Investigación, periodismo y literatura: Entrevista a Laura Restrepo



En enero de 2006, durante la primera edición del Hay Festival Cartagena, Colombia, tuve la posibilidad de entrevistar a Laura Restrepo. Dos años antes, Alfaguara había publicado su novela Delirio. Mientras conversábamos en el hotel donde se alojaba, en dos ocasiones varias personas se acercaron a saludarla; esas interrupciones están registradas en la siguiente transcripción, inédita hasta ahora. Pasaron dieciocho años de ese enriquecedor encuentro. Para decirlo con palabras del poeta mexicano José Emilio Pacheco, «No me preguntes cómo pasa el tiempo».


Laura, en tu presentación de ayer estableciste que la diferencia entre el trabajo de un periodista y el de un novelista es el factor tiempo. ¿Es eso importante, en tu caso, cuando encarás un texto periodístico o literario?

—Sí. La realidad finalmente te está bombardeando con temas, así sea la realidad interior tuya, tus recuerdos de familia, la realidad social, la guerra en el país vecino, la realidad histórica. La cantera, pues, es la realidad. Y el periodista está ahí investigando y obteniendo materia prima de esa enorme cantera que es la realidad. Ahora, qué pasa. Que el periodista tiene que entregar el material al día siguiente, o a los dos días. Si es para una revista, con suerte puede entregarlo a los ocho días, entonces no tiene tiempo de elaborar. Pero qué pasa si a esos datos que investigaste, si a esa historia que obtuviste, a ese personaje al que entrevistaste les puedes dedicar tiempo. Si puedes ponerle una estructura por detrás. Quizás elaborar el lenguaje con el que tiene que ser narrado, determinar exactamente cuáles son las cimas y cuáles son los recesos en la historia, ponerle un tiempo. Pues lo vas convirtiendo en literatura. Yo pienso que al periodismo lo que le hace falta es desarrollo para ser cuento, para ser novela. Ahora, eso no quiere decir que no tenga sus propias virtudes en el sentido en que, claro, es una cosa mucho más rápida para agarrar la realidad al vuelo, es más espontáneo. Como género literario, pues tiene enormes virtudes, pero si tú lo comparas con la novela, todo es cuestión de tiempo y de elaboración. ¿Cuál es la prueba definitiva? Que es donde yo creo que está lo sustancial. Un novelista puede armar toda una estructura y un desarrollo literario con base en una investigación periodística. La prueba definitiva es cuando tú logras sacar de debajo todo aquello, la investigación periodística y los hechos específicos, y todo el tinglado de la novela sigue en pie. O sea que no importa de dónde vino, porque la novela se sostiene sola. Es decir, la novela no es importante en función de lo que pasó, es importante en función de sí misma. Entonces es como si construyeras un castillo de naipes sobre una hoja de papel. Si tú logras retirar la hoja de papel después, que serían los hechos periodísticos, y el castillo de naipes se te mantiene, ahí ya está la prueba de que pasaste a hacer literatura o no.

Entonces, de alguna manera, estás replanteando algo que tiene que ver, sobre todo, con la producción literaria del siglo XX: la autonomía de la literatura en relación con la realidad. El periodismo tiene una vinculación más fuerte con la realidad. Aunque la literatura parta de un hecho concreto, es autónoma. 

—Es que en la literatura el vínculo con la realidad ya no cuenta, ¿no? No es que sea más fuerte en un caso y más débil en otro. Es que es más autónoma. Si una novela es buena, en últimas al lector no tiene por qué importarle si fue real o es mentira lo que sucedió ahí. Mientras que en el periodismo siempre hay una necesidad de veracidad, tienes que estar reflejando los hechos. En la literatura lo que importa es la coherencia interna, digamos la realidad interna.

Y sin embargo el lector común está siempre buscando cierta verdad en lo que lee y eso aparece en la asociación que suele hacerse entre el autor y el narrador de una novela, de un cuento. No sé si te has encontrado con algún lector que te pregunte por tu vida a partir de lo que leyó en tus novelas.

—La inquietud del lector por saber si es real o no es real lo que le están contando. Pero es dialéctico, Graciela, porque por un lado son como dos vocaciones muy intensas y a la vez contradictorias en el ser humano. Por un lado, la necesidad de constatar si son reales o no las cosas que le cuentan, y por otro lado ese deseo enorme de fantasear y de que le cuenten mentiras. Entonces son las dos cosas a la vez. Yo pienso que la literatura las reúne y el periodismo no, porque el periodismo está en el terreno de la realidad. La relación de la novela con el lector tiene que satisfacer esas dos apetencias: la de verdad y la de mentira.

En varios de tus libros, como ocurre en Historia de un entusiasmo, no narrás algo inmediato, pero está la experiencia directa y hay una investigación detrás. Y en La novia oscura hay un narrador que se desplaza, que se acerca al lugar de los hechos. Esos dos libros muestran que estás como en el filo de las dos prácticas, entre el periodismo y la literatura.

—Es un territorio común, sobre todo con la posmodernidad y el no respeto de las fronteras entre los géneros, algo que ocurre desde hace mucho. Pero mira, por ejemplo, la reportera que aparece en La novia oscura es ficticia. Ni siquiera se dice con claridad que es una reportera. Es alguien que está preguntando, reconstruyendo un episodio y acaba reconstruyendo otro. Pero la investigadora esa es un personaje de ficción, de la misma manera como en el género negro el detective es un personaje, o en una novela de medicina el médico es un personaje. Aquí hay una periodista y eso no quiere decir que sea yo. Es una periodista de ficción también, que es como parte del juego, ¿no? Ahí le das como otra vuelta a la tuerca. ¿Qué pasa si la novela se basa en un periodista y el periodista investiga, si la investigación es real pero el periodista no? Que es un poco lo que pasa en esa novela.

¿Hubo una investigación previa a la escritura de La novia oscura?

—Sí, pero no existe Sayonara. Yo estuve un año en Barranca [Barrancabermeja] hablando con las putas y la investigación la hice. Le cambié nombres, le cambié contexto. La reinventé a partir de la investigación. Lo que no es real es esa periodista que está ahí, yo la puse como parte de la ficción.

No es una novedad la práctica de novelistas o cuentistas que vienen del periodismo y alternan incluso ambas funciones, pero parece que en las últimas décadas eso explota, se ve mucho más. Por ejemplo, Poniatowska en México, Tomás Eloy Martínez o Martín Caparrós en Argentina.

—Gabo, y el propio Vargas Llosa, que hace muchísimo periodismo. Es que son nexos, y uno invita al otro permanentemente. Estás escribiendo una novela y te surge una añoranza de hechos reales. Y estás escribiendo periodismo e inmediatamente las historias te están tentando para que las utilices. Me parece que es un filo de la navaja muy sutil, que da para hacer mil juegos.

¿Te sentís libre como para entrar y salir de uno y otro, o ya estás muy plantada en la literatura y alejada del periodismo?

—Digamos que no estoy trabajando para los medios, pero simplemente por el problema práctico de que para terminar una novela tienes que concentrarte, porque si abres muchos frentes directamente no la haces, ¿no? Es un trabajo tan absorbente que no puedes. Pero a mí me encantaría hacer periodismo. A cada rato me pasan por al lado temas para reportajes. Yo añoro tanto los días que lo hacía, agarrar el morral e irte para algún lugar. Sí, es una frontera móvil que es delicioso transgredir. Ir para un lado y para el otro. Eso crea perplejidad, eso es como te catalogan. Entonces hay críticos que dicen: «No, ella no es novelista, porque ella es periodista». Otros dicen: «No, si eso es literario».

La escritura es un espacio único, ¿no? Y los formatos uno los toma o los deja.

—Es que esas categorías no son un asunto para el escritor. El escritor hace lo suyo y ya.

—A Gabriel García Márquez se lo considera en general como autor de ficción, pero es interesante que a la hora de crear una fundación la hace para periodistas, no para novelistas. Y él viene del periodismo.

—Claro, y yo supongo que tiene que ver con otra cosa. Gabo, como gran escritor que es, debe saber que aprender a ser escritor es una cosa muy en el aire, eso no se puede enseñar. O supongo que sí se puede, pero tiene más dificultad. Mientras que a ser periodista, a mirar la realidad y a traducirla en palabras es una buena práctica inclusive para quien después quiera hacer literatura. Es una puerta de entrada más concreta, es una puerta de entrada más sólida. Pues llamar a unos muchachos, una cosa pedantísima, y decirles: «Ustedes van a ser aquí escritores»... Es también someterlos a la dura prueba de tener que mirar la realidad.

¿Y cuál fue tu experiencia de escritura con Historia de un entusiasmo?

—Eso es interesante, porque con Historia de un entusiasmo estoy utilizando el reportaje. Es decir, sin los hechos que ocurrieron ese libro se te desmorona, no tendría razón de ser. En Estados Unidos están traducidos todos los demás libros, pero ese no porque, claro, hace referencia a unos hechos históricos colombianos muy particulares, que los editores suponen que al público de allá no le interesa. Entonces yo a veces he pensado inclusive, porque me han propuesto, no sé, por qué no volverlo novela. Y ahí el ejercicio se vuelve interesante.

¿Lo harías?

—Sí, eventualmente… Es decir, me atrae más hacer una novela nueva, pero eventualmente sería interesante.

[Primera interrupción].

—Mira, el caso de Historia de un entusiasmo se presta para hacer una reflexión. Yo me he puesto a pensar: «Bueno, si la hiciera finalmente, qué habría que hacer para que eso fuera literario». Porque la verdad es hay una trama que es bien interesante. Creo que lo primero, y ahí apuntamos a algo sustancial en la literatura, es que yo tendría que individualizar, tendría que tener un personaje y mirar las cosas a partir de ese personaje. Eso te da la clave de que lo literario está dado por la creación de un personaje único, irrepetible, que representa a los demás, pero esa no es su tarea. Su tarea es ser él, y tener casi tanto peso y tanta realidad como un ser humano. Desde luego que traducido al guion que es la literatura. Tiene que ser un personaje absolutamente autónomo de todo lo demás, que exista por sí mismo, que viva, que sienta, que tenga una cara, que establezca una relación de persona a persona con el lector.

[Segunda interrupción].

Laura, además de la construcción del personaje central, también es importante para un escritor decidir desde dónde narrar, crear la voz narrativa que cuente la historia. ¿Qué te resulta más complicado? ¿Encontrar esa voz o la construcción del protagonista de un relato?

—Digamos, Graciela, que el esquema inicial de pronto no es tan difícil. Pongamos el caso de Delirio. Yo quiero hablar de la locura. Fíjate, curiosamente, el primero que apareció fue el abuelo. El tema que más me obsesionaba era la cadena de mentiras que se manejan en la vida familiar y en la vida social, que pueden llegar a producir en una mente demasiado sensible o que no esté suficientemente armada unas distorsiones de la realidad tremenda. Un secreto en la familia, un tema serio que no se habla, un afecto que no se expresa, todos esos secretos pueden llegar a enloquecer a una persona. O la enloquecen o la vuelven dura. Pero es un fenómeno de distorsión de la emocionalidad y de la capacidad de conocer. Entonces me interesaba el abuelo porque yo quería que se viera desde atrás. Esa mentira que guarda el abuelo, el de su suicidio, el de esa especie de homosexualidad latente. Esos secretos ahí guardados se heredan, y se hereda una manera de callar, y se hereda una manera de mentir, que es lo que aprende allí la mamá de Agustina y que va a pasar de generación en generación hasta que estalla en esa bomba que termina siendo Agustina. Entonces el abuelo era como el central. Sin embargo, cuando empecé a contar, había como una distancia grande en el tiempo y en el espacio, como generacional. Me quedaba un poquito literario y yo quería hacer una novela mucho más íntima. Entonces pensé: «Tengo que poner a una nieta, tengo que poner a una muchacha cuya locura yo pueda explorar». Yo podía inventarme la locura del abuelo, pero no sentirla. En cambio, la de la muchacha sí. Pensaba qué cosas me han llevado a mí como al borde de la presión mental, qué pasa si yo no hubiera tenido los diques de contención que tengo. No es una historia geográfica para nada, pero sí qué tipo de presiones familiares lo llevan a uno al límite. Por ejemplo, la falta de respeto de la sexualidad de las personas. La historia del hermano, que es tremenda. Cómo ocurren los afectos en la casa, que muchas veces es una cosa secreta. Los impulsos del incesto. Entonces Agustina me quedaba mucho más fácil explorarla y crear una voz íntima. Yo quería que la persona loca hablara en primera persona. Claro, Agustina al estar loca, tiene una visión muy parcial de la realidad y no necesariamente cierta. Agustina delira. Entonces necesitaba a alguien cercano a Agustina que investigara los hechos como para poder hablar del contexto de su locura, y aparece Aguilar. Pero al mismo tiempo, viviendo en Colombia, y yo siento que en el mundo contemporáneo, con un proceso de distorsión tan serio a nivel social, cómo no hablar de esa gran mentira que es el lavado de dólares, que es ese narcotráfico de cuello blanco, en el que además están involucradas las compañías financieras, el capital internacional, los bancos suizos. Es decir, otra gran mentira enloquecedora, ¿no? Un país que se desangra por el problema del narcotráfico. Nunca se va a acabar el narcotráfico, los asesinatos. Y al mismo tiempo, toda una actividad de cuello blanco muy bien establecida, donde el narcotráfico se legaliza y se lava. Entonces necesitaba a alguien que me permitiera contar el contexto social, y aparece el Midas McAlister, que se me fue volviendo utilísimo.

El Midas es un personaje muy rico. Un personaje que tiene un costado tierno y otro muy siniestro. Una dimensión humana muy impresionante.

—Sí, y su amor por Agustina, que finalmente está pasado por el cinismo que lo caracteriza, pero que no deja de ser un amor. El Midas me resultó utilísimo. No solo me permitía contar un contexto social, sino porque Aguilar, por su diferencia de clase social y por su aparición ahí, en la vida de Agustina, no podía hacerlo, y el Midas sí lo podía contar. Y así se armaron los cuatro personajes. Ahora, el problema, Graciela, consiste en que con los personajes como con las personas hay que convivir con ellos para conocerlos de verdad. Y al principio, cuando empiezas a escribir una novela, la verdad es que no los conoces, no tienes ni idea de quiénes son. Siempre te equivocas y los pones a decir cosas y a hacer cosas que nunca harían. Y los personajes al principio como que se quedan callados, pero llega un momento en el que a los gritos, al otro día cuando relees, los personajes te están gritando: «¡Esto no tiene nada que ver conmigo! ¿Por qué me pones a decir eso?».

Los personajes van adquiriendo su propia vida, su propia lógica.

—Claro. Tienen su propia lógica, que no es la tuya. Tienen sus propios temores, una cierta fidelidad a los antiguos dolores, una noción de la felicidad, que a medida que tú convives con ellos los vas desentrañando. Si no, los pones a hacer cosas que no tienen nada que ver con ellos. Ahí viene esa parte encerrada con los personajes, buscando y bregando a ver cómo son. Afortunadamente el personaje se encarga de decirte que no a ciertas cosas. Pues, por ejemplo, ¿cuál fue el más difícil? Aguilar. Aguilar fue imposible. A Aguilar lo escribí veinte veces. Hubo veinte Aguilares distintos. Bueno, no tanto como veinte, pero sí por lo menos como tres Aguilares distintos antes de llegar a la versión definitiva. Porque de alguna manera un hombre bueno, lo que es básicamente Aguilar, es un personaje que literariamente es difícil y no hay el lenguaje en la literatura contemporánea para un personaje bueno. Es decir, si tú quieres hablar de un cínico, tienes toda una tradición literaria: John Kennedy Toole, Houellebecq, grandes maestros. Desde Musil, desde El hombre sin atributos.

En Shakespeare hay muchos de esos personajes. Por ejemplo, Yago, un gran malo de la literatura. La escritura sobre el mal, la maldad y la oscuridad humana.

—Hay como un aprendizaje muy largo para escribir sobre la maldad, el descreimiento. Pero en cambio, el tipo bueno, buena persona, enamorado de su mujer, que no pone los cuernos, es invisible.

Y no no genera conflictos narrativos.

—No genera conflicto, porque el hombre se porta bien, no tiene dobleces, no tiene muchas lecturas. Y Aguilar resultaba soso. Y al mismo tiempo, yo me decía: «Pero es un tipo bueno. Yo los conozco, yo he convivido con ellos, yo sé que los hay»Ya es hora también de que en la literatura escrita por mujeres exista un hombre que apoya. Es ya un lugar común el del hombre malo, que abandona, que no quiere, que tiene otras.

Durante la lectura de Delirio, tenía la impresión de que algo malo estaba aún por pasar, y de que lo que había detonado la locura de Agustina tenía que ver con el Midas. Pensé: «¿La habrá secuestrado, o la habrá violado y por eso ella enloqueció?». Hay un efecto de desgracia que va llegando durante la lectura, casi como ocurre en una novela negra, y no tiene que ver con la locura en sí, porque ya cuando empieza la novela una sabe que está loca. La desgracia tiene que ver, me parece, con que el lector se entere de cuál fue el episodio detonante de ese brote de locura. El Midas no la secuestra ni la viola, pero está la escena de cómo matan a otra chica en su gimnasio, y esa percepción de Agustina de que allí hubo escenas violentas. ¿Fue producto de una decisión haber creado esa tensión entre locura y violencia?

—Sí, claro, claro. Lo estaba buscando. Quería ponerle un nudo detonante a la cosa. Hubiera sido demasiado obvio que una violación fuera uno de los momentos decisivos de la vida de ella. Tú no puedes redundar, así es más sorpresivo para el lector.

Porque la violencia aparece en Delirio en un doble plano: en el familiar, personal, y en el social.

—Yo quería, mira, un hecho de violencia silenciada. Es decir, nuevamente, no tiene que pasar por el dolor de que ve una cosa violenta y se tiene que callar porque no se dice. Esa típica violencia emocional, violencia mental es un secreto más. Pero si el detonante hubiera tenido que ver con el padre, uy, es un plomo ahí, porque para el lector hubiera sido bastante obvio. Mira, yo tengo una convicción, Graciela, de que el lector siempre está leyendo entre líneas. Una cosa es lo que tú le dices y otra cosa es lo que el propio lector va elaborando. El lector va leyendo, y como tú bien lo dices, va construyendo su novela. Va interpretando, va caminando por ahí. Tú no puedes decir ni lo que ya dijiste ni lo que el lector ya leyó, que tú no has dicho. Tú tienes que tener la habilidad de predecir por dónde va el lector y sorprenderlo por otro lado. No puedes redundar. Por ejemplo, en Leopardo al sol, que es una novela sobre el narcotráfico, no se menciona la droga, no se menciona, y sin embargo está presente en toda la novela. La gente que la lee sabe sobre qué se trata, que es una novela sobre la droga. Yo nunca dije que eso era la droga, pero la gente sabe. Entonces tú no te puedes poner a insistir en lo que la gente ya sabe porque ¡pum!, el relato se te cae.

La literatura trabaja sobre lo no dicho. Hay como una necesidad de callar ciertas cosas. Pienso en la teoría del iceberg de Hemingway, en eso de que el autor sabe mucho más de lo que narra y que el relato solo muestra una parte. Lo central permanece oculto y es lo que fundamenta el texto.

—Es lo que te digo yo. Tú no puedes decirle al lector lo que el lector ya está pensando, porque ahí la cosa se te vuelve pesada. Es increíble, pero yo siento que es así.

Esta cuestión de lo oculto, de lo no dicho, también está presente en tu novela breve Olor a rosas invisibles. La historia más visible, la que sigue el lector, es la del reencuentro de los protagonistas, pero debajo se esconde la historia del narrador, tan melancólico. Esa es la sorpresa, el regalo escondido de esta novela. Este narrador que no tiene una historia de amor para contar y entonces cuenta la de otro.

—Mira qué bonito, nunca me lo habían dicho. Y yo siempre supe y sentí y quise hacer que la historia no fuera solo la historia de los dos enamorados.

Pensando en vos como escritora, parece tu alter ego, porque cuenta cómo arma esa historia. Narra cómo es el trabajo del escritor. Conoce la historia, investiga y muchas veces dice también que imagina. Lo que no sabe lo imagina.

—No lo había pensado así, pero tienes razón. Cumple el mismo papel que cumple Aguilar en Delirio, que cumple la periodista en Dulce compañía. Es decir, hay alguien que está averiguando, que está mirando tras bambalinas, que no ocupa la primera plana, pero que finalmente es el protagonista. Hay una cosa que me parece muy importante, Graciela. El tema de los grandes libros, no hablemos de los míos, ya eso es otra cosa, pongámonos como lectores... El tema de las grandes novelas nunca es lo que aparece, siempre es la propia literatura. Toda gran novela siempre habla de la literatura, sobre las palabras y sobre cómo el hombre utiliza la palabra, sobre cómo el hombre se expresa, cómo se puede establecer el diálogo, lo que significa cada palabra. Cómo es ese hecho de guiar tu vida a través del mecanismo de las palabras, de cómo ponerlo en palabras para decírtelas a ti mismo o para contárselas a los demás. En toda gran novela el tema es la propia literatura y la palabra. Y más que la literatura, el tema es la palabra, que es la herramienta de la cual está hecha. Es parte de esa redondez que tienen las novelas cuando son buenas. Utilizan una herramienta y todo el tiempo están hablando sobre esa herramienta. Porque, claro, en términos de creación, el gran déficit de la literatura es que finalmente, por más que tú hagas una construcción, no estás jugando sino con palabras.

Por eso Roland Barthes decía que los personajes y el narrador son seres de papel.

—De papel, así es. Esa es la limitación tremenda. La nostalgia feroz que hay detrás de toda literatura. Si tú tomas un jardinero que plantó esa planta, tiene una semilla, la pone en tierra, le echa agua, y allí está. Está haciendo algo. Con la palabra tú no haces nada más que una montañita de humo.

Y sin embargo los libros están ahí, permanecen. Forman parte de la realidad.

—Claro, y es una existencia muy poderosa.

La identidad del Quijote, por poner un ejemplo muy conocido, iguala, y hasta supera, la de una persona real.

—Pero hay una nostalgia en la literatura, que es «No soy sino humo», «No soy sino palabras».

Laura, ¿esto tiene que ver con el tono de algunos de tus libros? Pienso en Delirio, en La multitud errante, en Olor a rosas invisibles, en los que hay un tono melancólico, una mirada hacia el pasado, y siempre hay algo que recuperar. En La novia oscura tiene mucho que ver esa relación con ese padre, la escena de los elefantitos… También en Agustina hay melancolía, en Aguilar, en las escenas en las que conoce a Agustina. Y hay muchísima melancolía en La multitud errante, esa búsqueda de Matilde Lina. ¿Tiene que ver con vos directamente? ¿Pensás en la melancolía en el momento de escribir?

—Bueno, es decir, si algo sirve como ser los datos personales, no. Yo soy una persona muy alegre, yo no conozco la depresión. Lo que pasa es que detrás de la alegría real hay melancolía. Yo siento que la alegría no es real si no tiene como una carga de melancolía grande. La alegría es precisamente lo contrario. Te sobrepones a la melancolía, le pones humor, la ves con otros ojos, pero eso no quiere decir negarla.

¿La melancolía resulta más literaria que la alegría?

—Es que la vida es difícil. Ahora, al mismo tiempo, yo siento que mis personajes en general enfrentan con humor las cosas y salen adelante. Pero creo que es lo que te digo. A mí lo que me interesa es la alegría. Yo soy una persona básicamente feliz. La vida me ha dado de todo. Soy muy feliz y me gusta hablar de la felicidad. Es que la felicidad no existe si no tiene por detrás la melancolía. Sería una cosa plana, falsa.

¿Eso tiene que ver con tus finales? Me llamó la atención, por ejemplo, que una historia tan tensa, tan terrible como la de Delirio tenga un final feliz. La corbata roja que Aguilar se pone al final... Y en La multitud errante se descorre la tela y ellos están finalmente juntos. En La novia oscura no hay resentimiento, no hay rencor en la protagonista. En Olor a rosas invisibles los enamorados vuelven a estar unos días juntos y él regresa luego con la esposa, que adivina quién ha elegido la camisa y sin embargo la vida sigue igual. ¿Será entonces que ponés una cuota de alegría en la resolución de los finales de tus novelas?

—Sí, finalmente sí, porque yo creo que es posible. Que la pelea es dura y hay que darla, pero que las cosas terminan bien, que la vida vale la pena vivirla. Estoy convencida de que eso es así.

Como en tus relatos hay mucho de la realidad colombiana, tan complicada, pensé que podía tratarse del deseo de que la historia del país se encamine y termine bien.

—Yo siento que las historias terminan bien, no es tanto el deseo. Así lo he experimentado siempre. Ahora, no es un bien definitivo tampoco, porque Agustina al final de la novela tiene un momento de lucidez, se asoma ahí a la superficie, se reencuentran, pero uno no sabe en qué momento eso cambia. Y en La multitud errante se descorre la cortina, pero no es definitivo. Es decir, hay un momento de luz, y me gusta cortar ahí. Terminar una novela es como cortar una tela. Puedes cortar a los cincuenta centímetros o puedes cortar a los sesenta. Seguramente al otro día amanecen de mal genio y se va todo al carajo, o entran los paramilitares y los matan, y el final es trágico. Yo prefiero cortar de una manera suave, invitando al lector a que sienta que la cosa es posible, que está muy jodida, pero que es posible.

La posibilidad, por lo menos, de un momento feliz.

—Es como te digo. El final depende de en qué momento viene el tijeretazo. Si tú cortas un poquito antes… Tomemos por ejemplo Ana Karenina. Si tú cortas un poquito antes, entonces no se suicida. ¿No es cierto?

¿La hubieras salvado?

—Sí, claro. Ese final de Ana Karenina lo detesto. Sí, hombre, no. ¿Por qué la va a matar? Además, fíjate, admirando a Tolstoi como lo admiro, porque me fascina. Es muy característico del siglo XIX que cuando hablaban de mujeres tenían que castigarlas al final. Ahora, uno entiende. La moral de la época no permitía, por ejemplo, hablar de la prostitución. Como para darle la concesión a la crítica, la concesión a los editores, al propio público, para que no reaccionara feroz contra la novela, era terminar de manera ejemplarizante. Entonces todas terminan mal. Emma Bovary lo mismo, termina castigada. Las adúlteras terminan castigadas. Las grandes prostitutas de la literatura. La Manon de Prévost. Todas terminan castigadas. Pero porque debajo de esa apariencia moralista, se podía contar la historia de una prostituta, de una adúltera, de una mujer que seguía caminos no convencionales. Pero yo digo: «Bueno, ya, ya». Por ejemplo, fíjate, es interesante, muchas feministas en muchos lados, cuando salió La novia oscura, me armaron un debate. Me acuerdo de una vez en una radio en directo, en Madrid. Me llamaron unas feministas indignadas para decirme que yo hacía la apología de la prostitución. Que por qué yo no mostraba que esa vida alienada, de utilización sexual de las mujeres terminaba desbaratando a la protagonista. Que yo tenía que denunciar la prostitución.

Pero en esa novela la prostitución está en primer plano.

—La vida que lleva esa muchacha es durísima. Lo que pasa es que yo no quería hacer de mi personaje un personaje indigno por el hecho de ser prostituta. Porque es que la dignidad no tiene que ver con las profesiones. Yo conozco muchas amas de casa muy indignas y conozco muchas prostitutas muy dignas. Entonces no va por ahí la cosa. Ese no es el corte, ese no es el tipo de juicio moral que yo quiero hacer.

Y volviendo a los finales, ¿salvarías al Quijote de la muerte, de que lo mate la realidad?

—Al Quijote lo mata la realidad. Pero no, por Dios, ese final es tan perfecto. Al mismo tiempo es un final abierto. Porque fíjate que para mí el protagonista siempre ha sido Sancho, que es el personaje que tiene la transformación maravillosa y pasa de la vida más plana, más material, más pragmática. Sancho se va iluminando a lo largo de la novela. Para mí el final del Quijote, el verdadero final es cuando Sancho le dice que no se muera, que salga de esa cama y se vayan de pastores al campo. Entonces yo creo que el Quijote no termina con la muerte del Quijote, termina con el nacimiento de Sancho. Y para que nazca Sancho tiene que morir el Quijote.

Es una linda lectura. En Delirio, en La multitud errante, en La novia oscura, asoma una problemática que afortunadamente no es explícita, no se argumenta, pero ahí está en los actos de los personajes, en relación con la ley y también con la figura del padre. Me llama la atención cómo reaparece en tus novelas la cuestión del abandono. Una niñez muy desprotegida, muy desamparada. Estos personajes con carencia de modelos, de afecto. ¿Es una preocupación personal, algo que surge a la hora de escribir?

—Qué interesante lo que dices, porque yo tuve una situación totalmente contraria. Mi papá fue un ser absolutamente encantador, enamorado de sus dos hijas, de su mujer. Se murió hace veinticinco años ya. Mi mamá es una persona espléndida. Quienes la conocen ven que es apasionada, talentosa, hace teatro, con una vitalidad a sus años. Mi mamá entra aquí y es una presencia. Y además ellos se quisieron mucho. Es que yo de verdad viví una infancia tan feliz, Graciela, tan protegida, tan divertida, tan poco convencional, porque era gente muy libre. Tal vez es precisamente porque lo miro desde la óptica de quien tuvo. Yo conocí la felicidad, yo la viví. Mi infancia fue una infancia feliz. Yo no conozco mucha gente que lo pueda decir. Entonces quizá por eso me queda fácil escribir sobre lo contrario, imaginar qué sería perder eso, cómo es no tenerlo. Mira, por ejemplo, Oliver Sacks, que es un autor que me encanta, escribe sobre cómo funciona la cabeza en sus pacientes a partir de sus carencias. Una delicia. Él es un neurólogo, entonces relata casos reales. Es un excelente escritor. Te hace un cuento, una novelita. Te habla de cómo funciona la cabeza a partir de casos de deficiencia mental. Por ejemplo, te habla de un pintor que es incapaz de percibir el color y te narra una historia real de un paciente. Un pintor que tiene un problema neurológico que le hace ver las cosas en blanco y negro. Entonces Sacks te cuenta esa historia y te habla de cómo percibe el cerebro los colores a partir de un estudio que él hace en una persona que no los ve. Es decir, muchas veces la ausencia te revela mucho más que la plenitud. Entonces yo creo que si de alguna manera, literariamente, siento la inclinación a hablar de la ausencia afectiva es porque yo la tuve, y yo la tuve en grandes dosis. Es posible que, si yo mirara las cosas desde la propia ausencia, por ahí la visión sería otra. Es un poco también como lo de la alegría y la nostalgia. La ausencia del apoyo afectivo aparece muy clara cuando lo tuviste y cuando puedes sospechar lo que sería no tenerlo.

Más que en clave autobiográfica, lo pensé como algo que atraviesa tus historias, tus textos. El abandono de los desplazados en La multitud errante. Una sociedad hipócrita en Delirio, con un doble discurso, con un abandono que se repite en la familia, con una mamá cómplice que cuando se revela la verdad de las fotos no quiere ver la realidad, la niega e instala una mentira en contra de su hijo. Y creo que el abandono se potencia mucho más en La novia oscura por la generosidad de la protagonista y esa inclinación a comprender y a no no guardar rencor. Si lo hubieras trabajado desde el resentimiento, tal vez no sería tan significativo el abandono.

—Sí, bueno, es que este es un pueblo muy abandonado, Graciela. Yo creo que todos llevamos ahí esa marca tremenda. Un pueblo que ha sufrido lo indecible. Aquí zumba la muerte como las moscas, Graciela. El hecho de que se creen esos espacios donde la guerra no penetra ya es un gran logro y una conquista, pero en la vida cotidiana de la gente la muerte zumba. Es un pueblo que sufre en un abandono, en un desconocimiento internacional absoluto. A nadie le interesa que nos estamos muriendo todos. Eso no sirve para nada, no va a ninguna parte, no queda registrado. Es un pueblo muy paria este. Esa es una marca terrible. Yo veo aquí, por ejemplo, a los colegas, los colombianos que van y vienen, hablan inglés, y los colombianos cuentan que les secuestraron a la mamá, que le mataron al hermano. Es una tragedia ahí que hay detrás, pero lo que pasa es que no se puede decir, porque no es de buen gusto echar eso en cara a la gente.

Ayer hubo un encuentro en el claustro de Santo Domingo, un grupo musical acompañado con imágenes, un video donde se mostraba la violencia en Colombia. Estaban vestidos de negro, con pétalos rojos, y danzaban. Se notaba cierta incomodidad en algunas personas que asistieron al evento.

—Pero qué valientes los muchachos.

Fue muy conmovedor, porque en el medio del Hay Festival, del festejo, se atrevieron a mostrar ese espectáculo.

—Es interesantísimo lo que me dices, y no sabes cómo me duele no haber ido. Aquí hay todo un tema con la imagen, que además la detesto. Y yo creo que en todos mis libros hay una guerra contra eso que es defender la imagen. Porque aquí, todo corrupto, podrido, y la muerte que campea por debajo, pero el Gobierno preocupado por la imagen. Porque hay una gran mentira nacional, que se la come todo el mundo, empezando por la mayoría de los colombianos, que es que Uribe está ganando la guerra. Uribe lo que está haciendo es un control paramilitar sobre todo el territorio. Entonces qué interpretación hay. No, aquí en Cartagena está todo tranquilo y no te secuestran porque él tiene todo bajo control. No. Como que aquí no está pasando nada, como una demostración de que aquí en Colombia la guerra se está superando. Es todo lo contrario. Esto que está pasando aquí en Cartagena, este festival, el bienestar con que los extranjeros están paseando por las calles es la demostración de la vocación de paz de los colombianos, que es capaz de derrocar la guerra para que se lleve acá un evento como este.

No lo ves como un logro de Uribe, del presidente.

—Ayer no quería meter el tema político, pero lo dije para quien quiera entender, que es momento de agradecerle al pueblo de Cartagena, porque si este festival es posible no es por razones míticas, sino por la vocación del pueblo de Cartagena. Por ningún otro motivo. No son los militares, los soldaditos que pusieron por todos lados en las azoteas los que están garantizando que esto transcurra como transcurre. Esto es posible por la vocación de paz de los colombianos y los cartageneros, por ningún otro motivo. No son los soldados en las azoteas los que estén garantizando que esto transcurra como transcurre. Es que la gente aquí hace un alto para que la cultura tenga lugar.

Se ve la vocación de paz y también la avidez por este tipo de eventos culturales en la gente. Sobre todo, en los estudiantes, a los que les cuesta acceder, por ejemplo, a los libros.

—Por cada libro que se vende en Colombia, ese libro lo leen diez o doce personas, porque se lo pasan. No quiere decir que la gente no lea, sino que no compran libros.

¿Y cómo es tu vínculo con la crítica, con lo que dicen de tus libros?

—Yo no leo, porque no quiero estar como sujeta a ese bienestar o malestar que te produce si hablaron bien o si hablaron mal. Yo creo que uno tiene que mantenerse al margen. Lo que yo tengo es un agente maravilloso que lee todo, y entonces cuando hay una crítica, para bien o para mal, pero que él siente que es una discusión buena y útil sobre la novela, me la pasa. Porque si no, estás sometida a un tira y afloje ahí.

Y una duda, Laura, para terminar. ¿La narradora de La multitud errante es una extranjera, ¿verdad? Porque en un momento dice algo así como «Vine a este país…».

—Sí, es extranjera, claro. Por un lado, es una invitación a los de afuera a que miren, ¿no?, a través de la protagonista. Pero también yo suelo hablar de clases sociales a las cuales no pertenezco. Yo siempre he sido extranjera en la militancia política, en todo, me la he pasado con gente que no era del propio origen. Tú lo sabrás, porque además te debe pasar mucho con tus estudiantes. Y ahí uno quiere estar, y ahí está tu corazón, pero tú no eres de ahí. Eso también es parte de la nostalgia.

Laura, te agradezco muchísimo por tu tiempo y esta charla.

—Un placer, una delicia para mí también, muy reveladora de muchas cosas.




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