Remitente: Alfonso Reyes

 



Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-1959) supo conciliar su función diplomática con la práctica de escritor. Con motivo de los episodios de la Revolución mexicana y la muerte de su padre, el general Bernardo Reyes, pasó los años que van de 1913 a 1927 en Europa, siendo segundo secretario en París y Madrid, y ministro en Francia. Fue embajador en la Argentina (1927-1930 y 1936-1937) y en el Brasil (1930-1936). Regresó definitivamente a México en 1939. Al cambiar de ciudad e interlocutores, ocupó un lugar protagónico no solo en México, sino en todos los países en los que sembró su palabra.

Su permanencia en la Argentina no pasó inadvertida para el grupo de jóvenes de la revista Martín Fierro. Compartió momentos e inquietudes con Jorge Luis Borges, Ricardo Molinari, Adolfo Bioy Casares, Leopoldo Lugones, Victoria Ocampo, Ulises Petit de Murat, Alfonsina Storni, Guillermo de Torre, Norah Borges, Ezequiel Martínez Estrada, Ángel Battistessa. Contribuyó con artículos y poemas en las revistas Libra y Proa; y, junto con Evar Méndez, realizó los Cuadernos del Plata. Fascinado por los nombres de las calles de la ciudad y su música, escribió «Candombe porteño» y «Tango orillero». Consultó libros de la Biblioteca de Maestros y puso en relación al Instituto de Cultura Iberoamericana de la Universidad Nacional de México con la Academia Argentina de Letras.

Como testimonio de su fervor por mantener vivos los hilos que fue tendiendo en su ininterrumpido viaje cultural, los epistolarios, guardados en su Capilla Alfonsina y sacados a la luz por algunos investigadores, recuerdan, como él mismo lo expresó en su «Discurso por Virgilio», que «la intercomunicación, la continuidad es la ley de la humanidad moderna».

 
Una sonrisa viajera

Si toda carta presupone una invitación al diálogo, el registro de la propia palabra para otro y un modo de sostener la imagen del ausente a través del tiempo y la distancia, la escritura aérea de Alfonso Reyes proclama, además, el rito con el que iniciaba cada jornada. En un minucioso archivo del cual formaba parte un conjunto de fichas personales, llevaba un registro de los escritores de los que recibía y a los que enviaba libros, revistas, folletos, noticias, cartas y tarjetas. Elena Poniatowska cuenta en una nota que la fiel criada repetía su manía de archivarlo todo y parece ser que guardaba en su cuarto un cajón de jabones con el cartel «papeles rotos del escritor Alfonso Reyes», que sin duda ella recogería al limpiar todos los días su escritorio. Germán Arciniegas describe que Reyes «antes de comenzar su trabajo, abre todas las cartas, las contesta todas con una sonrisa viajera, no deja a nadie sin decirle una palabra cariñosa. Unos minutos después, la tabla de su escritorio se ve limpia como un cristal. Ya no tiene nada por delante distinto del tema del día. Desembarazarse de lo accesorio es en él un ejercicio espiritual, una travesura...».

A pesar de esta observación, que coloca a las cartas en un espacio secundario de escritura, y de la no inclusión de aquellas en el proyecto de publicación de sus Obras completas, creo que el género epistolar es asimilable a toda la producción de Alfonso Reyes, por su tono conversacional, el ímpetu del envío y la confianza en un saber basado en el intercambio cultural, tanto entre las personas como entre los pueblos. Salvo unas pocas que se diseminan en los veintiún volúmenes, sus cartas fueron recogidas, fuera de la colección, gracias a la paciente labor de amigos, familiares y estudiosos preocupados por dar a conocer al público una faceta más íntima de uno de los últimos humanistas de América Latina. Estos escritos descubren las preocupaciones tanto del joven como del maduro don Alfonso, sus continuas demandas de comprensión y sus fidelidades, su actitud humilde frente al saber y toda una gama de planes e ilusiones, algunos de los cuales no pudieron concretarse. En cada una de las líneas, puede leerse su afán por despertar al otro en la convocatoria de una empresa cultural de creación conjunta y el esperanzado pedido de ayuda para llevarla a buen puerto. Alfonso Reyes repetía a menudo que él no podía hacerlo solo. En las primeras cartas compartidas con Henríquez Ureña, este le aconseja un viaje a los Estados Unidos para sumergirse en la soledad y avanzar en su formación académica, a lo que Reyes responde: «Yo, aislado, no obtendré provecho del viaje por la sencilla razón de que la incomunicación me haría daño», «aislado nada alcanzaré». El 16 de junio de 1914 le escribe desde París: «Si tú no te resuelves a venir, nunca escribiré bien: no sé ver muchos defectos míos».

En 1972, de todo el material resguardado en la Capilla Alfonsina, su nieta Alicia Reyes selecciona y anota para la revista mexicana Plural un grupo de cartas de la época del Ateneo de la Juventud y de Savia Moderna (1906). El mismo año se publica en París el epistolario entre Valéry Larbaud y Alfonso Reyes (1923-1952); en 1975, la Academia Argentina de Letras reúne los «Testimonios de una amistad» entre Reyes y Leopoldo Lugones; en 1976, se da a conocer en México la correspondencia con José Vasconcelos y José María Chacón; en 1980, un capítulo de Diálogo con los libros, de Julio Torri, está dedicado a la que mantuvieron Reyes-Torri; en 1981, se publica en Perignon el correo con Gerardo Estrada; en 1983, en México se edita el que sostuvo con Victoria Ocampo entre 1927 y 1959. 

Hasta donde llega mi información, en 1989, con motivo del centenario de su nacimiento, se realizan algunas publicaciones parciales: un volumen a cargo de la Embajada de México en Perú, con una serie de cartas entre Reyes y escritores peruanos; unas páginas de la Revista Mexicana de Cultura con epístolas de Reyes, Juan Marinello, Jorge Mañach y Fernando Ortiz; una sección de la Revista de la Universidad de México con una parte de lo que fue uno de sus sueños de edición no realizados, esas «Cartas fluminenses» (1930-1932) enviadas y recibidas durante su permanencia en Río de Janeiro, que transmiten la amargura por el abandono de su cargo diplomático en la Argentina. En esa oportunidad, le escribe a Genaro Estrada, secretario de Relaciones Exteriores de México, y a quien llama «gordo infinito»: «Estoy bajo la impresión de tantas lágrimas, tantas despedidas emocionantes, tantas desgarraduras que sentí al arrancarme de Buenos Aires. Uno no sabe nada, Genaro mío. ¡Quién sabe qué extraño azar gobierna nuestra vida y juega con nuestro corazón! iEstoy tan triste! ¿Qué es esto de andar por el mundo sembrando y pisoteando afectos?».

 
Sociedad limitada de amigos y escritores

En 1981 y 1983, se publican en Santo Domingo tres tomos del Epistolario íntimo entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. Un poco después, en 1986, aparece en México el primer tomo con algunas modificaciones y con el título Correspondencia (1907-1914), a cargo de José Luis Martínez. El trabajo de erudición de este estudioso se suma al de los dos escritores, y su ejercicio de traducción, dentro del interior de la misma lengua, explicita las transformaciones que median entre los originales, esas cartas que no fueron escritas para ser publicadas, y lo que llega al lector. Por empresa imposible, se borra la materialidad de las tarjetas y de las cartas: «Acaba de caérseme la chingada vela, que no merece otro calificativo, y me hizo pegar un brinco que no sé cómo no tumbé la casa. Las manchas de papel atestiguan la verdad del hecho».

El archivo de Reyes y uno de los de Santo Domingo guardan en secreto los anotados al margen, los dibujos, los diferentes tonos y texturas del papel, la caligrafía de cada uno, las alusiones y los apodos que no pudieron ser descifrados. En los comentarios sobre la cuidada edición, Martínez especifica los procesamientos de pérdida, sustitución e incremento de su transcripción. Se suprimen palabras, subrayados y signos de puntuación; se rectifican grafías de nombres propios; se traducen las frases en lengua moderna; se extienden las abreviaturas; se agregan notas al pie para facilitar la lectura; se abre cada carta con una síntesis de su contenido y los textos latinos se acompañan de su correspondiente versión castellana entre corchetes. Sin embargo, afortunadamente, con este exhaustivo acopio no se asfixia ni se rompe el clima de complicidad que esa intimidad encierra.

Mientras es embajador en Brasil, Reyes publica en Río de Janeiro una carta circular de ocho a dieciséis páginas con el nombre de Monterrey-Correo literario de Alfonso Reyes (1930-1937). Catorce números destinados a «una sociedad limitada de amigos y escritores» son una ingeniosa coincidencia entre el género epistolar, el periodismo y la crítica literaria. Monterrey reúne bibliografía específica, explicaciones, acuse de recibo de revistas y libros, notas, cartas y referencias en las que activa la capacidad lúdica de la investigación a través de pequeñas y hasta divertidas polémicas, y el armado conjunto de asuntos de interés para quien la escribe y aquellos que tienen la suerte de recibirla. Así aparece en el tercer número una carta de Jorge Luis Borges en una de las columnas de la revista, dedicada a los olvidados «estornudos literarios». Borges le acerca a Reyes uno que él recuerda de las propias narices de Telémaco, después de los votos de la reina por la vuelta del héroe en el «Libro XV» de la Odisea. En este, su correo literario, se propone, entre otras cosas, recuperar «ese tono de voz que corresponde a la carta literaria [y que] pocos se atreven a derramarlo en sus libros, y no siempre que lo hacen son bien entendidos». 
 

La siembra de la palabra

Este desafío hecho a pulmón recibió diferentes acogidas: admiración, solidaridad, y también rechazo. En «A vuelta de correo», Reyes contesta con dolor y suma ironía a las críticas de uno de sus compatriotas, quien le observó con bastante mala fe la ausencia de un panorama «total» de la literatura mexicana del momento, así como todo lo que a la revista le faltaba, criticando incluso lo inexpresivo de los sobres en los que enviaba sus números: «Ignoro si Pérez Martínez sabe, por su parte, lo que es andar años y más años lejos del propio país, haciendo esfuerzos acrobáticos como los que yo tengo que hacer para no perder una sola voz, una sola palabra de nuestra literatura; dirigiendo a veces circulares a los amigos, reiterando ruegos para que se me tenga al tanto de las nuevas publicaciones y los asuntos que interesan a las nuevas pléyades». En Monterrey, declaró una vez más su concepción de la escritura y de la cultura, su inconmovible fe en alcanzar las múltiples manifestaciones de la literatura latinoamericana, su apuesta por el conocimiento del hombre.

No acordaba con poner su nombre en manifiestos políticos ni literarios porque, como le confesó en una carta a Juan Marinello, «prefiero navegar por mi cuenta y solo firmar lo que yo escribo», pero brindó en sus cartas su solidaridad a sus amigos, a algunos de sus compañeros de juventud. Hizo circular entre ellos su obra y leyó y comentó cuanto recibía. Mientras su obeso cuerpo se desplazaba por México, Buenos Aires, Madrid, París, Cuba, Río de Janeiro, seguía respirando a través de los libros, las epístolas y las señales que lo alimentaban. La escritura fue su militancia y con ella respondió cuando se lo acusaba de indiferencia y desapego de la realidad: «Yo creo, con plena fe y devoción perfecta, en la siembra de la palabra».

Esa obra —que, aunque se presenta como completa, aún está por completarse— me hizo imaginar al principio a un hombre solitario, encerrado en su biblioteca, encapsulado en una burbuja mágica de autosuficiencia, un erudito distinguido. Poco después, en una carta a Julio Torri, encontré la primera nota de humor y de burla: «Sé que lees mucho (esto es de siempre) y que eres cada día más sabio. Yo también, pero no he logrado evitar la panza, no he tenido bastante libertad para ello. ¿Me perdonarás cuando vuelvas a verme?». Saltando de una a otra, descubrí un sistema de relaciones, opiniones, afectos, contradicciones puestas a la vista, dudas, temores y proyectos compartidos. Por si quedaba algún resto de sospecha, el último número de su correo literario, publicado en Buenos Aires, volvía a recordar su modo de concebir la creación de la cultura y la función de cada hacedor: «Monterrey saluda a los delegados al IV Congreso Internacional de Historia de América, por estos días reunido en Buenos Aires, y hace votos para que los hombres de ciencia americanos procuren las ocasiones de ponerse en contacto directo y se acostumbren a cambiar constantemente sus investigaciones y noticias».

La carta es el molde en el que la escritura de Alfonso Reyes encontró su forma. Mariátegui pensaba que había que amar a un autor no por su producción intencional, deliberada de un libro, sino por ese otro que espontáneamente formaban sus pensamientos dispersos. El conjunto de las cartas de Alfonso Reyes, esos papeles a veces ilegibles, que solo aparentan anunciar humildemente el proceso de diseño de la «verdadera» y «completa» obra, es un tentador y placentero volumen, casi inadvertido, aún con páginas sin publicar. 
 
 
Ensayo corregido especialmente para este blog. Publicado por primera vez en Clarín Cultura y Nación, Buenos Aires, 29 de marzo de 1990. Incluido luego en Alfonso Reyes en Argentina (coord. Eduardo Robledo Rincón; ed. Rafael Centeno; comp. Rafael Centeno, Graciela Gliemmo y Zoé Robledo; pról. Félix Luna), Buenos Aires, Embajada de México/Eudeba, 1998.
La ilustración que abre esta entrada fue realizada especialmente por Hermenegildo Sábat para la publicación de Clarín Cultura y Nación.

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