíficos que pretenden corregir o completar esa misma serie de creencias; el ingreso de actividades femeninas tradicionales consideradas como no eróticas y revalorizadas aquí como posibles instancias de autoerotización; la focalización del propio cuerpo desde una mirada femenina y la carga erótica a partir de la producción simbólica de relatos orales o escritos. 

Cabe precisar que este último aspecto ha constituido una de las inflexiones contemporáneas al género, junto con el planteo teórico de asociar la escritura con el cuerpo, subrayando la relación entre la palabra y el deseo (Jacques Lacan, Roland Barthes, Severo Sarduy, Julia Kristeva, Margo Glantz). Muchos de estos textos —Bloyd, Canon de alcoba, En breve cárcel, Urdimbre, Los amores de Laurita, «El descubrimiento de Barracas» y «Xilocaína rosada» de Cecilia Absatz— muestran la recuperación de la materialidad del significante junto con el placer, el lenguaje como espacio privilegiado para la construcción de la escena erótica.

Considerando que la producción de estas escritoras se establece desde el mismo centro del sistema, puede advertirse entonces en estos textos escritos por mujeres la apropiación de una tradición literaria mundial, nueva en América Latina, y el gesto de incorporación individual que cada una ha hecho al respecto. Hablar con exclusividad de una «escritura erótica femenina» implicaría sostener una categoría improductiva críticamente, así como incierta, dadas las zonas de relación de estos textos con el género erótico, así como perder la posibilidad de señalar los matices que imprimen a un patrimonio cultural. Además, el recorte de estos textos vale y se justifica en la medida en que se señala no como corrección o respuesta a lo ya escrito, sino como juego, como diálogo, como posibilidad de movimiento dentro del propio universo simbólico. 

No se trata de una disyunción —salvo en el caso del contradiscurso, de la contravoz propia de la parodia en Lo impenetrable, por ejemplo— sino, por el contrario, de una verdadera cópula que se articula con el sistema a través de una «y» en el imaginario narrativo. El diálogo se establece con el propio sistema literario, aunque no debe dejar de señalarse en Urdimbre y Los amores de Laurita la carga del imaginario social, a través de referencias literarias, costumbres y lugares comunes. Al respecto, se presenta como novela inaugural El monte de Venus, escrita entre los difíciles años que van de 1973 a 1976, publicada a meses del golpe de estado y retirada, por la fuerza, de circulación.

En las ficciones de estas escritoras, hay una búsqueda del propio cuerpo y un acceso al placer desde lugares no convencionales. Objetos y actos cotidianos, saberes y prácticas entre las que se incluye cocinar, mirar, oír, lavarse el cuerpo, leer permiten un goce desfocado, en muchos casos, de la genitalidad. El gusto por las telas y los zapatos en Urdimbre; la cocina, los alimentos y el placer del cuerpo en lugares institucionalizados para otras actividades en Canon de alcoba; la excitación de una embarazada en el baño de su casa en Los amores de Laurita y la cópula entre seres extraterrestres en «Viajando se conoce gente», de Shua; la ensoñación durante un viaje en taxi, mientras se espera a alguien o tocando las prendas de un varón en «El descubrimiento de Barracas», «Balance del ejercicio» y «Xilocaína rosada» recuperan momentos mínimos, marginales, inexistentes a veces, y los redescubren desde la irrupción descontenida de los sentidos. Merece una especial mención la puesta en escena de las relaciones homosexuales femeninas como un modo diferente de acoplamiento sexual, privilegiado por la similitud y el estilo del goce, tal como puede observarse en El monte de Venus, Lo impenetrable, En breve cárcel y algunos relatos de Canon de alcoba

En relación con el movimiento de la novela erótica, las protagonistas de la mayoría de los textos citados siguen el paso de su propio deseo, lo construyen o lo heredan, lo imponen o lo dejan irrumpir sin frenos. Desarticulando las dicotomías de los tradicionales roles sexuales, la mujer desea y es deseada, conduce y es conducida. Si la mano y el propio cuerpo es fuente privilegiada de goce, en el entramado de Canon de alcoba, Amatista y Urdimbre no se escatiman descripciones del sexo masculino, erecto a partir de la provocación femenina, o del deseo del varón. La mujer —saliendo tanto del lugar de la madre como de la histérica— goza dando goce y recibiéndolo. Podría decirse también que «deja que desear» al permitirse para sí misma su deseo. 

Mientras que en Urdimbre se narra el acceso al placer, el descubrimiento del propio cuerpo como trabajo individual y doloroso, de diferenciación entre madre e hija, en Los amores de Laurita se apuesta hacia al final de la novela a que ese cambio sea heredado a través del vientre de la madre, en la descripción en la que la beba se chupa un dedo del pie después de que la señora Laura, venciendo los típicos miedos de una embarazada, libera su deseo a través de la masturbación. De la misma manera, en esta oscilación pendular y escribiendo el antes y el después, mientras que las protagonistas de Absatz fantasean y se preguntan por su deseo, las de Canon de alcoba están ya instaladas sólidamente en el goce, sin interrogantes y sin culpas. 

En todos estos relatos hay un gesto de demora en la escritura, un compás narrativo que no parece avanzar sino detenerse en los detalles, sondeando puntos físicos, haciendo gala de la percepción y de las imágenes, resolviendo desde el ritmo narrativo, moroso, zonas que los propios textos tematizan desde la espera —En breve cárcel, Lo impenetrable—; la fabulación en lugar del acto sexual, que aparece desplazado o una escena que lo sustituye —La condesa sangrienta, Bloyd, Amatista, los tres relatos de Absatz— y una suspensión de las descripciones eróticas, dejando lugar a la autorreferencialidad de la narración, a partir de la unión erotismo-escritura —Canon de alcoba, En breve cárcel, Urdimbre, Lo impenetrable—. Este demorarse, contener la culminación, postergar el estallido queda definido explícitamente como nudo de una ars erótica y un ars poética en «Teoría del amor», de Canon de alcoba.

Más que con una memoria fotográfica, instantánea, estos relatos parecen entablar una estrecha relación con una estética de la imagen cinematográfica. El ojo y la mano obedecen no a la rapidez del clic fotográfico sino al montaje de la filmación, creando un deslizamiento entre pose y pose como si se tratara de la sucesión de fotogramas. La capacidad envolvente del lenguaje seduce al escribir y crear, describir y volver otra vez sobre el mismo objeto, demorando el avance del argumento —muchas veces mínimo—, dejando emerger las combinaciones de las imágenes. En contraste, resaltando la pluralidad de este corpus, su heterogeneidad como en la repetición fuera de tiempo de un único estribillo, El monte de Venus y Los amores de Laurita, en este sentido, se muestran más cercanas a un acontecer narrativo que se sucede vertiginosamente, así como Bloyd exaspera la concatenación desaforada de microrrelatos en una rápida sucesión de narradores y secuencias. El contrapunto y la tensión se establecen entre las zonas de descripción y los nudos de la narración. 

La heterogeneidad de los modos del goce, el polifacetismo de los caminos para acceder a él y el ritmo lento que simula imponerse sobre el acelere, se parodian expresamente en Amatista y Lo impenetrable, y en el reverso de ese lenguaje serio rozando lo teórico que cruza Canon de alcoba o En breve cárcel. Por ello, entre los saberes que circulan por estas páginas, la maestra por excelencia es «la señora» de Amatista. Ella le enseña a un varón a demorar la eyaculación, a retener su dulce líquido, a masturbar a su mujer, a gozar incluyendo el humor. Como Sherezada pero sin amenaza de muerte, como una prostituta sin iniciar, como una docente especializada, transmite el ABC del erotismo. Contra la torpeza y la ignorancia de este varón y de Pierre, revela en el último encuentro que su saber es genérico: la esposa del doctor también sabe cómo seguir. Por su parte, Lo impenetrable, que gira alrededor de la imposibilidad de penetración, se sustenta en base a equívocos y malentendidos. El erotismo, entretejido con el discurso amoroso a través de lo epistolar, se muestra como contracanto de un principio de la teoría de Bataille, que sostiene el acto erótico como continuidad, como postergación de lo individual y de la muerte. Aquí solo se presenta justamente como su contrapartida: el desencuentro con el otro. Siguiendo el ritmo narrativo, la parodia de las destrezas masculinas, el miedo del varón a hacer un mal papel a la hora de la verdad, Amatista y Lo impenetrable escriben en clave humorística un nuevo mandamiento: No acabarás. 

 

Griselda Gambaro y Alejandra Pizarnik

Del cuerpo y la escritura (entre el dolor y la risa)

Este juego zigazgueante entre la normativa de un género y la ruptura que la transgrede, a veces alimentando, otras erosionando, haciendo ecos o produciendo un quiebre, señala la reescritura como camino obligado hacia la escritura. Ya La condesa sangrienta se mostraba como un escrito sobre otro escrito, el realizado por Valentine Penrose sobre la condesa Erzébet Báthory. Que se parte de un acto de lectura, de reconocimiento de textos que han construido un mundo, también lo demuestran los epígrafes de cada capítulo y el cierre que Pizarnik hace, remitiendo a las utopías llevadas al acto por Sade y Gilles de Rais. Sosteniendo otro grado de violencia, la protagonista de En breve cárcel, ante la ausencia del cuerpo amado, organiza una escritura que se constituye como un cuerpo sustituto, reparador, expresando a la vez su imposibilidad de ser. Todo aquí aparece centrado en la mano, punto privilegiado del cuerpo femenino, así como en La condesa sangrienta lo es la mirada.

En la espera de una mujer que no vendrá, se asienta el goce, al mismo tiempo que la narración escenifica la escritura, el acto de escribir como perverso. Tanto las manos de quien espera como el cuerpo mismo de la novela se muestran desgarrados, violentados, sacrificados voluntariamente. Fue ese texto de Alejandra Pizarnik el que, siguiendo las huellas de una novela e historias basadas en el sadomasoquismo, inauguró el erotismo desde la crueldad femenina, con víctimas femeninas. Esa condesa que alcanza el éxtasis observando cómo se imparte dolor, haciendo torturar, matar y violar, muestra el punto de inflexión más extremo dentro del imaginario de la novela erótica en América Latina, mucho más proclive a incluir el sadismo en aquellas novelas que se han hecho cargo de la injusticia social, como las llamadas indigenistas, que muestran el dolor de la tortura y la violación como síntoma de la desigualdad, del atropello de una clase sobre otra. La condesa sangrienta parece refundir el placer por lo perverso junto con la condena del mismo, al detenerse en la satisfacción que la protagonista obtiene con sus víctimas y al cerrar el texto poniendo en la picota los excesos del poder y de la libertad.

En ese juego con una novela ya escrita, Lo impenetrable imprime su punto más corrosivo desde el ejercicio de una doble parodia: al imaginario social y a las teorías del erotismo de Bataille, fundamentalmente a través de la desarticulación de una retórica. Así, el humor parece ser otra variante de este corpus, y la seriedad del erotismo, ese límite tan señalado entre la vida y la muerte, mueve a risa tal como lo quería Cortázar. Las alusiones, los sobreentendidos, los equívocos, la incorporación de refranes populares producen no solo una atmósfera de irreverencia, sino que rompen constantemente con las expectativas del público lector, que va siguiendo a saltos el desenvolvimiento de la propia novela, que fluctúa deliberadamente entre la adhesión y el rechazo de los elementos específicos del género erótico. Todo el efecto, en este caso, está concentrado en una técnica ya inaugurada por Cervantes, que tira abajo, desautoriza, desorganiza un orden.

También hay desparpajo en Los amores de Laurita, en la que el lenguaje adolescente, las lecturas comunes, el aprendizaje compartido con sus amigos incorporan un trozo de aquellas preocupaciones puestas a la vista entre los sesenta y los setenta: estos muchachos y muchachas viven de otra manera el sexo, con menos dramatismo. En Amatista, el choque entre términos vulgares y un vocabulario específicamente académico, hasta técnico, producen también hilaridad, que va del simple toque humorístico hasta la desinhibición del chiste.

En Bloyd, el erotismo está escenificado desde la invención de historias de los personajes, como en Las mil y una noches y El Decamerón. La novela plantea —como lo hace En breve cárcel desde la lastimadura, Canon de alcoba desde el puro placer y Amatista como juego casi infantil— el fabular como núcleo simbólico del erotismo. Bloyd desnuda reiteradamente que se escribe sobre una tradición literaria, sobre una multiplicidad de referentes textuales que depositan el goce tanto en la lectura como en la escritura. La novela se autodefine mostrando al género erótico como una construcción basada exclusivamente en las palabras y en la imaginación, más que en los actos; señala el grado de inverosimilitud genérica y la falta de un referente real, mostrando a través del erotismo la crisis contemporánea con la representación.

Canon de alcoba suma, a su vez, otro costado al planteo, jugando a reproducirlo para revertirlo. La escritura se exhibe como cuerpo a la par que el cuerpo se dibuja como un texto que cada vez será leído —poseído— de un modo diferente. Así nunca el acto erótico, ni el acto de lectura ni el acto de escritura, aunque simulen repetirse, serán el mismo. Nunca el recorrido de la mano ni de la mirada caerán sobre el mismo punto. Hay una única corriente de deseo, rica, pródiga e ininterrumpida, que estalla cuando los discursos y los cuerpos se echan a andar.

En esta apuesta general de todos estos textos a la narración, al cuerpo, a la palabra y a la escenificación de un saber, se establece un punto de contacto interesante con esos antiguos textos orientales que apostaban a la transmisión de un conjunto de verdades, al sacar la experiencia del secreto para volverla compartible y socializarla. Aunque no basados en lo autobiográfico, las novelas y los cuentos de estas escritoras argentinas dejan asomar cierto costado didáctico. Especie de textos religiosos, de testamentos, permiten ser leídos desde las marcas que las distintas épocas les han ido imprimiendo. Sin ser confesiones ni memorias, ayudan a construir un yo genérico en la consolidación de ese saber, de ese imaginario que ponen en funcionamiento, guiñándole un ojo al sistema y buscando la complicidad de sus lectores y de sus lectoras. 

 

Ensayo corregido para este blog; publicado con el título «A cada Eva su manzana. La permanencia en el Paraíso», en Feminaria, Año IV, Núm. 9, Buenos Aires, agosto de 1991.

Imagen de apertura de esta entrada: Adán y Eva en el Paraíso Terrenal, de Peter Wenzel (1745-1829). Lienzo al óleo. Roma, Musei Vaticani.


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