La narrativa testimonial del 68 mexicano

 



Al observar el discurso crítico sobre la producción ficcional mexicana en la que se toma algún aspecto del movimiento estudiantil de 1968 en México, puede advertirse, en primer lugar, que los críticos se empeñan en delimitar un tipo de relación «ideal» entre la serie histó­rica y la serie literaria; de allí se derivan tanteos en la clasificación del corpus y los juicios de valor que direccionan las respectivas lecturas. Esta decisión está presente en parte del fascícu­lo doble de la revista de la Universidad Veracruzana La Palabra y el Hombre (números 53-54, enero-junio de 1985), dedica­do a la novela mexicana del siglo XX, que inclu­ye una sección especial con dos ensayos sobre el recorte en cues­tión. En «El 68 en la novela mexicana» de Gonzalo Martré y «Anotaciones: el 68 en la novela mexicana» de Alejandro Toledo, se problemati­za la constitución del corpus narrativo que remite, en mayor o menor grado, a los episodios del 68 mexica­no. Dice Gonzalo Martré:

Para discutir la novela del 68 es necesario hacer una observación preliminar: son tantas ya, que se impone su clasifi­cación. Sin embargo, ésta es abordable desde dife­rentes pers­pectivas, por lo que propongo las siguien­tes:

1) Por su calidad literaria. Dividirlas por ejemplo en novelas de gran calidad, de calidad media y de dudosa calidad artística. Yo no me inclino a seguir esta clasi­fica­ción porque hay novelas consideradas «como del 68» que tienen mucha calidad pero casi nada tienen del 68, y vicever­sa.

2) Por el contenido anecdótico. Novelas que tienen como temática central al Movimiento, novelas que le dan cabida como referencia ambiental y novelas que lo citan fugaz­mente.


3) Por su contenido político. Novelas que denigran al Movimiento, novelas que lo defienden y novelas sin toma de posición.


Por su parte, Alejandro Toledo observa:

Cuando hablamos de la relación entre la novela mexicana y el movimiento estudiantil de 1968, hablamos al menos de dos cosas distintas:


1) de aquellos textos que dependen directamente de este suceso; y


2) de la posible influencia del 68 en una nueva corriente novelística, en una nueva generación de nove­listas.


Entre las tres posibilidades que presenta, Gonzalo Martré elige situar su análisis en la segunda clasificación, estable­ciendo que existirían «verdaderas» novelas del 68; otras con algún capítulo o párrafo al respecto; y las restantes, en las que la referencia al movimiento estudiantil es prácticamente anecdótica. Por su parte, aunque la perspectiva que abre Alejandro Toledo implica una mirada más crítica, en ambos planteos el acerca­miento a los textos narrativos sobre Tlatelolco se esta­blece como búsque­da y análisis cuantitativo de la representa­ción de la anécdo­ta, para lograr fijar cuáles responden a la denominación y cuáles no.

Desde otra posición crítica, en la antología Narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968 (Xalapa, Universidad Veracruzana, 1986), realizada por Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo, el interés descansa en la exposi­ción de una estética por parte de los antólogos, más que en la exigencia acerca del peso que en la trama narrativa deben tener los sucesos. Cada uno muestra un modo disímil de rela­cionar el acontecimiento histórico con lo que sería el modo de representación esperable o deseado. En este sentido, podría muy bien pensarse que Gonzalo Martré y Marco Antonio Campos establecen posiciones críticas y teóricas enfren­tadas.

La confección de listas a partir de lo que es o no perti­nente en relación con el término dado a todo el conjunto narrativo ─con un evidente tono de autoridad en torno a inclusio­nes y exclu­siones─ parece remitir a una exigen­cia externa a un trabajo crítico interpretativo, ya que en muchas de estas lecturas no se logra superar la instancia de la polémica y avanzar sobre una des­cripción e interpretación del corpus propuesto en cada oportu­nidad. En este sentido, habría una suerte de pretensión, no dicha del todo, de que «hay que hacer­se cargo» de los episodios de determinada manera, lo que conlleva a un replanteo sobre la literatura en íntima relación con ciertos procesos sociales y acontecimientos históricos de ruptura.

Se reactualizan así, desde el discurso crítico, las discusio­nes que se dieron en el sesenta, hecho que convoca todo un conjunto de debates intelectuales y estéticos que surgen, con posterioridad a la Revolución cubana, sobre litera­tura y compromiso; por ejemplo, el sostenido entre Julio Cortázar y Oscar Collazos. Por otro lado, a través de la misma labor clasificatoria y de la creación de antologías, se manifiesta la voluntad de construir, de darle forma, a una suma narrativa desde el espacio de la crítica. Entre otras particularidades, la pro­ducción literaria sobre el 68 mexicano está compitiendo desde sus inicios con el estudio y análisis que recibió la nutrida literatura sobre la Revolución mexicana, que también soportó el afán academicista de la clasificación; vayan como ejemplo los dos volúmenes de Luis Leal sobre la novela de la Revolución mexicana o las cuantiosas antolo­gías sobre los cuentos y corridos de la lucha armada de 1910.

Aunque básicamente acuerdo con que debe observarse en los textos elegidos algún nivel de representación de los sucesos que tienen como principales protagonistas a los estudiantes, me limito a mencionar esta tendencia como significativa en sí misma. No es mi objetivo continuar esa ruta de lectura y menos aún insistir con los parámetros que se han estableci­do en los crite­rios de selec­ción examinados. Intento más bien describir e inter­pretar algunos vaivenes y articula­ciones que juegan en las narracio­nes consideradas en torno al 68, ejes que las atraviesan y las aproximan. Me interesa observar qué elementos del imaginario social están presentes y cómo se combinan en los diferentes textos.

Más cerca de Marc Angenot, de su modo de construir y analizar en La parole panphlétaire (1982) y 1889: un état du discours social (1989) un corpus de estudio en torno a los discursos sociales sobre la Revolución francesa, he considerado un conjunto de relatos disí­mi­les, en cuanto a niveles de representa­ción del aconteci­miento históri­co se refiere, dejando de lado las diferencias estéticas y la calidad literaria. Consi­dero que es importante y perti­nente acer­carse a este espacio textual a fin de estu­diar la intertextualidad que establecen estas narraciones y observar la relación con el resto de la narrativa mexicana, así como también tener en cuenta el entramado que tejen con los discursos sociales del momento: testimonios, discursos políticos, grafitis, íconos.

Por lo mismo, agrupo a partir de un rasgo común, reitera­do, toda la producción narrativa que, de una u otra manera, está traspasada por la referencia al movimiento estudiantil y a la matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. La atención sobre un único blo­que, más allá de las especifi­cidades genéricas y temáticas, se funda­menta en la existencia de un elemento narrativo que agluti­na y funciona aportando cohe­sión. Me refiero al recuerdo, al acto de recordar como centro productor y detonan­te de los relatos y novelas, con particularidades en su organización discursiva a través de cier­tos meca­nismos de ficcionalización. En todos los casos, se trata de narracio­nes cuyo centro produc­tor es la memoria. A diferencia de lo que ocurre con muchos de los poemas sobre estos episo­dios, la narrativa sobre Tlatelol­co no se caracte­riza por incursionar en el testimonio inmedia­to, sino mediati­zado, distanciado en el tiempo.

Debido a la relación que se establece entre escritura y memoria y al entramado particular que pretende dar cuenta del acontecimiento histórico o simplemente mencionarlo, el corpus del 68 aparece en este sentido recorrido por dos cues­tiones de importancia. Por un lado, trans­grediendo las espe­cifici­da­des genéricas, estos textos literarios se imponen desde su condición testimo­nial, detalle que permite organizar el corpus en torno a este eje. Es importante señalar que las narraciones del 68 se publican con poste­rioridad a los poemas y las crónicas. En segundo lugar, la incidencia de técnicas narrati­vas puestas en juego excede a los textos específicamente narrativos y contami­na otros géne­ros, como es el caso de algunos poemas y crónicas. Por lo mismo, muchos núcleos son migrantes y ya están presentes en textos fundacionales como Días de guardar (México, Era, 1970) de Carlos Monsiváis, La noche de Tlatelolco (México, Era, 1971) de Elena Poniatowska y Los días y los años (México, Era, 1971) de Luis Gonzá­lez de Alba. Además, parece estar en juego una problema­tiza­ción acerca de la relación entre escritura e historia, que resulta de menor peso en el corpus con el cual continuamente se compara a los dis­cursos literarios de Tlatelolco: la producción sobre la Revo­lu­ción mexi­cana.




Memoria y ficción

En la literatura del 68 ─crónicas, poemas, cuentos, novelas, obras de teatro, guiones cinematográficos─ asoma la vocación de rescatar detalles y momentos del olvido y del sistema de omisión deliberada propuestos por el poder, preocu­pado por la construcción de una historia oficial. Dadas las posibilida­des de representa­ción que el género permite, muchos de los textos narrativos problematizan el recuerdo, que se enriquece en un abanico de variantes en las que preva­lece la constitución de una narración con una voz que dirige el rela­to, a cargo de una primera persona que acerca el testimonio al género novelesco y por medio de la cual se consigue en diver­sos niveles la mixtura de matrices genéricas.

En Pánico o peligro (México, Siglo XXI, 1983) de María Luisa Puga, el esfuerzo por recordar y organizar una historia personal lleva a la narrado­ra y protagonis­ta a modelar un conjunto de experiencias de vida que siguen una precisa y obsesiva sucesión lineal. Inter­calados en medio de los pequeños aconteceres cotidianos, leídos siempre desde la continuidad, se hilvanan ciertos incidentes de la historia reciente de México, que solo se filtran en relación con esa historia personal. Un planteo inverso mueve a la «cronovela» de María Luisa Mendoza Con él, conmigo, con nosotros tres (México, Joaquín Mortiz, 1971), que se dispara hacia la construc­ción de una genealogía familiar ante la imposibilidad que tiene la protagonista de construir su testimo­nio. Esta obra plantea que solo es posible organizar una crónica a partir de la relación experiencia/escritura/inmediatez. El no ser testi­go o partícipe del acontecimiento inclina el texto hacia el género novelesco, y el vacío de conocimiento se cubre con la imagina­ción.

En Manifestación de silencios (Barcelona, Seix Barral, 1980) de Arturo Azuela, en la cual se modula la historia también desde el recuerdo y la distancia, se imprime como punto de comparación el pasado y el presente de los personajes y, en particular, del protagonista-narrador. En la novela de Puga, el recuerdo personal también comprome­te toda la narración y sirve para reinterpre­tar lo ocurrido. La matanza del 2 de octubre se instala en una de las zonas de la memoria como una obsesión que asoma, a modo de espiral, en todos los actos de violen­cia que la narra­dora registra en su vida.

En el conjunto de los episodios que se desencadenan en Pánico o peligro, los jóvenes son víctimas de agresiones y aparecen asociados a diversos modos de acción que operan como resisten­cia al poder. Aunque la autora no cae en esquematismos de distri­bución de roles sexuales, se resalta en muchos de los casos la marca de lo femenino. La violencia citadina, por otra parte, se entrelaza con los abusos de los que son objeto los sectores más carenciados. Es importante que se reitere en todo el texto que la narradora trabaja en una ofici­na, porque así se esta­ble­ce un conjunto de ricas implicancias en el registro de los actos de fuerza; entre otros, aquellos que el discurso femi­nista carac­terizó y particularizó con la denomi­nación de violencia invi­sible para hacer referencia a los modos específicos y ocul­tos con los que la sociedad patriarcal sojuzga a las mujeres.



Es sustancial que los personajes no estén vinculados directamente con el acontecimiento y que accedan a esa porción de historia por la lectura de la revista semanal Alarma, en especial a través del impacto emotivo que produce en las muchachas la crudeza de sus fotos. Los comen­tarios de sus familiares ─clase media mexicana─ juegan un papel prepon­derante en las imágenes que asumen para Susana y sus amigas los sucesos del 68. De este modo, apare­cen presen­tadas las diferen­tes posi­ciones ─por cierto, enfren­tadas─ de la opinión públi­ca de ese momen­to: el consen­so generado desde el aparato discursivo del poder y todo un conjunto discursivo opositor, fundamentalmente de izquierda, planteado como contravoz. Cabe recordar la importancia que en esos meses tuvieron las revis­tas mexicanas con características de prensa amari­lla tales como ¿Por Qué?, Alerta, Alarma e Impacto. Estos semanarios presentaban gran cantidad de fotos, muchos primeros planos y reducidos comentarios periodísticos. De marcado corte sensacionalista, se caracterizaron por publicar sucesivas notas que tenían como centro la violencia y la muerte, y estaban acompañadas con imágenes de cadáveres.

Esta singular manera de subrayar que no se es protagonis­ta ni testigo directo del acontecimiento histórico, sino solo un escucha o espectador fuera del tiempo, y el modo de intro­ducir la opinión adversa al movimiento estudiantil desde la inserción de la palabra de los padres se plantea de manera más controvertida para la configuración de la identidad juvenil en Amor propio (Barcelona, Tusquets, 1992) de Gonzalo Celorio. Aunque no aparezca textual­mente como definidora la experiencia del 68 en esta novela, en Pánico o peligro y Amor propio se articula un crecimiento en los perso­najes, un replanteo sobre la realidad, un duelo en el desarro­llo de sus vidas que arranca con el sufrimiento de aquellos otros jóvenes. Es decir: los protagonistas que crean Puga y Celorio, sin ser militantes políticos, muestran una ruptura interior que se remonta a una experiencia no vivida ─solo observada en fotos o percibida a través de versiones ajenas─, de toda una época de revueltas y contracultura. Estos personajes, como los de otras novelas y cuentos sobre Tlatelolco, se sienten herederos de un período que fue percibido como umbral.

Hay que recordar que en el imaginario de aquellos años la figura del joven fue relevante. Incluso, en la escena social de aquel momento la juven­tud es motivo de argumentación tanto para los estudiantes como para el discurso del poder, ya que 1968 está cruzado no solo por el movimiento estudiantil y la matanza de Tlatelolco, sino por la organización y realización de los XIX Juegos Olímpicos en la ciudad de México. Los repre­sentantes de las instituciones gubernamentales afirman que la huelga universitaria y las manifestaciones son un instrumento para sabotear las Olimpíadas. El poder construye la represión como un acto nacionalista, pacificador; como una necesaria y reclamada puesta en orden.

No es casual que muchas de las novelas del 68 estén organizadas sobre la matriz de las narracio­nes de inicia­ción o aprendiza­je. Esto permite la asociación entre el creci­miento del persona­je, su formación y la interpretación del aconteci­miento como ruptura. Los sucesos de 1968, el pedido de cambio, la movilización popular se presentan como signos de una utopía; como un instante de quiebre y participación democrática que no llega a culminar de manera satisfactoria, como puede observarse en Palinuro de México (La Habana, Casa de las Américas, 1975) de Fernando del Paso, Amor propio de Gonza­lo Celorio, Pánico o peligro de María Luisa Puga o Regina (México, Jus, 1987) de Antonio Velasco Piña. Aunque estas novelas presentan diferen­cias considerables en su desarrollo narrativo, en la vida de sus protagonistas se produce una escisión basada en una expe­riencia dolorosa, violenta.



Por su parte, con la matriz de la novela policial, Federico Campbell construye en Pretexta (México, Fondo de Cultura Económica, 1979) un relato sobre un informante oficia­lista con aspiraciones detectivescas, que debe perseguir e investigar a los involucrados en la revuelta estudiantil y que termina dando muerte a quien fuera uno de sus profesores en la escuela preparatoria. Aquí el compromiso político-social recae en un adulto, líder de un grupo de jóvenes adolescentes, durante el movimiento estudiantil. Bruno, el exestudiante, será su verdugo. El protagonista, como en El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt, consigue un lugar en el mundo por medio de la traición. Esto le permite a Campbell realizar una descripción y una lectura de la repre­sión en la ciudad de México y señalar el complejo motor que se esconde detrás de la desaparición y muerte de lo que serían los cua­dros medios de los partidos y grupos políticos, hecho reiteradamente denunciado a nivel periodístico, entre otros, por Carlos Monsi­váis, Elena Ponia­towska y Héctor Aguilar Camín.

Todo hace suponer que en Pretexta hay una culpa inicial, fundante, que se remonta a las primeras actividades políticas del personaje de Álvaro Ocaranza en el club Campestre, como dirigente polí­tico de los estudiantes. La narración está a cargo de un compañero de Bruno, una voz cercana al anonimato, que revisa una historia de enfrentamientos esencialmente políticos y, además, generacionales. Se dibuja la conducta del antihéroe y del traidor, en un trabajo intertextual que recuerda ciertos relatos de Jorge Luis Borges.




Cabe recordar aquí que la dela­ción fue en su momento una respuesta que algunos medios de comunicación, crónicas y testimonios concentraron en la acción y declaraciones del estudiante mexicano Sócrates A. Campos Lemus. También el poder se aprovechó de la posible existen­cia de esta figura política y dio a conocer su versión sobre los hechos a través de la invención de un testimonio intitulado El móndrigo y del cual se dijo que era la confesión arrepenti­da de un estudiante que revelaba los verdaderos fines del movimiento: la conspira­ción contra las Olimpíadas de octubre.

En contrapunto con esta vivencia absolutamente indirec­ta, se esgrime en muchos relatos el recuerdo que presenta a un «yo testigo», comprometido con la causa o fortuito, que ha visto y que, por lo general, con asombro y miedo, decide na­rrar. Junto con esta memoria individual, se funda una lectura de la historia nacional de las últimas décadas. El punto de asociación son los reiterados accesos de autoritarismo del gobierno.

Por ejemplo, en «Venir al mundo» de Guillermo Sampe­rio, de su libro Miedo ambiente (La Habana, Casa de las Américas, 1977), la violencia se visualiza a través del paisaje pestilente de una realidad ciudadana que parece continuar la suciedad, el mal olor de aquella otra tarde. En el texto se presenta la siguiente evocación:

Puede afirmarse que yo nací aquella tarde de cielo gris, rodeada de paredes perturbadas. Tengo ocho años de edad, ocho años de dolor. En esa tarde, sin querer, me nació también mucho llan­to.

Con esto no quiero justificar el olor que despiden las alcantarillas de mi ciudad, no quiero justificar esta cursile­ría de mierda; sólo que ahora, en verdad, tengo veintiocho y entonces fue octubre, un octubre descolorido, perforado; un octubre desbordante de zapatos en el suelo, de libros y de chamarras, de brazos y de piernas.

En «El venga­dor» de Gerardo de la Torre, se interpreta esta furia desde la figura particu­lar de la violación de un sector social a otro. En este cuento, el protagonis­ta decide cobrar venganza sobre la injusticia de la discriminación que padece como obrero y hombre mestizo frente al grupo más poderoso y blanco. Esto ocurre primero como ensoña­ción y luego como hecho concreto, a partir del momento en el que ha sido testigo de la matanza. La idea de que «la violen­cia engendra violencia» aparece cada vez que este joven cobra revancha forzando muchachas de la alta sociedad.


De la historia al mito

La reiteración de la brutalidad constituye un aparte especial dentro del trabajo que los textos hacen sobre la lectura e interpretación de una linealidad histórica. Se trata de presentar, ya sea desde la idea de un destino trágico o de una historia nacional irreversible, la imagen intermitente de la muerte violenta. En efecto, explícita o implícitamente, la filiación de ciertos sucesos socia­les con episodios persona­les, íntimos, es deter­mi­nante en el avance narrativo de todas estas biografías.

La construcción narrativa de estas cadenas históricas y narrativas, sendero por el que transita de manera obsesiva Pánico o peligro y muy cercano a un trabajo paródico Crónica de la intervención (Barcelona, Bruguera, 1982) de Juan García Ponce, se presenta quebrada en «En la oscuridad» de Hernán Lara Zavala, gracias a la alter­nancia de dos tiem­pos ─un pasado inmediato que vuelve en el recuerdo y un presente desde el que se hace memoria─, en conjunción con un desplazamiento espacial de la ciudad de México al pueblo de Zitilchén y del grupo juvenil al grupo familiar. Por ejemplo, en «De oídas» de Juan Tovar, la sucesión temporal es inversa. El relato se divide en tres partes, mostradas desde el corte y con subtítulos que las preceden: «Lazo de unión (1970)», «Justicia para todos (1969)» y «Todo es posible (1968)». Esta inversión ratifica que 1968 es percibido como crucial, como punto de arranque o de ruptura de las historias de los personajes. Este relato y los de Guillermo Samperio, Guillermo de la Torre, Hernán Lara Zavala, José Revueltas y Gonzalo Martré han sido recogidos en la antología de Marco Antonio Campos ya citada.

Cuando la cronología, fiel al seguimiento de la historia, se entiende como circularidad, se derrama y se aproxima a los modelos narrativos del mito, la leyenda o el exemplum, con la inclusión de personajes bíblicos, secuencias de la historia religiosa o literaria. Es el caso de la parábola que escribe José Revueltas desde la Cárcel Preventiva de la Ciudad de México en octubre de 1969, «Ezequiel o la matanza de los inocentes», en la cual la interpretación de esa historia atemporal de muerte, injusticia y sacrificio se hace extensiva no solo a la historia de México, sino a lo que parecería ser la historia de la humanidad.

Esta interpretación de la historia está presente en la novela Morirás lejos (México, Joaquín Mortiz, 1967) de José Emilio Pacheco. En muchas narra­ciones del 68 se da la oscilación entre una histo­ria marcadamente nacional y una visión sobre el devenir de la humanidad en su conjunto. Algo semejante ocurre con la presentación de Moisés, la Sombra y la Gran Familia Nacional en Al cielo por asalto (México, Era, 1979) de Agustín Ramos, y la recreación del personaje y la historia de Moby Dick de Herman Melville (1851) en «Acero verde» de Gonzalo Martré.

El nivel didáctico, moralizador de estos relatos no esconde del todo un trabajo intratextual que connota en clave irónica. Las frases, los personajes y las secuencias narrati­vas dejan asomar un discurso segundo que, al calor de los sucesos, debió resultar satírico. Con un tono muy cercano a las fábulas y leyendas, «Ezequiel o la matanza de los inocentes» y Al cielo por asalto apuestan a la repetición de ciertos acontecimien­tos históricos y a la construcción de una memoria de los orígenes, no solo al remontarse a episodios universal­mente conocidos, sino también a la concepción de una violencia social que excede las fronteras nacionales.

A diferencia de Pánico o peligro, Pretexta, Palinuro de México, Manifestación de silencios y Amor propio, estos rela­tos míticos guardan una estrecha cercanía con modelos más canónicos y universales del relato. Por efecto de la generali­za­ción y la reiteración de sistemas de construcción que juegan con la atempora­lidad, paradójicamente estos textos que pre­tenden construir el acontecimiento terminan borrándolo. De este modo, el recuerdo se vuelve referencia literaria y el acontecimiento aparece silenciado, desfigurado en la cadena narrativa.

La memoria, entonces, es el núcleo de articulación de todas estas historias. Memoria colectiva o memoria indivi­dual. Memoria de la historia o memoria que organiza un árbol fami­liar y afectivo entre personajes y episo­dios intras­cenden­tes para la escritura oficial. Sin embargo, la propuesta general es recordar y el re­cuerdo se postula como el recurso que, por excelencia, permite rescatar el aconteci­miento de la omisión deliberada del poder, que apuesta a la construc­ción de una versión que borre las diferencias y los cortes. Se trata­ría de mostrar en todos los casos que la matanza no fue gra­tuita y que la memoria se cobra en la escri­tura su deuda contra el olvido.


Imagen de apertura de esta entrada: fotografía incluida en La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, que lleva el siguiente pie de imagen: «¡Entramos al Zócalo! ¡Estaban repicando las campanas de la catedral! Dos estudiantes de medicina subieron con el permiso del padre Jesús Pérez y también encendieron todas las luces de la fachada. Todo el mundo aplaudía sin parar».



Entradas más populares de este blog

Coda: el eterno retorno de Nietzsche y algo más

Sobre mí

Roberto Rossellini (2): «las guerras domésticas»

El amor: ¿arde o perdura?

El compromiso del testimoniante: relato y verdad

La hormiguita viajera

Tlatelolco: entre la borradura y la inscripción

Natalia Ginzburg: «Mi oficio es escribir historias»

Hay Festival Cartagena: ¿conversaciones o entrevistas?